Marina Abramović es historia. Historia de la performance, historia del arte, historia del vínculo emocional con el público. Marina Abramović es el objetivo de un odio que se repite, también, históricamente.
La artista de origen serbio empezó su carrera jugando con los límites. Sus performances buscaban una reacción directa y emocional del público, fuera un público presente en sus acciones o, a posteriori, un público observador desde la distancia física y temporal. Como artista, Abramović siempre tuvo control de la obra, siempre fue consciente de que lo que estaba haciendo eran obras de arte. Ya en sus orígenes, la documentación de las acciones estaba bien planeada y formaba parte del proceso. Con violencia, con lágrimas, con el cuerpo. Con una mirada distante y con drogas si era necesario. Con buenas fotos y con objetos propios del ritual.
Acerquémonos a alguno de esos momentos. Marina Abramović con veinte cuchillos encima de la mesa jugando a clavarlos rápidamente entre sus dedos y, cuando llega la herida, saltando al siguiente cuchillo. El ruido de los cuchillos, y el dolor, se graba y, una vez terminada la ronda de los veinte cuchillos, Abramović vuelve a empezar la acción ahora con el audio grabado en marcha para repetir el dolor. Marina Abramović con un par de fármacos para ingerir consecutivamente frente a su público, el primero contra situaciones de catatonia que le provocará espasmos violentos durante un buen rato para, inmediatamente, pasar a otro potente fármaco tranquilizador: primero el cuerpo en descontrol y la mente clara y después el cuerpo tranquilo y la mente perdida. Frente al público.
Y otro momento clave: Marina Abramović y una mesa llena de objetos con posibilidad de dolor y abuso incorporado. El público puede hacer lo que quiera con los objetos y el cuerpo de la artista. Y el público lo hace, va calentándose el ambiente, va subiendo la agresividad, llega la sangre y, al final, alguien empuña un revólver. La artista puede morir, el cuerpo de la artista está en manos de su público. El cuerpo es de su público. El público actúa violentamente contra este cuerpo que es suyo, que posee. La mirada de Abramović sigue perdida, como dudando entre querer entender lo que pasa o seguir funcionando bajo otros códigos. Pero la mesa con los objetos perdurará y formará parte de varias exposiciones, las imágenes de la acción estarán controladas y Abramović será una de las grandes artistas que logra que la conexión con el público sea emocionalmente muy directa, dura y hasta repugnante. Distinta, logrando otros modos de hacer. Antes han existido Allan Kaprow, Joseph Beuys, Fluxus, Yves Klein, el accionismo vienés, el dadaísmo, el surrealismo y muchos más, pero Abramović logra que el control en el dolor y en el escenario sea la obra, su obra de arte. Ella, mirando altivamente. Un sujeto que controla, una artista segura de si misma. Un ser individual corriendo inexorablemente hacia el éxito.
Después llegará el amor y con Ullay, su pareja durante un buen tiempo, realizará una serie de performances de empatía absoluta con otra persona. Sus cuerpos serán un diálogo pero siempre siendo conscientes de que hay por lo menos un cuerpo más como observador. Frente a la cámara o con público, Ullay y Abramović dejarán el control de sus cuerpos al amado o amada, activarán la violencia como forma de amor y confianza absoluta. Se soltaran bofetones alternativamente, se besarán para compartir el oxígeno de dentro de sus cuerpos hasta caer desmayados, correrán uno contra el otro y chocarán para volver a repetir la acción una y otra vez. La pareja se separará en forma de obra de arte, recorriendo la muralla china: Ullay empezando en un extremo y Marina en el otro, para terminar en el medio y dejar su relación frente a las cámaras que documentan la acción. Su amor forma parte del arte, de su arte, y sus vidas también. La distancia entre quién es artista y quién es persona no existe, con lo que las consecuencias de sus acciones se valoran artísticamente.
Marina Abramović es un ser público, pero es un ser público que mantiene, o parece mantener, a raya los designios económicos y políticos. Ella forma parte del mercado, pero marca sus reglas. Ella forma parte del star system, pero lo es desde el museo y las galerías. Ella, que niega ser feminista y dice que un artista no tiene género y que lo que hace es arte y lo que importante es ver es si es arte bueno o malo. Abramović, quien no quiere ser etiquetada como mujer artista, es consciente de que el cuerpo es su campo de batalla pero entiende el cuerpo como algo más, como una comunicación entre lo físico y lo energético. Marina Abramović habla raro, habla de energía y de lo agotador que es estar sentada durante meses comunicándose emocionalmente e individualmente, y en silencio absoluto, con los visitantes del MoMA. También las personas que venden billetes en el mismo museo se pasan todas las horas de apertura al público en la misma posición y viendo pasar distintas caras, pero Abramović habla de energía y de emociones y de sentir lo que los demás sienten. The artist is present, la artista está presente (o es presente).
Pero Marina Abramović es una provocación. Una artista de una Europa perdida que logra formar parte de la farándula de Nueva York, que se codea con Antony, Con Björk, con Jay-‐Z, con Lady Gaga, que se viste con las prendas más caras, que organiza fiestas silenciosas en el festival de Sundance, que recibe el apoyo de HBO para hacer un documental sobre su figura. Una artista con una enorme exposición individual en el MoMA de Nueva York, con un instituto artístico en marcha, con campañas virales exitosas para lograr apoyo financiero. Una artista con un método propio, el método Abramovic, y todo rutilante. Y es una provocación porque no es posible el éxito de los antipáticos, el éxito de los externos, el éxito de aquellas que crean su propio vocabulario y se cargan lo que sea para llegar a su objetivo.
Abramović dice que no es feminista, pero una aproximación feminista a la realidad indica que los papeles reservados a la mujer vienen dictados de antemano y que el de Abramović no está bien, con lo que la solución es la hoguera. En la Europa del S.XVI, la caza de brujas terminó con la vida de muchas mujeres que no necesariamente seguían las normas marcadas por el cristianismo. La figura de la bruja era peligrosa por el hecho de ser una mujer (en poquísimos casos un hombre) que decidía voluntariamente abandonar a Dios para adorar al diablo y entrar en el terreno de la magia. La magia, las emociones, la energía. No era, entonces, aceptable que la mujer despreciara su función reproductiva para dedicarse a formas no regladas de actuación. No era aceptable que en un pre-‐capitalismo se generaran otros canales económicos o de definición de poder. La bruja desconectaba el sistema ya que incorporaba otra gramática, definía otros poderes y no se regía por aquello conocido y estable. Por otro lado, el papel de la prostituta sí que era un rol aceptado, ya que su función formaba parte del día a día del hombre y además su economía y vocabulario en relación al poder no desmontaba el status quo.
La bruja es peligrosa mientras que la prostituta no lo es. La bruja es imprevisible mientras que la prostituta no. En el negocio del star system las dos categorías siguen vivas. Como bien sabe Miley Cyrus, la posibilidad de éxito aceptado por el sistema reside en la asimilación de unos códigos que pueden conllevar la cosificación del deseo como aceptación del discurso imperante, aunque sea desde una supuesta rebeldía a lo «Lolita». También Madonna pasó por aquí, también Marilyn Monroe. La historia se repite y a la prostituta no se le odia; se le ningunea con cierto desdén o hasta puede observarse con media sonrisa ya que no representa peligro alguno. Después envejecen con mayor o menor dignidad. La prostituta se puede codear con el lujo pero siempre estará en otro escalafón social. La bruja sí, la bruja es un peligro y un ataque al sistema. Un ataque digamos apolitizado, que quiere mantenerse en las estructuras para prescindir precisamente de ellas.
Mujeres, individuos, miradas peculiares. Yoko Ono recibe el mismo odio histórico que Marina Abramović. Yoko Ono, con quien su Cut Piece también permite al público asistente en su performance cortar la ropa de la artista con unas tijeras hasta dejarla desnuda. Yoko Ono, que solita carga con el muerto de la separación de los Beatles. Yoko Ono, a quien si no fuera por el control social más de uno le hubiera roto la cara sin pestañear. El odio global encontró en ella un objetivo. Pero ya pasó el tiempo de los Beatles y la distancia provoca el olvido. Yoko Ono sigue viva y hace cosas cargadas de bondad, así que la «nueva» bruja es Marina Abramović, con su éxito rutilante, sus ojos también oscuros, su presunta antipatía, su presencia física y su pose entre elegante y fuera de lugar.
Desde el feminismo más mainstream la figura de la bruja se ha recuperado para darle la vuelta. La serie televisiva Buffy the Vampire Slayer es ya un clásico ejemplo sobre el tema. Buffy representa a una mujer con poderes que lucha contra el mal desde el secretismo. Es una bruja pero no se resigna a ser un paria. También en la serie de libros de Young/Adult -‐una categoría comercial que permite el salto de la adolescencia a la supuesta madurez, donde todas las preguntas vitales aparecen en modo caliente-‐ escrita por Mats Strandberg y Sara Bergmark Elfgren y bajo los títulos de El círculo, El fuego y La llave encontramos brujas. Chicas que, además de descubrir el amor y las fiestas escolares, tienen que salvar el mundo del Apocalipsis. En la saga de Stranberg y Bergmark Elfgren las protagonistas van ganando enteros y entendiendo que ser bruja tampoco está tan mal, ya que les permite ser ellas mismas y encontrar modos de actuación fuera de lo común. De la brujería saltan al lesbianismo, ese otro papel imposible.
El odio a Marina Abramović tiene buena parte de su base en el género. No se le odia únicamente por su conexión con el mundo del glamour. Matthew Barney ha sido pareja de Björk, Olafur Eliasson ha realizado escaparates para Louis Vuitton, Francesco Vezzoli mete a Carolina de Mónaco en sus obras, Jeff Koons se casó con Cicciolina, Andy Warhol estaba en todas las salsas y programas de televisión y Salvador Dalí trabajó con Walt Disney. Pero en sus casos resulta interesante esta conexión con entre esferas culturales, significa un replanteamiento de las relaciones entre alta y baja cultura, implica una posición con tintes críticos sobre el valor medial en nuestras sociedades. Mientras tanto, Marina Abramović haciendo cosas con Lady Gaga provoca bochorno. No hay opción, la primera aproximación a la vinculación Abramović & Gaga es a través del chascarrillo.
El extremo llega con el efecto viral de algo llamado «The Marina Abramovic Retirement Fund of America» y que pretende -‐humorísticamente-‐ abrir campañas de crowdfunding para evitar que Abramović siga haciendo arte. Y el link se comparte, tiene sus likes en Facebook y aparece con su diversión en medios como The Guardian, que vuelven a situar la broma en el punto de partida y generar otro recorrido viral. Al mismo tiempo, el tono de aproximación queda marcado e intentar leer algo después de esta aproximación de tono jocoso es casi desaconsejable, ya que la broma gana, el vocabulario ya está servido. Haga lo que haga Abramović tiene que luchar contra lo predefinido. Diga lo que diga, piense lo que piense siempre hay una preconcepción en la lectura. Al mismo tiempo, y paradójicamente, tiene una exposición individual en El Museo en mayúsculas del arte contemporáneo.
Abramović abre un instituto artístico para replantear la relación temporal con el arte: mal. Abramović rehace acciones en el MoMA y se lleva a algunos estudiantes a su casa para preparar la exposición y meditar: mal. Abramović hace lo que sea con Lady Gaga: mal. No hay opción.
Y como que ella niega la posibilidad de ser feminista su figura no se lee en clave feminista. Su gusto por el dinero y los productos de consumo tampoco ayudan a que pueda leerse desde la criticalidad sistémica, y su amor a una idea de figura artística clásica le aleja de reinterpretaciones de la institucionalidad. Salvador Dalí decía que sus compañeros de viaje eran Botticelli y Bernini, definiendo su figura como algo histórico. Abramović se presenta, mediante la mirada de Ullay, como la abuela de la performance o quizás su diva. El título de su exposición en el MoMA era brillante, The artist is present, pero todo parece indicar que el presente de Abramović no pasa por ganarse la autoridad hoy sino por comerse la historia.
Martí Manen*
*Martí Manen es comisario y crítico de arte. Ha comisariado exposiciones en el Museo de Historia Natural (México DF), Sala Montcada – Obra Social “La Caixa” (Barcelona), AARA (Bangkok), Sala Rekalde (Bilbao), Konsthall C (Estocolmo), La Panera (Lleida), CA2M (Madrid). Durante 5 años comisarió exposiciones en su habitación (Sala Hab, Barcelona). Recientemente ha publicado dos libros: Salir de la exposición (si es que alguna vez habíamos entrado), un libro de teoría sobre procesos expositivos editado por Consonni, y Contarlo todo sin saber cómo, una novela que es una exposición que es una novela editado por CA2M. Comisario del Pabellón de España en la Bienal de Venecia 2015.
Publicado en: Revista Input en Marzo de 2014