
El erróneamente denominado ‘cubo blanco’ representa esa museología tan típica del siglo XX que acaba imponiéndose en plena Guerra Fría de manera paulatina a partir de los años 50-60.
El mundo ha cambiado.
La situación política ha cambiado.
La cultura ha cambiado.
El arte ha cambiado.
Y, sin embargo, el ‘cubo blanco’ sigue siendo el mismo.
Desde hace algunos años vengo argumentando que el ‘cubo blanco’ como paradigma del museo del siglo XXI ha quedado desfasado.[1] Y ello no hace más que reflejar, en mi opinión, el fracaso del curador.[2] Aunque sé que el curador que esto lea, protestará a voz en grito, espero aportar los argumentos necesarios para validar mi tesis.
Para ser una época tan historicista con mucha querencia por el ‘archivo’, sorprende que el impresionante ‘archivo museológico’ generado entre 1870 y 1950 haya sido totalmente borrado o desterrado, tanto de los anales de la historia del arte como del museo contemporáneo. Tanto es así que hasta el propio concepto de ‘cubo blanco’ acuñado por O’Doherty es erróneo: siempre se llamó Die Weisse Wand o pared blanca en tanto en cuanto fue inventado en Austria-Alemania. Lo divertido es que todo el mundo tiene una opinión sobre el ‘cubo blanco’ sin haber leído más allá del exangüe panfleto de O’Doherty. ¡Hasta el mismísimo Hal Foster en After the White Cube se siente en la necesidad de expresar opiniones inocentes como que el ‘cubo blanco’ refleja una homeless condition cuando es precisamente la burda copia del apartamento burgués estilo Bauhaus de los años 20 y 30!

Es curioso cómo el mundo del arte sigue siendo uno de esos pocos ámbitos que se niega de manera feroz a revisar, reelaborar, actualizar y contextualizar su propia historia.
Lo más paradójico de todo ello es que la sociedad sí es receptiva a cuestiones de identidad, género, raza, sexualidad, feminismo o ecología, pero sigue usando el hetero-normativo y patriarcal ‘cubo blanco’ burgués. Y especialmente el curador especializado en estos temas.
Amnesia museológica colectiva
Tanto los cursos de curaduría de Bard College, Central Saint Martins o la Royal Academy (RA) o los famosos Museum Studies o estudios museológicos tipo Harvard, NYU o el Louvre han convertido al ‘cubo blanco’ en el dogma de sus programaciones. Y en ella el ensayo de la ‘ideología del cubo blanco’ de Brian O’Doherty adquiere particular protagonismo: un divertido relato cuyo autor ignora dónde se inventó el ‘cubo blanco’ ni por quién ni por qué.
Teóricos poco sospechosos como Carol Duncan, Allan Wallach, Pierre Bourdieu, Alice Goldfarb Marquis, Charlotte Klonk, Mary Anne Staniszewski, Peter Weibel, Margriet Schavemaker o Jacob Birken, entre otros, han coincidido en que el ‘cubo blanco’ tal como lo hemos heredado ha sido purificado de cualquier raza, género o identidad privilegiando exclusivamente al espectador burgués, hetero-normativo, patriarcal, occidental, blanco. Ellos no han usado el concepto hetero-normativo como yo, pero vienen a afirmar lo mismo.
Ya lo decía el charter o carta fundacional del MoMA: el museo es para que los patronos expongan sus pinturas. También lo recordó Paul Sachs en su discurso ante los Rockefeller, Whitney, Bliss, Guggenheim y otros trustees del MoMA el 7 de mayo de 1939, dos días antes de la inauguración oficial del nuevo museo en la Calle 53: “Sirviendo a las élites es cómo el museo alcanzará mucho mejor al gran público que de cualquier otra manera.”
¿Qué ocurre entonces cuando un curador inserta obra que trata temas de raza, identidad o género en ese ideologizado espacio formalista? La obra de arte sufre un proceso de sobre-estetización y, posterior, despolitización convirtiéndose en mercancía o commodity. Adorno lo dijo a su manera en el 53 en Valéry Proust Museum: el museo “personifica la neutralización de la cultura.” Curiosamente el discursive turn, una suerte de crítica institucional que apela a la innovación radical con respecto a la inclusividad y la participación, se olvidó totalmente de deconstruir el ‘cubo blanco’ o —parafraseando a la curadora del Stedelijk Museum de Ámsterdam Margriet Schavemaker— estéril modelo formalista. Al final, como dice Dieter Roelstraete, la crítica institucional no deja de ser más que un género o un ‘ismo’ que habla del deseo de pertenecer al museo.
Existe una amnesia museológica entre los profesionales del arte que impide que el campo curatorial progrese facilitando modelos alternativos. Parafraseando a Thomas Kuhn y su concepto de ‘paradigma’, bien podemos afirmar que existe un modo de pensamiento único, persistente, inalterable, que es considerado natural, tanto a nivel micro como macro, dentro de lo que constituye la gran narrativa del arte o su sistema de valores. Adicionalmente, el cubo blanco ejerce un efecto ideológico doble: arrasa el pasado y homogeiniza el presente. En otras palabras: funciona de manera anacrónica. Esta manifiesta amnesia con respecto al archivo museológico se traduce además en una ausencia de (re)conocimiento de aquello que los predecesores en el campo curatorial-museológico han articulado entre los fascinantes años 1870 y 1950. Es lo que Robert Merton denomina citation amnesia.
¿Por qué no hemos venido cuestionando la idoneidad del ‘cubo blanco’? ¿Por qué si las narrativas de la sociedad y el mundo del arte han cambiado en estos más de 60 años seguimos con un contenedor que recrea literalmente el apartamento Bauhaus de los años 30 con su ideología burguesa? ¿Por qué siendo el ‘cubo blanco’ la máxima representación del principio del l’art pour l’art no se nos ha ocurrido cuestionar si este tipo de museología formalista es aún capaz de acomodar las nuevas reivindicaciones cívicas, políticas, sociales y psicológicas del siglo XXI? ¿Por qué no nos hemos interesado seriamente por conocer la historia del museo y, en particular, del ‘cubo blanco’ siendo estos los espacios con los que normalmente trabajamos? ¿Y por qué, en resumidas cuentas, sigue siendo el ‘cubo blanco’ un paradigma inamovible?
Desde el desconocimiento hasta el miedo a saltarse el dogma y salirse de lo comúnmente aceptado y aceptable, la pared blanca otorga un extraño sentido de continuidad. Es sobre todo muy cómodo dado que el fondo supuestamente neutro hace la transición de una exposición temporal a otra muy fácil. Y también tenemos la cromofobia u odio al color —según David Batchelor— de Occidente: el color vilipendiado, marginalizado y estigmatizado sistemáticamente desde la mismísima antigüedad (Aristóteles, Plinio, Kant, Rousseau, Bernard Berenson o Charles Blanc) y tildado de femenino, oriental, primitivo, infantil, vulgar, queer o patológico. El color entendido entonces como el otro u otredad a los altos valores de la cultura hetero-normativa occidental.


Los experimentos ‘ante-cubo blanco’ entre 1870 y 1950
Tanto Mary Anne Staniszewski en The Power of Display como Victoria Newhouse en Art and the Power of Placement nos demuestran de manera convincente cómo la manera de colgar la obra de arte en el espacio expositivo determina de manera profunda la apreciación, recepción e interpretación de la misma. Y es que hubo una época dorada entre 1870 y 1950 que fue auténticamente revolucionaria, contestaria, innovadora, arriesgada: prácticamente cualquier tipo de movimiento artístico tenía su propio montaje, siendo el ‘cubo blanco’ un montaje minoritario.
Recordemos los extraordinarios montajes ambientales de James McNeill Whistler en 1870 y los diseños impresionistas de Edgar Degas en Paris entre 1874 y 1886 o los Period Rooms de Wilhelm Bode entre 1890 y 1910 en Berlín; los primeros montajes expresionistas de Erich Heckel y Ernst Ludwig Kirchner para Die Brücke entre 1906 y 1910 en Dresde; los montajes dadaístas de Grosz, Heartfield y Hausmann en el Berlín de 1920; los cuartos atmosféricos progresivos de Alexander Dorner en el Provinzialmuseum de Hannover de los años 20; el revolucionario Gabinete Abstracto de El Lissitzky para el Provinzialmuseum de Hannover del año 1927; el sofisticado montaje de Herbert Bayer y Walter e Isa Gropius para la exposición Bauhaus 1919-1928 en el MoMA del año 1938; la museología de André Breton y Paul Éluard para la Exposition International du Surréalisme en la Galerie des Beaux-Arts de George Wildenstein también en el año 1938; el sofisticado concepto de Frederick Kiesler para la galería Art of this Century de Peggy Guggenheim y el efectista montaje de las cuerdas de Marcel Duchamp para la icónica First Papers of Surrealism en la White Reid Mansion de Nueva York, ambos de 1942.

Genealogía del cubo blanco: 1900-2025
Podemos reconocer 6 fases en la historia del ‘cubo blanco’.
La primera fase viene marcada por los primeros experimentos con el ‘cubo blanco’ por parte de Josef Hoffmann y Koloman Moser, miembros de la SECESIÓN VIENESA, realizados entre los años 1900 y 1912. Hoffmann y Moser no solo formarían al también austriaco Eduard Josef Wimmer-Wisgrill sino también ejercerían gran influencia sobre muchos profesionales alemanes como Peter Behrens y Fritz Helmuth Ehmcke.
La NATIONALGALERIE BERLIN se erigirá en la segunda fase o foco de influencia entre 1906 y 1933 impulsada por los experimentos de Peter Behrens, Hugo von Tschudi y Ludwig Justi. Bajo la égida de la Nationalgalerie de Berlín se abriría un campo de experimentación inaudito que convertiría a Alemania en la promotora de la museología moderna haciendo notar su influencia en los museos alemanes, en la BAUHAUS, en el MUSEUM OF MODERN ART (MoMA) de Alfred Barr, como también en la mismísima documenta de Arnold Bode. El montaje de Peter Behrens para la exposición Jahrhundertaustellung (1906-07) constituye el primer experimento de ‘cubo blanco’ en un museo.
La tercera fase del ‘cubo blanco’ gira en torno a la BAUHAUS y cubre los años 1919 hasta 1938, aunque su impacto se prolongue en el tiempo llegando hasta la actualidad. Walter Gropius, Mies van de Rohe, Marcel Breuer, Lilly Reich y Karl Schneider entre otros tendrían un impacto enorme en el desarrollo y perfeccionamiento del ‘cubo blanco’ a través del diseño de apartamentos y villas para las élites burguesas, el diseño de exposiciones temporales, tiendas y escaparates y, finalmente, la construcción de museos de arte. Gracias a la Bauhaus la estética del ‘cubo blanco’ invade todas las esferas de la vida moderna y contemporánea.
Y en este momento del relato llegamos al MUSEUM OF MODERN ART (MoMA) de Alfred H. Barr que representa la cuarta fase del desarrollo del ‘cubo blanco’: la fase de perfeccionamiento y progresivo afianzamiento como la museología preferida en Occidente. El MoMA de Barr se convierte en el absoluto protagonista, tanto desde un punto teórico como museológico, entre los años 1929 y 1959, aunque su impacto seguirá notándose hasta finales del siglo XX. Las icónicas exposiciones de Barr tipo Cubism and Abstract Art (1936) —que supuso la primera y cuasi perfecta manifestación de lo que es el ‘cubo blanco’ hoy—, Fantastic Art, Dada, and Surrealism (1937) o Picasso: 40 Years of his Art (1939-40), como también la inauguración del nuevo edificio modernista en la Calle 53 de Goodwin y Durrell Stone en el año 1939 (ya con la definitiva versión del ‘cubo blanco’ tal como hoy la conocemos), tuvieron un impacto no solo en la escena norteamericana, sino también a nivel internacional.
La quinta fase del ‘cubo blanco’ figura bajo la órbita del GUGGENHEIM MUSEUM de Nueva York inaugurado en el año 1959 y se alarga hasta finales de los 90, llegando incluso hasta bien entrado el siglo 21 bajo el denominado “síndrome Guggenheim”. Y es entonces en los 60 cuando el icónico y extraño edificio del Guggenheim bajo James Johnson Sweeney empieza a convertirse en polo de atracción del arte internacional con la propuesta de pintura no objetiva.
Y de ahí saltamos a la sexta fase o fase actual bajo la batuta de la TATE MODERN de Herzog & De Meuron (2000), cuya ideología de ‘cubo blanco’ galopa a lomos de la infatigable globalización neo-liberal inspirando y alentando las programaciones de museos de los cuatro rincones del planeta tierra. Bajo la alargada sombra de la Tate Modern han ido surgiendo museos como champiñones, cuya repercusión tanto cultural como turística aspiran a reproducir: desde el MAXXI Roma (2010), el Zeitz MOCAA Africa Cape Town (2017), M+ Museum Hong Kong (2021) al Istanbul Modern de Renzo Piano (2023).
Resumiendo podríamos argumentar que hay dos grandes bloques: el bloque austríaco-alemán de la Secesión vienesa, la Galería Nacional de Berlín y la Bauhaus entre 1900 y 1930 que inventa, experimenta y desarrolla el ‘cubo blanco’ y luego el bloque Alfred Barr-MoMA que lo ajusta y perfecciona para representar la ideología formalista del arte. Después de Barr, tanto el Guggenheim como la Tate Modern se convierten en incansables promotores del ‘cubo blanco’, mas no aportan ninguna evolución teórica o museográfica, más bien involución.
Es importante analizar la labor de Alfred H. Barr dado que en sus manos se opera un cambio drástico del ‘cubo blanco’ al no solo representar la ideología burguesa sino también asociarla en exclusiva al canon formalista de la historia del arte. Un canon formalista que en Norteamérica recorre la siguiente línea roja: Bernard Berenson-Benjamin Ives Gilman-Paul Sachs-Alfred Barr-Clement Greenberg-Michael Fried-Rosalind Krauss-Barry Schwabsky.
Alfred Barr: el misionero del formalista ‘cubo blanco’
Como bien nos recuerda Sybil Gordon Kantor en Alfred H. Barr, Jr. and the Intellectual Origins of the Museum of Modern Art, fueron los avanzados museos alemanes de Essen, Hamburgo, Berlín, Dresde, Stuttgart, Halle, Frankfurt, Colonia, Múnich, Darmstadt y Mannheim de los años 20 y 30 los que sirvieron de inspiración para su MoMA. Ahora bien, será también Barr el que afine, perfeccione y, finalmente, plasme el diseño final del ‘cubo blanco’ entre 1936 y 1939. En otras palabras: el ‘cubo blanco’ de hoy no ha conocido ningún tipo de evolución limitándose a ser una copia o reproducción del suyo.
Barr bebe de las ideas formalistas de Charles Rufus Morey, Frank Jewett Mather y Paul Sachs. La historia del arte se convierte en un progreso de las formas internas, más que un fenómeno sujeto a injerencias sociales, políticas o personales. Es el concepto de connoisseurship manejado por Paul Sachs, que a su vez se basó en Bernard Berenson, quien a su vez se basa en Giovanni Morelli: la evaluación directa de la obra de arte sin considerar la autoría. Los famosos “valores táctiles” berensianos: “La historia del arte debería ser estudiada y liberada —argumenta Berenson— lo más posible de irrelevancias de anécdotas personales para basarse en un análisis cualitativo.” Así, Barr concibe una historia estilística del modernismo basada en elementos formales como línea, plano y forma.
En el verano de 1933 Barr visita Alemania. Asiste a la llegada al poder de los nazis y la consiguiente opresión y censura de las vanguardias, entre ellos los cubistas, Kandinsky y Mondrian. Con la exposición Cubism and Abstract Art del año 1936 Barr otorga al Cubismo la importancia primaria con respecto a otros movimientos artísticos: es el Cubismo el que había conducido hacia la abstracción. Así, en el catálogo Barr afirma que “las primeras manifestaciones del arte moderno estaban ‘obsesionadas’ con el problema de la abstracción” (el mismo que había obsesionado a los pintores renacentistas con el realismo y la perspectiva lineal).
Durante los años de la Guerra Fría en los 50-60 los políticos usan la abstracción como instrumento de propaganda en su lucha ideológica contra el comunismo y el realismo socialista, como nos explicó Serge Guilbaut con todo lujo de detalles. No es hasta finales de los 60 que paulatinamente se acaba imponiendo una pluralidad de estilos. El artista consigue entonces escapar la jaula del arte abstracto. Y sin embargo el mundo del arte es aún hoy incapaz de escapar la jaula formalista del ‘cubo blanco’…
El modelo Harald Szeemann: el curador como narrador
Aunque no me interesa particularmente el enfoque formalista de Alfred Barr ni su museología del ‘cubo blanco’ porque pienso que ya no tienen mucho sentido en pleno siglo XXI, he de reconocer que su sombra es alargadísima.
Y es que por mucho que miremos a los curadores de post-guerra de los años 60 y 70 —desde Dorothy Miller, James Johnson Sweeny, Arnold Bode, William Rubin, Kynaston McShine, Willem Sandberg, Pontus Hultén, Rudi Fuchs, Lawrence Alloway, Jan Hoet, Harald Szeemann, Marcia Tucker, Lucy Lippard— o a otros más recientes tipo Francesco Bonami, Catherine David, Okwui Enwezor, Carolyn Christov-Bagarkiev, Nicolas Bourriaud, Charles Esche, Iwona Blazwick, Hans-Ulrich Ubrist o Cecilia Alemani, simplemente no están a la altura de Alfred Barr. ¡Ni desde un punto de vista teórico ni menos aún desde un punto de vista museológico/museográfico!
Alfred Barr es el último gran curador o Gesamtkurator: aquel que reúne las cualidades de narrador, museológo y diseñador de exposiciones. Sin embargo, las escuelas de curaduría lo tienen olvidado prefiriendo idolatrar a Harald Szeemann. Y lo que hoy impera como modelo curatorial es el modelo Harald Szeemann: el curador-narrador a secas. Los famosos curatorial studies de Bard College empiezan en los años 60… como si el curador no hubiera existido anteriormente. No es de extrañar que los señores de Bard produzcan curadores escasamente preparados para la profesión con una formación mediocre cuyo sino no es más que afianzar de manera acrítica el neoliberal ‘cubo blanco’.
¿Cómo hemos llegado a esta situación?
Aparte de formación inapropiada de las escuelas de curaduría y cursos de museología, libros de curaduría como Men in Black: Handbook of Curatorial Practice de Christoph Tanner y Ute Tischler; Foci: Interviews with Ten International Curators de Carolee Thea y A Brief History of Curating de Hans Ulrich Obrist nos revelan que, básicamente, el curador habla de sus exposiciones en un tono auto-congratulatorio, lanza absurdos pseudo-conceptos como the curatorial de María Lind, se regodea a menudo en la faceta activista de la profesión sin aportar ningún perspectiva museológica/museográfica de alcance histórico o recurre al manido y ‘hagiografiado’ Harald Szeemann y la icónica Live in Your Head-When Attitudes become Form. Para el catedrático alemán Félix Vogel, el problema con el discurso curatorial es “que se basa en exclusiva en las exposiciones a partir de 1960 en adelante. Esta limitación nos muestra que el concepto de exposición dentro del aparataje curatorial solo va ligado al curador mientras que se distancia de exposiciones en contextos de museos tradicionales o que toman como punto de partida la colección permanente.”
Harald Szeemann era un gran narrador, pero la museología y el diseño expositivos de sus exposiciones eran pésimas. Mas como él inventó la profesión del curador independiente hizo lo que le vino en gana. El remake de Germano Celant para la Fundación Prada en Venecia en el año 2013 mostraba divinamente el divertido al tiempo que patético caos del montaje. (El mundo del arte, y los críticos de arte en particular, se limitó a decir “¡Si, Bwana!” de manera infantil.) Pero también la documenta 5 de 1972 de Harald parecía más bien una feria de arte y a-Historical Soundings en el Boijmans van Beuningen en el año 1988, como todas sus exposiciones, era arbitraria y de tradicional ‘cubo blanco’.
Esta amnesia colectiva del archivo museológico no solo afecta al curador, sino a todo el eco-sistema del arte. Desde que Szeemann tomara las riendas, el curador se hizo amo y señor encargándose también del montaje expositivo. Algo para lo que no está ni entrenado ni formado forzándole a aferrarse al repetitivo y anti-creativo ‘cubo blanco’. ¡El curador internacional va a morir al Arsenale, el patrio a la Sala Alcalá 31!
Barr le confiaba al historiador de arte Edward Stauffer King en un carta fechada el 10 de octubre de 1934 que “Siento que colgar pinturas es muy difícil y requiere mucha práctica […] Pienso que estoy entrando en la segunda fase del montaje cuando puedo experimentar con la asimetría. Hasta entonces solo seguía el método convencional de la simetría.” Jamás oirás hoy a un curador o curadora plantearse la más mínima duda sobre su montaje…
El hetero-normativo apartamento burgués Bauhaus de los años 20 y 30
El ‘cubo blanco’ es la personificación del espectador hetero-normativo, patriarcal, occidental, blanco. ¿Quiénes figuraban en los consejos de los museos tanto en Alemania como en Estados Unidos? ¿Quiénes fueron los que crearon el MoMA? Recordemos el clarividente discurso de Paul Sachs sobre las élites arriba mencionado.
En su maravilloso libro Civilizing Rituals: Inside Public Art Museums (1995), Carol Duncan nos venía a recordar que el espectador ideal del museo era el cultivado espectador masculino que aún “continúa ejerciendo su privilegio patriarcal celebrado como alta cultura pública.”
Y como sabemos a través del ensayo Myth and Reality of the White Cube de la historiadora alemana Charlotte Klonk, al referirse a la monocroma pared blanca del Kronprinzenpalais de Berlín diseñada por Ludwig Justi, nos confía lo siguiente:
“La habitación era de hecho un cubo blanco, sin embargo el modelo no era el neutro espacio del museo, sino el elegante interior contemporáneo del estilo Bauhaus que Justi había visto por primera vez en las casas de sus amigos y coleccionistas que mostraban arte contemporáneo. Por ejemplo, la casa que Marcel Breuer había diseñado para Von der Heydt [1929] en el campo de golf de Wannsee en las afueras de Berlín o la Casa Lange [1927] de Mies van der Rohe en Krefeld. Tanto el banquero Eduard von de Heydt como el empresario Hermann Lange eran en aquel momento sponsors activos de Justi en la Nationalgalerie de Berlín.”
Klonk no lo puede decir más claro: ¡el ‘cubo blanco’ no es más que la recreación literal del apartamento burgués estilo Bauhaus de finales de los años 20 y principios de los 30! No deja de tener ironía la avalancha de teorías como el ‘museo emancipado’, ‘la museología crítica’ o el ‘museo situado’ sin que sus autores se hayan planteado deconstruir el poco democrático y elitista contenedor burgués. ¡Lo que demuestra una vez más que el lenguaje revisionista jamás tiene impacto alguno en el museo!
¿Qué sentido tiene exponer obras de arte que abordan conceptos como identidad, género, raza, feminismo, queer y no-normatividad en un espacio principalmente dirigido a un espectador hetero-normativo burgués? La contradicción es cruel.
Whitney Birkett afirma que “si el cubo blanco una vez fue revolucionario, hoy se ha vuelto estático elevando el arte por encima de sus terrenales orígenes, alienando a los espectadores no expertos y afianzando las relaciones de poder tradicionales.” Para Schavemaker debemos concebir “exposiciones que desautoricen el modelo de cubo blanco relegando el significado artístico o estético en favor de historias invisibles y biografías escondidas.” Y acaba rematando: “Mientras que nuevos cubos blancos continúan apareciendo a lo largo y ancho del planeta, el museo ha de hacer cualquier esfuerzo por reinventarse a sí mismo con el fin de encajar en una sociedad cambiante en la que la insistencia en viejos enfoques ya ha dejado de ser una opción.”
Mi transgresora idea de que el hetero-normativo cubo blanco está desfasado no encaja aún en nuestra manera de pensar el mundo. Simplemente no está dentro de nuestro Horizon of Expectation koselleckiano: no es algo que sea probable o predecible de acuerdo con las categorías o discursos que condicionan el sistema del arte actual y que muestran una clara inhabilidad para asimilar a corto plazo conceptos nuevos ajenos a aquellos que le son profundamente familiares. El curador hoy sigue sin tener un conocimiento sólido acerca de la compleja historia del ‘cubo blanco’. Y lo más divertido es que se resiste a investigar y desentrañar el misterio para superar ese impasse. ¡Hasta tal extremo que la aplastante mayoría de las tesis doctorales sobre el ‘cubo blanco’ carecen de una bibliografía creíble más allá de la mención del bobalicón ensayo de O’Doherty!
Por más que siga aportando argumentos desde el 2016, me queda claro que el curador —ni el mundo del arte en general— está aún preparado para superar el ‘cubo blanco’. Y es ahí donde radica la causa principal de su fracaso. Su labor es repetitiva, reduccionista y autómata.
Mas terminemos con una nota humorística: me imagino el año 2151 en el Planeta Tierra mientras unos extraterrestres nos observan desde su nave espacial con semblante atónito al comprobar que hasta la mismísima Inteligencia Artificial (IA) acabó adhiriéndose mansamente al ‘cubo blanco’…
Si eres curador, te digo como me dice mi ‘profe’ de tenis cuando fallo un drive: don’t be sorry, be angry! Y, sobre todo, no disparen al pianista como en el viejo Chicago, hace lo que puede…
Paco Barragán
Publicado originalmente en artepuntoes
Notas
[1] Véase los artículos Paco Barragán, “¿Por qué Brian O’Doherty sigue sin tener mucha idea del cubo blanco?”, ARTISHOCK (30 de mayo de 2021); Maribel Castro: “Paco Barragán: el cubo blanco está muerto”, ARTISHOCK (8 de mayo de 2022); Paco Barragán, “El ‘cubo blanco’ como el nuevo kitsch”, Revista BeCult (23 de febrero de 2024); Paco Barragán, “El heteronormativo cubo blanco (O por qué el museo no es más que la burda representación del hogar burgués”, eLAnuario, no. 6 (2024), 30-36; y las conferencias “The White Cube Paradox or, How the Museum Exercises Censorship in the 21st-Century”, King’s College, Londres (12 de marzo de 2024); “El fracaso del cubo blanco”, UVNT, Madrid (9 de marzo de 2024); y “La historia del formalista ‘cubo blanco’: del museo moralista del 19 al museo cívico del 21”, Escuela de Artes Plásticas y Diseño (EAPD), San Juan de Puerto Rico (21 de noviembre de 2024).
[2] Entiéndaseme bien: cuando hablo del curador, también me refiero al director de museo, al artista, al galerista, al crítico de arte o al historiador de arte dado que todos ellos trabajan con el mismo contenedor.