El desplazamiento de la mirada. Una reflexión sobre los trabajos de Jesús Abad Colorado y Juan Manuel Echavarría

La extraterritorialidad del arte también tiene una potencia en su exhibición. Lo experimenté con la visita que hice a la exposición de Jesús Abad Colorado con un grupo de estudiantes, con la reflexión escrita que hicieron, donde frecuentemente aparecen la conmoción al no haber visto el desastre estando tan cerca, el dolor de verlo ahora y la vergüenza de que se siga repitiendo. Un grupo de estudiantes recorre en completo silencio la exposición. Al preguntarles a algunos cómo les ha parecido me esquivan la mirada mientras atinan a decir que es muy duro, pero el mensaje es que no sigamos hablando, que los deje en paz experimentando ese sentimiento profundo que no resulta agradable.

En agosto de 2018 se inauguró la exposición “El testigo. Memorias del conflicto armado colombiano en el lente y la voz de Jesús Abad Colorado”. Esta exposición coincidió con el estreno del documental “El testigo”, subtitulado Caín y Abel,[i] referencia con la que comienza el recorrido de la exposición, una fotografía de un tablero (tomada entre las tantas escuelas abandonadas por el desplazamiento forzado[ii]), en el quedó inscrito con tiza el mito bíblico sobre el fratricidio. Dice Colorado en el documental: “Un hermano que mata a otro hermano. Y yo en Colombia no he podido saber quién es Caín y quién es Abel”. Esta afirmación pone en suspensión los antagonismos con los que suele interpretarse el conflicto armado: víctima/victimario y amigo/enemigo, motivo cuyo desenlace es la repetición de la violencia: la víctima que se transforma en victimario, la reproducción de los “odios heredados” mediante la figura del vengador.[iii] Es sobre la suspensión de este motivo sobre la que quiero reflexionar, anteponer el potencial político de los “dolores heredados”, cuya exteriorización se presenta en la fotografía de Colorado.

Los relatos de la violencia son tan atroces que resulta difícil nombrarlos, no necesariamente porque sean inimaginables, pues varias generaciones de colombianos crecieron con los relatos sobre los cortes de florero, de corbata, etc. Se pueden enumerar las masacres y nombrar las acciones, pero algo desaparece en lo puramente informativo: la empatía necesaria para condolerse por el sufrimiento de los otros. Esta empatía puede aparecer cuando el dolor del conflicto armado se presenta mediante formas sensibles, una función que cumplen muchas prácticas creativas en contextos de violencia extrema. De modo que hay que guardar reserva frente a las apuestas estéticas que apelan a lo irrepresentable y lo inimaginable.  Ante el famoso aforismo de Wittgenstein (2010) “De lo que no se puede hablar, es mejor callarse”, Mieke Bal (2014) responde (pensando en la obra escultórica de Doris Salcedo): “De lo que no se puede hablar, es mejor mostrarlo”. Sobre lo indecible mejor es presentarlo. Lo indecible, desde luego, adopta muchas formas: el misterio está excluido del lenguaje en un “no-poder-decir” o en un saber que se debe callar (Agamben 89-90); el quiebre de la experiencia que deja mudos a los sobrevivientes, tal como lo observó Benjamin en los soldados que regresaban de la guerra (42); la apuesta estética por lo sublime que responde a la imposibilidad de representar aquello que resulta inimaginable (Lyotard 21); la prohibición de hablar so pena de muerte o la incredulidad del tercero que escucha pero no le confiere legitimidad al testimonio. Ante la negación de la verdad enunciada, una imagen puede revelar aquello que está más allá de lo creíble. “Para saber hay que imaginarse”, dice Didi-Huberman, así que “No invoquemos lo inimaginable” (17): 

A los que decían que eran colaboradores de la guerrilla los paras les echaban perros pitbull o jaguares, para generar terror (…) A los campesinos las autoridades y los ciudadanos no les creyeron y a los periodistas nos decía que nos inventábamos las noticias.

Este relato de Jesús Abad Colorado acompaña la fotografía de un jaguar en un campamento paramilitar en Santafé de Ralito,[iv] en el que no es un azar que se encontraran comandantes con los alias de Pantera, Iguano, Cobra, Alacrán… Las transmutaciones son elocuentes, pues los comandantes se hacen llamar como animales para dar cuenta de su furia y los animales adoptan nombres cristianos en el momento de impartir “justicia”, como don Juan, el caimán obeso que devoraba cuerpos enteros en pocos segundos, según el testimonio de un exparamilitar entrevistado por Edwin Sánchez para “Desapariciones” (2009).[v] Este testimonio hizo que estallaran en risas, tanto el testigo como los oyentes, una evidencia de la banalidad del mal, “ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes” (Arendt 151). Y ese, tal vez, es uno de los problemas: aunque los hechos son reales las imágenes que los rodean parecen irreales. La risa desatada es por el absurdo, más que el resultado de una actitud cínica o inmoral. Sin embargo, pensamos, no está bien reírse, mucho más si creemos en la lapidaria sentencia de Adorno y Horkheimer (1988): reírse es estar de acuerdo. Esta risa es la que estalla en la cultura del entretenimiento ¿Cómo no identificar esa risa con la heroización del mal? Películas, telenovelas y biografías cuyos protagonistas son narcotraficantes, sicarios y paramilitares. Con el estreno de la serie “Tres Caínes” (RCN 2013), que contaba la historia fratricida de los hermanos Castaño Gil, el crítico de televisión Omar Rincón se preguntaba “¿Dónde están los Abeles de esa historia?” (Semana en vivo 2013). Los Abeles aparecían, claro, pero demasiado tarde en la narración, como el antagónico-bueno que, en todo caso, no hace parte de la historia central. La historia central es el despertar de una legítima venganza:

El cronotopo biográfico contiene, para el caso de la serie, al elemento que lleva a ser protagonistas a los Castaño Gil, la venganza que sigue al secuestro y asesinato del padre por parte de la guerrilla (…) Los hermanos Castaño Gil enfrentan, en principio, de manera exitosa a los verdugos de su padre. Algo que las mismas autoridades se muestran incapaces de hacer (Flórez Fuya 87).

La identificación de la audiencia es con la legítima venganza que se proyecta en el relato, en el que los protagonistas, como Adolf Eichmann, son personas normales que buscan hacer lo correcto. Lo que los impulsa es el sentimiento trágico de la justicia en la figura del vengador, y todo esto mientras la audiencia se divierte, pues la serie se estructura con las reglas elementales del melodrama: “Divertirse significa estar de acuerdo” (Adorno y Horkheimer 189). Las narrativas del entretenimiento y las informativas procuran el marco con el que la audiencia construye el sentido del conflicto armado, una historia del bien contra el mal en el que las “zonas grises” desaparecen, en la que se anula el carácter trágico de la tragedia, como muy bien lo observó Kundera:

Liberar los grandes conflictos humanos de la ingenua interpretación de la lucha entre el bien y el mal, entenderlos bajo la luz de la tragedia, fue una inmensa hazaña del espíritu; puso en evidencia la fatal relatividad de las verdades humanas; hizo sentir la necesidad de hacer justicia al enemigo. Pero el maniqueísmo moral es invencible: recuerdo una adaptación de Antígona que vi en Praga después de la guerra; al liquidar lo trágico dentro de la tragedia, el autor de la adaptación convirtió a Creonte en un malvado fascista enfrentado a la joven heroína de la libertad (136).

En el marco que construyen el entretenimiento y la información desaparecen las zonas grises que Colorado explora. En sus fotografías hay un desplazamiento de la mirada, pues el primer plano del teatro de operaciones no lo ocupa la comandancia sino las víctimas, los soldados rasos de distintos bandos y los animales; en unos casos hay belleza y dignidad, en otro dolor: la imponencia del jaguar o el cochicheo doloroso de un cerdo: “Misael huye con su nevera al hombro tras la muerte de 16 campesinos a manos de las FARC (…) a Misael también los vi sacar los cerdos, que lloraban, la ropa y las gallinas”. La contorsión del cuello, el hocico abierto y los ojos desorbitados del cerdo (imagen 1) recuerdan el boceto “Cabeza de caballo” (1937) que Picasso realizó para el Guernica,[vi] y del que John Berger dice: “Éste es el secreto de la extraordinaria intensidad de la visión de Picasso. Haber sido capaz de ver e imaginar un sufrimiento mayor en una sola cabeza de caballo, del que muchos artistas habían encontrado en una crucifixión” (2017, 49).[vii] Tal vez el secreto de la visión de Colorado también sea ese: sentir empatía por el sufrimiento de ese animal ¿Si el animal sufre tan intensamente qué medida tiene el sufrimiento humano? Porque lo humano está inscrito en las cosas, como en las ollas y los zapatos; también en la naturaleza, en el mundo vegetal que se trepa y extiende por los tableros de las escuelas abandonadas. Algo testimonian esos animales: el jaguar, don Juan, los cerdos y aquel burro suspendido en una escuela destruida de Mampuján que puede verse en el video “Una lección” (2014) de la serie Silencios de Juan Manuel Echavarría: “Es muy probable que el burro traía un niño y volvía por él a la escuela. El burro vuelve por ese niño que ya no está”, dice Gabriel Pulido, un campesino de la región (imagen 2)

Imagen 1. Misael carga un cerdo (2000)
Imagen 2. “Una lección” de la serie Silencios (2014)

Los testigos

El 6 de noviembre de 2018 se inauguró una exposición en el edificio del Congreso de la República con 18 fotografías de la serie Silencios (2010-2018) de Juan Manuel Echavarría. En conjunto, las imágenes de Silencios están cargadas de una sobrecogedora belleza. Lo que inicialmente atrae nuestra mirada es, tal vez, la belleza nostálgica de la ruina. Sin embargo, las ruinas de Silencios no son ruinas de un tiempo lejano, no pertenecen a un mundo viejo; son ruinas no debieron serlo. Esas fotografías quiebran, necesariamente, la visualización distanciada y romántica de la ruina; lo nostálgico se trasmuta en un escenario siniestro. Es lo familiar que retorna como extraño: la escuela, la infancia, el alfabeto, el tablero… ahora convertidos en una cosa extraña, pues de lo humano sólo quedan huellas en las ruinas. Lo único vivo allí es la naturaleza vibrante y hasta los animales son vestigios de lo humano: la hierba trepa por las paredes, se extiende por lo que fueran tableros, los embellece, los quiebra, los borra y, en el espacio vaciado de lo humano, irrumpe otro vestigio vivo: un burro que espera lo que nunca va a llegar: un niño, un trayecto, una comunidad. La vegetación, los animales y la materia testimonian sobre la barbarie en esta serie fotográfica.

En la inauguración de la exposición se encuentraba Noel Palacios, uno de los sobrevivientes de la Masacre de Bojayá (2002)[viii] y uno de los compositores-cantantes-testigos que aparecen en el video “Bocas de Ceniza” (2003-2004) de Echavarría:[ix]

Pensaron en una idea de irse para la iglesia
porque estaban seguros de que allá nada les pasaba
como era un lugar de Dios el Señor los amparaba (…)

Como a los tres segundos
de ya haber estallado
muchos de nuestros parientes habían quedado destrozados (…)

Muchos hijos sin sus padres
muchos padres sin sus hijos
que por causa de la violencia
que acaba con el campesino.

Imagen 3. Noel Palacios recuerda su escuela (2018)

Noel Palacios se dedica a la música y es conocido como El Negrito del Swing. Noel fue uno de los talleristas de “La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica”,[x] allí daba instrucciones de pintura a excombatientes de las AUC, las FARC y el ELN. Tambien trabaja como montajista de las exposiciones de Echavarría. En la exposición del Congreso hizo referencia a las ruinas de su escuela en Bellavista, Bojayá (imagen 3):

Ese salón es del grado séptimo, queda muy cerca de la iglesia donde ocurre la masacre (…) Allí estudiaron muchos de mis amigos. Algunas de las personas que murieron ese día estudiaron ahí. Entonces ver este salón me trae muchísimos recuerdos. Aquí no hubo muertos dentro de este salón pero también, de una u otra forma, nos muestra la sangre de las personas que murieron en la masacre. Esto lo asimilo como sangre [indica con el dedo los rojos que aparecen en la fotografía], que no es sangre, pero metafóricamente para Noel Palacios es sangre (…) Los que vivíamos en Bellavista llegábamos en forma terrestre a la escuela, pero los que vivían en otras poblaciones llegaban en embarcaciones por el río Atrato remando ellos mismos.[xi]

Mirar no solo con los ojos sino también con el alma, dice Jesús Abad Colorado;[xii] conocer con los pies, dice Juan Manuel Echavarría,[xiii] quien aprende mientras camina. Ambos han caminado el territorio del conflicto armado y con su trabajo han testimoniado, tanto lo que ven como lo que escuchan, pues están prestos al intercambio de la palabra. Este modo de proceder parte de un principio: conferirle legitimidad a los testimonios de las víctimas y los sobrevivientes en un contexto donde los hechos son negados por los perpetradores.  Su trabajo se construye a partir de los lazos personales y comunitarios que van tejiendo en los territorios del conflicto, por eso los rostros, las biografías y los nombres aparecen con frecuencia: Misael, Gabriel, Noel… Noel Palacios, a quien le he escuchado decir en varias ocasiones: “Yo no soy una víctima, yo soy un sobreviviente”. Desidentificarse de la noción de víctima es construirse para sí mismo una subjetividad dotada de palabra y acción.

La redistribución de lo sensible

Todo proceso de subjetivación política pasa por formas de desindentificación policial, es decir, una desidentificación de aquellas formas del reparto de lo sensible (Rancière, El espectador emancipado) que construyen una identidad entre equipamientos, sujetos y competencias. En el orden policial un cuerpo ocupa el lugar que le ha sido asignado y se sigue garantizando que lo ocupe de tal modo: los artesanos en el taller, los obreros en la fábrica, los estudiantes en la escuela, etc.:

…la comunidad platónica en la que los artesanos deben permanecer en su sitio porque el trabajo no da espera -no deja tiempo para ir a parlotear en el ágora, deliberar en la asamblea y contemplar sombras en el teatro-, pero también porque la divinidad les ha dado el alma de hierro -el equipamiento sensible e intelectual- que los adapta y los fija en esa ocupación. Es lo que yo llamo la división policial de lo sensible: la existencia de una relación “armoniosa” entre una ocupación y un equipamiento, entre el hecho de estar en un tiempo y un espacio específicos, de ejercer en ellos ocupaciones definidas y de estar dotado de las capacidades de sentir, de decir y de hacer adecuadas a esas actividades (Rancière, El espectador emancipado 46).

En ese reparto de lo sensible, la competencia del guerrero se despliega en el campo de batalla; el aullido, y no la palabra, es aquello que identifica a la víctima; la galería y el museo, el lugar que ocupan el arte y los artistas. Todo proceso de subjetivación política pasa, necesariamente, por desidentificar los lugares, las competencias y sus ocupantes (Ibíd.). Pasa por trastocar el recorte del tiempo y el espacio, de suspender o interrumpir el tiempo. Todo esto aparece como una posibilidad en los espacios extraterritoriales del arte, como los llama Rancière. ¿Cómo no ver la realización de esa posibilidad en muchas de las creaciones elaboradas con los perpetradores de hechos atroces o con víctimas del conflicto armado? Quienes estaban destinados al combate (y esto supone un cuerpo modelado por el disciplinamiento militar), pueden experimentar un trastocamiento de las funciones. Noel Palacios y Fernando Grisalez recuerdan que al recibir a unos excombatientes de las FARC en la casa donde realizarían los talleres que conformarían “La guerra que no hemos visto: un proyecto de memoria histórica” (2007), todos se formaron inmediatamente contra las paredes alejadas de las ventanas: un gesto automatizado de defensa contra cualquier posibilidad de ataque. Que ese cuerpo modelado para guerra descubra otras competencias, y que esas competencias no sean solo las del testigo, sino que se extiendan hacia otras prácticas, dejan ver algunas posibilidades transformadoras propiciadas por el arte. Los excombatientes hacen aquello que se supone no deberían o no podrían hacer: desplegar su imaginación en el mundo de las formas, adiestrar la mano para utilizar pinceles, que sus trabajos sean visibles en los espacios de la extraterritorialidad artística (Rubiano «La guerra que no hemos visto» y la activación del habla)

La empatía

Todas las sociedades, dice Nussbaum, “tienen que pensar en sentimientos como la compasión ante la pérdida, la indignación ante la injusticia, o la limitación de la envidia y el asco en aras de una simpatía inclusiva” (15). La compasión ciudadana ante la pérdida violenta de vidas humanas sería el indicio de la necesaria emergencia de una condolencia pública. La condolencia es el despertar empático frente al dolor de los demás. Es un sentimiento que no se agota en la sensibilidad, sino que se extiende hacia formas de comprensión. Es, propiamente, una forma de conocimiento sensible, tal como Baumgarten definió la estética en 1750 (2014). Nos percatamos de la injustica no porque analicemos un tratado sobre ética sino porque los juicios morales “nos salen de las entrañas. Nuestras emociones deciden, y luego nuestro poder de raciocinio (…) intenta urdir justificaciones plausibles” (Waal 23). Es por esa vía que el rostro de la víctima interpela moralmente al observador, de ahí que en la iconografía de la guerra esos rostros se emparenten con lo sagrado. Si la violencia mancha esos rostros, “manchar” esa parte “santa” del individuo,[xiv] una forma de devolverle la dignidad a ese rostro mancillado -a ese individuo a quien se le negó su identidad mediante la tortura, la desfiguración y la desaparición de su cuerpo-, es elevar su imagen, enmarcarla de modo especial. Es lo que hacen los colectivos de familiares de personas desaparecidas con los retratos de sus seres amados, lo que hacen también algunas artistas y fotógrafos (Rubiano Arte, memoria y participación).

La restauración de la dignidad es inseparable de la belleza, esa es la idea que tienen los familiares cuando eligen la fotografía que donarán o cargarán sobre su pecho para dar cuenta de la desaparición de esa persona. François Cheng recuerda que en muchas lenguas belleza y bondad tienen la misma raíz:[xv] “El grado supremo de la belleza es la gracia, pero por la palabra gracia entendemos también bondad” (Cinco meditaciones sobre la belleza 56). Tal vez resulte difícil reivindicar la belleza en un contexto marcado por el horror y la maldad. Adorno, por ejemplo, exalta la fealdad en el arte como una forma de crítica frente a la injusticia y la violencia:

Todo cuanto se halla oprimido y quiere la revolución está penetrado de amargura de acuerdo con las normas de una vida bella en una sociedad fea, lleva todos los estigmas humillantes del trabajo corporal y esclavizador […] El arte tiene que convertir en uno de sus temas lo feo y proscrito: pero no para integrarlo, para suavizarlo o para reconciliarse con su existencia por medio del humor, más repulsivo aquí que cualquier repulsión. Tiene que apropiarse de lo feo para denunciar en ello a un mundo que lo crea y lo reproduce a su propia imagen (71).

Desde esta perspectiva, la fealdad en el arte se convierte en una forma de lucha y de denuncia. Lo fragmentario, lo discontinuo y lo disonante dan cuenta de la fealdad del mundo: el dolor provocado por la violencia y la injusticia.[xvi] La fealdad es un recurso simbólico y expresivo que busca afectar al público mediante una experiencia de choque. En la historia del arte que se ocupa de la violencia en Colombia, estos recursos son frecuentes: “Masacre del 10 de abril” (1948) de Alejandro Obregón, “Piel al sol” (1963) de Luis Ángel Rengifo, “La horrible mujer castigadora” (1965) de Norman Mejía, “El martirio agiganta a los hombres de raíz” (1966) de Pedro Alcántara, “Angustia” (1967) de Carlos Granada, entre muchas otras. Los mismos títulos ya dan cuenta del horror y éste se representa mediante cuerpos fragmentados, escenas oscuras e indicaciones precisas de la tortura. Sobre el dibujo de Alcántara, Marta Traba señaló:

El horror participado con una minucia -sin atenuante de la fuerte conmoción emocional que proviene de la reacción inmediata- es un horror cristalizado; nos obliga a entrar en un laboratorio donde se medita acerca de la profundidad, magnitud y naturaleza de la condición de víctima (…) Indudablemente el punto más alto del realismo de la violencia en la neofiguración colombiana está en la descripción de desollados, cuyo preciosismo formal ratifica, centímetro a centímetro, la plena intencionalidad de la obra (228).

María Margarita Malagón señala algo semejante sobre la pintura de Mejía:

Una enorme mujer desfigurada y distorsionada es vista simultáneamente a través de múltiples capas de cuerpo, el cual es atacado y transgredido por el artista, quien de esta forma pone en evidencia un tipo de monstruosidad humana que impacta al espectador (25).

Cuando la víctima es una abstracción, los artistas tienen la licencia para describir desollados con preciosismo formal o atacar y transgredir una figura hasta la desfiguración. Tales procedimientos de cristalización del horror probablemente impactarán al espectador. Esto puede hacerse porque el horror es lejano, se puede jugar con la fealdad pues la víctima desollada no tiene nombre ni rostro. Lo que allí prima es el punto de vista del artista, cuya intensión, probablemente, será la denuncia a través de la conmoción que estas formas producen en el público. Otra cosa ocurre cuando la víctima tiene rostro y nombre, cuando los artistas caminan el territorio y entablan relaciones con las comunidades. Aquí opera el desplazamiento de la mirada y la multiplicación de los puntos de vista. En lugar del repudio que produce la deformación, lo que se busca es la empatía del espectador mostrando la dignidad de la víctima mediante los objetos que le pertenecieron, a través de la solidaridad que aparece después de la barbarie, poniendo en evidencia la voz activa de los sobrevivientes, como la de Noel Palacios, que narra la masacre de su pueblo mediante el canto; o que miran de frente, como Eugenio Palacios, quien regresa a Bojayá con su hija en brazos cuatro meses después de la masacre (imagen 4). No hay que atemorizarse al afirmar que esta es una fotografía bella, que las manos fuertes de este campesino toman con delicadeza el frágil cuerpo de su hija, que el sombrero que lo protege del sol guarda la memoria creadora de un pueblo, que cuando estamos ante esta fotografía quien nos mira fijamente ha visto y vivido cosas que no alcanzamos a imaginarnos. No obstante, Eugenio permanece erguido y nos mira de frente. En la iconografía de la guerra abundan cuerpos tendidos por la derrota y por la muerte, cuerpos desfigurados por los ultrajes y la tortura. Esta fotografía también es bella por su verticalidad y frontalidad, por el rostro de Eugenio Palacios que mira dignamente de frente aun en medio del dolor.

Imagen 4. Eugenio Palacios (2002)

El dolor ha sido un hallazgo en este recorrido. El dolor activo, debería agregarse, aquel que se articula comunitariamente y crea vínculos solidarios y de activación política. Pero el dolor no solo de las víctimas sino también el de la ciudadanía cuando este aparece de manera empática, pues la empatía “tiene la propiedad de transformar la desgracia de otra persona en la propia tristeza de uno” (Hoffman). El dolor que se exterioriza es una declaración sobre la posibilidad de transformar nuestra historia. Si en la historiografía de la violencia en Colombia se repiten los relatos sobre los odios heredados, cuyo desenlace es la venganza, es decir, la repetición de la violencia, los dolores heredados demuestran que es posible la articulación de los vínculos solidarios como una forma de romper con esa repetición. Los espacios extraterritoriales del arte permiten articular esos lazos: que Noel Palacios, por ejemplo, termine dando instrucciones de pintura a excombatientes que pertenecieron al grupo armado que perpetró la masacre en su pueblo.

La extraterritorialidad del arte también tiene una potencia en su exhibición. Lo experimenté con la visita que hice a la exposición de Jesús Abad Colorado con un grupo de estudiantes, con la reflexión escrita que hicieron, donde frecuentemente aparecen la conmoción al no haber visto el desastre estando tan cerca, el dolor de verlo ahora y la vergüenza de que se siga repitiendo. Un grupo de estudiantes recorre en completo silencio la exposición. Al preguntarles a algunos cómo les ha parecido me esquivan la mirada mientras atinan a decir que es muy duro, pero el mensaje es que no sigamos hablando, que los deje en paz experimentando ese sentimiento profundo que no resulta agradable.

En una guerra de larga duración los asesinatos selectivos, la desaparición forzada y las masacres terminan rutinizándose como pura información sin potencia de afección por parte de la ciudadanía. Para una gran cantidad de colombianos, el conocimiento de la existencia de muchos territorios está unido al nombre de alguna masacre: Masacre de Mapiripán (1997), Masacre de Ciénaga (1998), Masacre de Curamaní (1999), Masacre de Tibú (1999), Masacre de Yolombó (1999), Masacre de El Salado (2000), Masacre de El Naya (2001), la Masacre de Bojayá (2002) y muchas más que suman 1.982 registradas entre 1958 y 2012 (Centro Nacional de Memoria histórica 48). La magnitud de las pérdidas humanas queda reducida a datos periodísticos y administrativos en los que la condolencia pública no tiene lugar. Sin capacidad de suscitar condolencia pública, dice Butler, “[…] no existe vida alguna, o, mejor dicho, hay algo que está vivo pero que es distinto a la vida. En su lugar, ‘hay una vida que nunca habrá sido vivida’, que no es mantenida por ninguna consideración, por ningún testimonio, que no será llorada cuando se pierda” (32-33). Las vidas dignas de ser lloradas son las vidas dignas de ser vividas. Por eso la manifestación pública del dolor, el llanto colectivo, dignifica a los dolientes: evidencia que las vidas perdidas eran vidas con valor.

La transformación de la relación entre arte y violencia ha dado ese giro durante las dos últimas décadas, un trabajo artístico y documental realizado en los territorios del conflicto en estrecha relación con las comunidades. En esta relación se ha propiciado una activación del habla de las víctimas y los sobrevivientes en la que el testimonio ocupa un lugar central (conferirle legitimidad a lo testimoniado). Por otro lado, esta centralidad va de la mano con la construcción de un marco, de un modo de ver, que permite sentir y comprender la magnitud de las pérdidas humanas. Una manera de transformar las injusticias infringidas a los otros en una forma de condolencia pública. Sentir las pérdidas de los otros como propias, es un vehículo que potencia la movilización ciudadana mediante el despertar de la empatía que propicia, como una posibilidad, la exigencia colectiva de un ¡Basta Ya!

 

Elkin Rubiano

La versión más extensa de este ensayo se publicó originalmente en Revista Letral, n.º 22, 2019, pp. 261-284.

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[i] La exposición, realizada en el Claustro de San Agustín en Bogotá, es una antología de 500 fotografías tomadas entre 1992 y 2018. La curaduría se estructuró en cuatro momentos, titulados: Tierra callada, No hay tinieblas que la luz no venza, Y aun así, me levantaré y Pongo mis manos en las tuyas. Tanto el documental (2018) como la exposición, toman posición por los acuerdos de paz entre el gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la necesidad de perdón y el deber de memoria.

[ii] Una muestra de estas escuelas abandonadas puede consultarse en la extensa serie fotográfica de Juan Manuel Echavarría titulada “Silencios”: https://jmechavarria.com/es/work/silencios/

[iii] “En el marco de las guerras irregulares, dijimos, la enemistad se construye sobre la base de narrativas opuestas, en cuya oposición juega un papel central la dialéctica de la víctima y el victimario. En efecto, resulta difícil imaginar una oposición más radical que aquella de representar al otro como victimario-víctima culpable, mientras uno se representa a sí mismo básicamente como víctima-victimario inocente. La reconciliación, por el contrario, entendida en un sentido realista, ajeno a las fantasías consensualistas, consiste en el acercamiento progresivo de las narrativas opuestas. Acercar las narrativas opuestas, por su parte, es escapar al blanco y negro del juego de la enemistad y adentrarse en la verdad más profunda y opaca de los grises, es reconocer la presencia y la significación de las zonas grises, de figuras que son a la vez víctimas-victimarios, simultáneamente culpables e inocentes” (Orozco 38).

[iv] “En una finca en Santa Fe de Ralito, un corregimiento de Tierralta, Córdoba, el gobierno de Álvaro Uribe y las Auc firmaron un pacto para la desmovilización y la reincorporación de los paramilitares dentro de un proceso que se iniciaría a finales de 2003 y que culminaría en diciembre de 2005. El acuerdo creó zonas de concentración para los desmovilizados, aunque descartó cualquier despeje militar. El proceso fue liderado por Luis Carlos Restrepo, el Alto Comisionado para la Paz. Unas semanas después, el gobierno presentó un proyecto de ley que proponía penas alternativas para los jefes paramilitares que optaran por desmovilizarse. Fue el comienzo de debates en el Congreso por buscar castigos más severos contra los victimarios e incluir más a las víctimas, que se terminaron en julio de 2005 con la Ley de Justicia y Paz. Después de estos acuerdos se dispararon las tensiones, los atentados y las guerras entre jefes ‘paras’, que buscaron asegurar el control político y militar sobre regiones estratégicas antes de las desmovilizaciones.”: https://verdadabierta.com/acuerdo-de-santa-fe-de-ralito/

[v] El video se puede consultar en: https://vimeo.com/18647525

[vi] https://www.museoreinasofia.es/coleccion/obra/cabeza-caballo-boceto-guernica

[vii] Una observación semejante hace Peter Eisenmann al indicar el quiebre de la Pathosformel que se encuentra en el Guernica, evidentemente un desplazamiento con respecto a la visión del arte helenístico y cristiano: “no vemos ninguna gracia redentora, solo el sufrimiento de las víctimas y el clamor de los desamparados […] El caballo no se dirige gustoso a la matanza, como lo hacía el ganado conducido al sacrificio en el friso Panatenaico del Partenón, ni participa de buen grado en un deporte sanguinario” (127).

[viii] Buscando mantener el control de la zona y el acceso al río Atrato, las AUC y las FARC se enfrentaron en combate. Estas últimas lanzaron un cilindro bomba en la iglesia del pueblo donde se resguardaba la población civil. Allí murieron 119 personas, entre ellas 48 niños.

[ix] https://jmechavarria.com/es/work/bocas-de-ceniza/

[x] El proyecto puede consultarse en http://www.laguerraquenohemosvisto.com/

[xi] Testimonio de Noel Palacios. Bogotá, noviembre 6 de 2018. Registro videográfico.

[xii] Declaración del fotógrafo recogida en el texto curatorial de “El Testigo”.

[xiii] Echavarría, Juan Manuel. 2015. Entrevista realizada por Elkin Rubiano. Bogotá, octubre 20. Registro fonográfico.

[xiv] La dimensión antropológica de lo sagrado en el rostro: “El rostro como la elección del alma, es una imagen bella y común, traduce en términos religiosos, el carácter singular e inefable del rostro. El cuerpo encuentra allí su espiritualidad, sus cartas de presentación (…) El rostro parece siempre el lugar donde la verdad está a punto de revelarse. Es una fuente inagotable de significaciones nuevas o por descubrir (…) Pero ya que el rostro es el lugar por excelencia de lo sagrado en la relación del hombre consigo mismo y con los demás, es también objeto de las tentativas para profanarlo, ensuciarlo, destruirlo cuando se trata de destruir al individuo, de negar su singularidad. La negación del hombre se relaciona de manera ejemplar con la negativa de concederle la dignidad de un rostro (…) procedimientos de degradación del hombre que exigen que sea privado simbólicamente de su rostro para rebajarlo mejor” (Le Breton 145-146).

[xv] “Al pronunciar las palabras don y gracia, sé que ha llegado el momento de reflexionar acerca de la relación que puede existir entre la belleza y la bondad. Porque, originario de China, también estoy habitado por mi lengua materna. Esta herencia contiene la expresión tiansheng lizhi, que significa ‘la belleza de la mujer es un don del cielo’. Por otra parte, al designar lo bueno, la bondad, el ideograma hao se compone gráficamente del signo de la mujer y del signo del niño. Y, sobre todo, para designar una belleza que se ofrece a nuestra vista, la lengua dice haokan, que quiere decir ‘bueno de ver’. Mecido por esta lengua un chino tiene tendencia a asociar por instinto belleza y bondad. ¿Por qué, entonces, no señalar que en francés, también, existe una relación fónica íntima entre bondad [bonté] y belleza [beauté]? Ambas palabras vienen del latín bellus y bonus, que de hecho derivan de la raíz indoeuropea común: dwenos. Tampoco olvido que, en griego antiguo, un mismo término, kalosagathos, contienen la idea de lo bello (kalos) y la de lo bueno (agathos)” (Cheng, Cinco meditaciones sobre la muerte 50).

[xvi] Artistas como Picasso, Schiele, Grosz, Dix, señala Umberto Eco, “representarán con sistemática y despiadada insistencia rostros marchitos y repugnantes que expresarán la desolación, la corrupción, la carnalidad satisfecha de aquel mundo burgués que será luego el más dócil apoyo de la dictadura” (2007, 368).