El curador frente a la desaparición de la política cultural

Recientemente, cenando con algunos curadores más jóvenes que yo de Barcelona y Madrid, me encontré envuelto por comentarios alabatorios sobre los encuentros que habían tenido con un tal Harry. Yo, entre bromista y curioso, les pregunté si se trataba de Harry Potter. La respuesta no fue tan en broma, pues, bien serios y sorprendidos, todos respondieron al unísono: Harald Szeeman. Después, hablaron de las cenas con un tal Hans, como quien se refiere a su primo más cercano. Yo, ya bien intrigado, pregunté “¿el de Hans y Gretel?”. La respuesta, ya sin asomo de ironía, fue “Hans Obrist… pero en que mundo te mueves, Jorge?”. ¿Por qué debería cenar con ellos?, inquirí. “Pues porque ellos son la política. Ellos son la política cultural”…

Reproduzco un texto del investigador y curador independiente Jorge Luis Marzo que, aunque parte de comentar la situación de la curaduría en España, creo que podría ser de mucha utilidad para pensar el trabajo del curador en nuestros contextos. Más allá de la figura del curador al servicio del mercado y las políticas de promoción institucional, Marzo está intentando pensar a la curaduría como una espacio de producción de herramientas que litigen directamente con la burocratización y empaquetamiento de un modelo dócil de cultura. El texto ha sido tomado de aquí.

El curador frente a la desaparición de la política cultural

Recientemente, cenando con algunos curadores más jóvenes que yo de Barcelona y Madrid, me encontré envuelto por comentarios alabatorios sobre los encuentros que habían tenido con un tal Harry. Yo, entre bromista y curioso, les pregunté si se trataba de Harry Potter. La respuesta no fue tan en broma, pues, bien serios y sorprendidos, todos respondieron al unísono: Harald Szeeman. Después, hablaron de las cenas con un tal Hans, como quien se refiere a su primo más cercano. Yo, ya bien intrigado, pregunté “¿el de Hans y Gretel?”. La respuesta, ya sin asomo de ironía, fue “Hans Obrist… pero en que mundo te mueves, Jorge?”. ¿Por qué debería cenar con ellos?, inquirí. “Pues porque ellos son la política. Ellos son la política cultural”.
Todo ello dio pie a que se entrara sin dilación a criticar una entrevista que le hice a Szeeman sobre su papel en la política artística llevada a cabo por los gobiernos del Partido Popular, y que el propio curador suizo me había echado en cara por querer -según sus propias palabras- meterle en asuntos políticos que no le incumbían. En resumen, los comentarios de mis contertulios de cena fueron los siguientes: “Tienes que centrar la crítica en los contenidos de la exposición, pues exposiciones se hacen siempre y por todos los gobiernos de todos los partidos. Criticar la política cultural está bien como ejercicio político pero nosotros, los curadores, nos debemos a los artistas, para situarlos en marcos en los que la política cultural no les afecte. Es en ese sentido, que nosotros hacemos política cultural.”

También, recientemente, me encontré en otra situación peculiar que me indicó no pocas cosas sobre ciertas posiciones dla curaduríaactual.
Frente a la clausura de la Sala Montcada de Barcelona por parte de la Fundació “la Caixa” -dentro de la estrategia de la entidad por centrar todas sus actividades turísticas en CaixaForum, dar más protagonismo al área social en detrimento de la cultural y por desvincularse de la producción local en favor de las grandes exposiciones itinerantes- algunos curadores y comisarias decidimos emprender una pequeña campaña crítica al respecto. Aparte de constatar que mucha gente considera ingénuamente que poner una firma en una carta es algo así como el summum del activismo, hubo algunos comentarios que bien merecen nuestra atención.
He aquí uno de los más significativos: “Si ellos se deshacen de toda responsabilidad con el entorno productivo, entonces eso nos da un enorme papel a los curadores, porque nos convertimos en agentes de traducción, en los interfaces del sistema. En el fondo, la nueva Sala Montcada nos puede beneficiar”.

O sea; por un lado, los curadores deben actuar de manera que protejan a los artistas de los vaivenes de la política cultural; por el otro, los curadores deben hacer de gestores entre el mundo de los artistas y unas instituciones sin ninguna intención de entender la práctica artística como el resultado de dinámicas sociales sino simplemente como objetos y conceptos que dan el necesario valor añadido a las infrastructuras que los acojen.

¿Qué papel tenemos los curadores en un mercado como el institucional, que se ha deshecho de toda política cultural, de toda planificación territorial, de toda responsabilidad en la educación artística? ¿Qué papel tenemos los y las comisarias cuando los sucesivos ministerios de cultura manifiestan diáfanamente que la única política cultural válida es aquella que es capaz de “reconocer los méritos de una obra y, sobre todo, los contenidos de una vida entera al servicio de las artes y el saber”? ¿es la política cultural la simple otorgación de premios? ¿o la creación de mecanismos al servicio de las prácticas sociales y culturales de determinadas comunidades?
Si los diseñadores se dedican a embellecer los productos del capital, a ordenarlos, a colocarlos en el disparadero comercial, a darles valores que, por defecto, van más allá del producto en sí, entonces deberíamos preguntarnos si los curadores no son lo mismo. ¿Hasta qué punto los curadores no somos más que diseñadores del arte, diseñadores audiovisuales, cuyos éxitos o fracasos se miden por la capacidad de dar al poder el espectáculo necesario para camuflar un hecho incontestable: que no existe institución alguna que se dedique a promover un arte que la cuestione? Esta elocuente verdad no deja bien parada la profesión, desde luego. El comisariado, desde esta perspectiva, es directo cómplice en la institucionalización de un modelo previsible de cultura.

¿A qué me refiero con el fin de la política artística?: Hoy la política cultural está al servicio de la compleja trama turística que existe en España. Se inauguran bienales de arte o se abren decenas de museos de arte contemporáneo en otras tantas ciudades, con presupuestos que hipotecan casi completamente la financiación de cualquier otro proyecto cultural en la ciudad o la región (los casos de Artium en Vitoria, el MUSAC en León, o el CAC en Málaga son recientes espejos). Esos museos no están allí para generar estructuras locales de creación, sino para convertirse en iconos de la ciudad gracias a sus arquitecturas; para acabar albergando determinadas colecciones de artistas famosos o para acoger exposiciones de corte internacional, altamente espectacularizadas y facilmente mediatizables en las rutas turísticas. La política cultural actual también responde directamente a los intereses de promoción urbanística y comercial, mediante la implantación de grandes equipamientos (Barcelona es un buen botón de muestra), o la creación de marcas político-financieras que son mecánicamente actualizadas como logos identitarios (Forum).

Nos referimos a políticas culturales que dan salida a las nuevas redes de negocio industrial tecnológico, o que visualizan formas de esponsorización mal trabadas. Resumiendo: las políticas culturales actuales responden al uso de la cultura como acicate y condimento para que determinados entornos económicos salgan beneficiados.

Dada esta situación de anomía institucional, el curador debe mirar el musgo más que la seta: debe facilitar las cosas para que el tejido cultural de una comunidad pueda representarse tal y cómo ésta desea, no dependiendo ni de formulaciones culturales impuestas (como se intuyen en las políticas municipales de Barcelona) ni de las ausentes políticas culturales que han provocado en buena medida este estado de cosas (como se constata en la política cultural de estado). Directores de museo prácticamente ausentes de los centros que dirigen y absolutamente desconocedores de las ciudades en las que éstos están.

Curadores a sueldo o directores artísticos, que van saltando de museo en museo, de aeropuerto en aeropuerto, y que si bien contribuyen a la fluidez de movimientos de los artistas y los museos en el mercado artístico, también acaban exponiendo obras sobre aeropuertos y sobre el impacto de las teorías tayloristas en los espacios laborales, por poner ejemplos bien conocidos por todos. En definitiva, prácticas que no responden a ninguna clase de política cultural. ¿Hasta qué punto el curador es buena parte corresponsable de esta situación?

La producción artística actual, alentada por un amplio sector del comisariado, busca casi en exclusiva, o bien, representar quimeras personales, o bien situar la imagen artística estrictamente en el ámbito del discurso institucional, puesto que sostiene, ilustradamente, que es allí dónde se legitima la cultura. El comisariado, por el contrario, debería dedicarse a la consecución de herramientas para facilitar la producción artística, en su sentido más social.

No es de recibo que, ante la situación de la política cultural actual, los curadores no adopten una posición verdaderamente crítica con su profesión y con las instituciones en las que se inserta. La crítica comisarial debe traducirse en la elaboración de mecanismos para que las comunidades creativas puedan disponer de las plataformas que desean, ya sean las que han creado autónomamente, ya sean las que se quiere crear para producir o promocionar sus prácticas.

La curaduría comprometida debe devenir comisariado crítico que desmantele parte o toda la estructura barroca, cortesana y formalista que ahoga las prácticas existentes o las ningunea en beneficio de las estrategias de los políticos o del mercado, y que conciben la cultura como un nuevo resorte turístico y económico o como una palanca para fijar marcas comerciales.

El curador crítico debe, ante todo, dejar de pensar en corrientes estéticas y en adivinar cuales de ellas tienen cabida institucional, y debería centrarse en ayudar a que las prácticas y usos creativos de muchos sectores de la sociedad (incluyendo los no estrictamente artísticos) puedan desplegar su potencial; debe favorecer la comprensión de esta situación entre los responsables institucionales; debe implicarse directamente en la defensa de los derechos laborales y representacionales de los artistas, creadores, colectivos y asociaciones; debe buscar nuevas fórmulas de financiación que conduzcan a una desinstitucionalización de los costes para que estos reviertan definitivamente en los actores productivos; debe desinstitucionalizar el contexto museístico en el que habitualmente acaban secuestradas muchas experiencias creativas; debe favorecer el experimento pero en directa relación con la experiencia existente que ha dado lugar al experimento; debe deshacer, y en profundidad, la perniciosa mentalidad formalista en la realización de exposiciones, potenciando la producción horizontal e investigadora de la muestra. El curador crítico debe aprovechar mucho más la creación de redes (Internet) por encima del fetiche del catálogo, cuya única utilidad, a menudo, es la propaganda institucional y la justificación promocional de la misma. Un comisariado libre debe dejar de pensar que no puede morder la mano que le da de comer; por muchas razones, pero la más importante es que esa mano no es la de la institución sino la del artista. Un curador consciente de la situación política de las artes (de su uso y de su abuso) debe tener presente que el 92% de la gente (que es el porcentaje de personas que nunca va a museos) no puede estar enteramente equivocada.

No se debe caer de ninguna forma en el populismo, pero sí infiltrarse en códigos no artísticos que están mucho más cerca de la gente: esto es; aprender a camuflarse en contextos externos a los tradicionales del arte para aportar las reflexiones.

El curador debe transmitir conocimiento, compartir información, contactos, apoyarse en redes ya existentes, y no intentar crearlas siempre de la nada. ¿Por qué, cuando preguntamos a un artista o curador español si da clases, casi siempre responde “afortunadamente soy del todo freelance”? En cambio, cuando le preguntas a un alemán, norteamericano o británico cómo basan el éxito de sus carreras, a menudo dicen que “dando clases en la universidad”. ¿De dónde viene este lastre genialista nuestro? ¿no será a que el artista y el curador triunfan gracias a su divorcio con la comunidad que los vió nacer? ¿Por qué artistas como los neoexpresionistas alemanes de los años 80 –de quienes en absoluto me siento cercano ni siquiera respetuoso- siguen dando clases en sus ciudades después de haber conseguido la fama absoluta?

El artista español (y el curador) ha desarrollado una conciencia por la cual la transmisión de información es una especie de traición, de la misma manera que los magos e ilusionistas tienen como principal anatema la revelación del truco, del secreto. Para que un artista sea reconocido en España debe situarse fuera de su comunidad: y normalmente se le considera famoso cuando ha conseguido algún éxito en el extranjero. Por ejemplo, los discursos artísticos de talante más “radical” o “comprometido” han sido promocionados a través del arte más joven, pero siempre en contextos internacionales, alejados de los elementos sociales que originalmente dieron lugar a esas reflexiones críticas.

El curador-crítico debe fundamentar su trabajo, en esta era de la transformación de la política cultural bajo el paraguas de la economía de servicios, en la transmisión de conocimiento y en la fuerza de ver cómo ese conocimiento se transforma a su vez en otras muchas cosas, artísticas o no artísticas, ¡qué más dará!

Jorge Luís Marzo