ejercicio de agrimensura



 

“Hay una jaula que anda buscando un pájaro”

—Franz Kafka

 

“Soy una jaula en busca de un pájaro”

—E.E. Cummings

 

¡Oh, qué cosa extraña es hablar de poesía! Al oír esa palabra me veo acosado por dos imágenes. Una es la de un personaje callejero que interpela a los transeúntes, sobre todo a las parejas, y les ofrece una fotocopia donde a simple vista se muestra un conjunto de palabras alineadas en forma de verso; el personaje mercadea su producto diciendo “un poemita, un poemita”, y éste diminutivo sumado a una facha de bohemia metalera, me hacen dudar de sus productos (que además me recuerdan una costumbre trajinada que consiste en dar forma de poema a los textos para intentar producir, sin mayores logros, poesía). La otra imagen que me da la palabra poesía no tiene imagen, es decir, me exige no llegar a una imagen y esto —para alguien acostumbrado a darle forma visual a sus ideas— es un reto (y a la vez un escape). Por ejemplo, un poema dice la frase “la lámpara estudiosa” y lo primero que hago es darle forma a esa idea, y surge una lámpara disneificada, con gafas, ojos y unos pequeños bracitos que sostienen muy juiciosos un libro abierto; pero sospecho que “la lámpara estudiosa” me pide otra cosa, su código no parece tener como único fin el de generar una imagen y mi comprensión, habituada a la ilustración, se torna insuficiente. Lo admito, no sé que hacer con la palabra poesía; por un lado me quedo en lo craso y en vez de ver a un poeta maldito veo a un maldito poeta, veo algo cursi, banal y sin vuelo, y la poesía se convierte en algo pesado que me abochorna. Y por otro lado, veo que no veo: una ceguera me libera de la forma dejándome ante un arte mental donde debo hacer cálculos etéreos; a través de la poesía me encierro en un espacio flotante lejano a la vida cotidiana; la poesía me exige escapar a ésta existencia prosaica para ir a un lugar donde hay una lengua solemne que no corresponde al español, ni al inglés, ni al francés, ni al latín, sino a una lengua que me hablan las cosas mudas y con la que deberé, tal vez, desde el fondo de la tumba, justificarme, sin palabras, ante un juez desconocido; ante la presencia de la poesía no debería escribir un texto, ni siquiera pensar, sólo creer; y al mundo entero debería bastarle una sola exclamación de éste escribidor: “¡Oh, qué cosa extraña es hablar de poesía!”

Para un amanuense del lenguaje que tiene como tarea escribir un texto sobre la exposición Polaris, la palabra poesía parece ser un regalo de los dioses (tal vez, dentro de todo el ciclo de exposiciones del premio Luís Caballero, la exposición Polaris será la que menos discursos produzca —a veces se escribe más sobre una obra, no porque la obra sea relevante al arte, sino porque ciertos elementos de la obra fluyen, de manera dúctil, por los caminos retóricos de la comunicación). Afirmar que la exposición Polaris es poética es tal vez la mejor manera de resolver el texto; pero, para una lectura insaciable, esa afirmación sólo será el comienzo de un problema: entregarle la nominación de una obra al dominio de un único adjetivo es una manera de restarle poder a su contingencia. Y así como al afirmar que una obra es sutil o que una obra es irreverente y por algún motivo, con sólo decirlo, la obra descrita parece ser menos sutil o deja de ser irreverente, de igual manera, la aventura de decir que Polaris es una exposición poética, parece una manera efectiva de restarle poesía (“en el poema sobre el amor no se escribe la palabra amor”).

Un escritor decía, no sin cierto fatalismo, que al traducir un poema sólo se pierde una cosa, la poesía; si se asume la escritura sobre una obra de arte como un proceso de traducción hay que tener cuidado al traducir la obra a palabras y es necesario dejarle al lector algunas señales claras de ésta cautela. Pero también, por otro lado, toda crítica o traducción, puede ser considerada como una prueba más para la constitución de una obra, y así lo que se escriba sea una nota de prensa, una reseña, un panegírico, un tratado, un rumor, o un libelo anónimo hecho con alevosía, ese algo que sobreviva a las traducciones y traiciones de la interpretación, será una muestra clara del tenor de lo expuesto. Entonces, como ejercicio, no diré que la exposición Polaris es poética, buscaré mejor una maquinación que me permita oscilar y acercarme al detalle o alejarme cuando haya necesidad de ver el conjunto; buscaré un lente que le de escala a mis ideas y corrija mi presbicia y miopía; y también, a través de una forma, podré poner en juego la exposición con respecto a algo concreto, pues las cosas siempre significan algo en relación a otra cosa y no sólo en si mismas (las obras no tienen sentido, hay que darles el sentido). Buscaré un ejemplo material que me permita meditar sobre Polaris y que a la vez, cuando mi prosa abuse del lirismo, la materialidad del ejemplo, como un ancla, me baje de la nube y me mantenga con los pies sobre la tierra. Diré, entonces, y sólo como se dice una cosa más —de tantas cosas posibles—, que Polaris es una cosa parecida a un mapa. Y no siendo más, pues el lector ya querrá, luego de tres párrafos, entrar en materia, y hay que ser breve, pues seguir extendiéndose en introducciones sería gastar inútilmente el día, la noche y el tiempo. Así, pues, como quiera que la brevedad es el alma del talento, y que nada hay más enfadoso que los rodeos y perífrasis… seré muy breve y procederé a triturar la obra (para usar la palabra que un crítico acuñaba al referirse a ese ejercicio algo tedioso —pero necesario— que implica describir en palabras lo que se tiene enfrente).

La exposición Polaris puede ser un mapa. Sobre el espacio curvo de la Galería Santa Fe se han puesto en juego dos formas de mapear; una nos recuerda la forma a la que nos tiene habituados la costumbre, es decir la de una visión omnipotente o extraterrestre que mira al mundo, de un solo vistazo, desde el cielo —igual a todos esos mapas geográficos que cuelgan en las paredes de las agencias de turis
mo. El otro mapa es afín al espacio curvo y longitudinal de la galería y ésta experiencia de mapear correspondería a la labor de señalar un recorrido.

Para la forma que concibe la cartografía como un reflejo o acercamiento de la tierra hacia el cielo, la exposición Polaris muestra varias agrupaciones de mapas, compuestas por series de fragmentos de papel, que han sido dispuestas con gran cuidado sobre la pared curva que da al exterior de la sala —solamente un fisgón podrá notar que cada uno de los papeles ha sido pegado a la superficie sin más ayuda que la de una discreta cinta adhesiva. Estos conjuntos de papeles son blancos y de un papel ligeramente grueso y liso (aunque sobre el papel parece haber unos dibujos de líneas horizontales o manchas muy tenues que amplían el espectro de lenguaje del blanco). El orden con que están dispuestos los fragmentos parece generar el efecto achatado de una anamorfosis, es decir, de una imagen que varía según el ángulo de la mirada; por un momento los fragmentos parecen construir un sola imagen de un territorio, pero los conjuntos de papel no ayudan, son inconstantes, a veces sus partes están justificadas a la izquierda y otras veces a la derecha. A lo anterior se suma que los espacios entre papel y papel no siempre concuerdan y, muchas veces, al intentar a simple vista hacerlos cazar señalan una pieza faltante. Pareciera como si un cartógrafo juicioso hubiera encontrado un mapa hecho trizas e intentara, una y otra vez,  de manera infructuosa, volver a abarcar el territorio para hacerlo coincidir con el fetiche de una imagen final. Polaris podría ser un rompecabezas paradójico donde las partes no se funden con el todo; los vacíos en el mapa podrían ser zonas donde ciertas lagunas, o vacíos en la memoria, muestran las fronteras de toda empresa que intenta colonizar un territorio a través de una imagen. Polaris, como todo arte que practica la oscilación, da elementos y luego, para mantenerlos en juego, los pone en duda: al mirar la sala parece haber nada, pero luego se ven unos papeles blancos; al mirar los papeles blancos parecen construirse una formas, pero al tratar de ensamblarlas en una sola imagen mental —en un sólo territorio—, las separaciones entre forma y forma hacen que enfocarlo todo sea inútil. El mapa de Polaris parece haberse construido evitando el proceder terco de un antiguo Colegio de Cartógrafos que para demostrar el rigor de la ciencia, levantaron un mapa de un imperio, que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Polaris, antes que ser un prepotente ejercicio de cartografía se la juega por ser un mesurado ejercicio de agrimensura, y con la veracidad que da el conocimiento de la forma, da cuenta de los límites de las ambiciones humanas (la exposición es una lección de medición importante, ahora que hay tanto artista que somete y justifica sus mediciones bajo los cánones de la etnografía o de los estudios culturales, y que pretende, gracias a un cientificismo pueril, cubrir a todos los habitantes del planeta bajo el manto de una “obra” o colcha erudita de retazos). Un elemento importante de los fragmentos de papel de los mapas son sus bordes y la manera en que fueron cortados: los cortes verticales, o en su mayoría transversales, fueron hechos de manera de irregular, y dejan ver el gesto de una rasgadura; los cortes horizontales están hechos de una manera limpia y precisa. El contraste entre éstas dos maneras de cortar, o de desmembrar una superficie, es claro y decidido; la forma en Polaris no es sólo un medio para la expresión de un contenido —unos trozos de papel que pueden ser mapas, o un dibujo en negativo donde las líneas podrían ser calles, avenidas, ríos o fronteras— la forma en Polaris es su poder de atracción.

La Galería Santa Fe tiene una extensa pared sobre la que Polaris acentuó otra forma de mapear, y usando la continuidad de la superficie —casi como un rollo extendido— se hizo, mediante el sonido, un mapa de recorrido. Alternando con los conjuntos de figuras de papel (o de mapas como me he atrevido a llamarlos) hay una serie visible de pequeños parlantes; son más de diez pero menos de 20,  tienen forma cuadrada. La singladura de los parlantes parece ser la misma de los mapas; a veces los parlantes están muy cerca —en la mitad de la sala hay dos que están casi juntos— y otras veces van muy separados. Hay otros parlantes que no son visibles y que están escondidos en el techo, sobre una zona no iluminada (para el que gusta de la estadística una información oficial da cuenta de 47 parlantes y 983 dibujos sobre papel). En el espacio se puede oír el canto de unos pájaros, pienso que es el de una especie que abunda en Bogotá, tal vez son copetones. Los pájaros repiten lo mismo una y otra vez. Y la repetición es importante, pues si bien mi conocimiento de la ornitología es limitado —“la estética es para los artistas, lo que la ornitología es para los pájaros” decía un pintor de superficies norteamericano—, me parece que esos pájaros conversan entre ellos repitiendo una y otra vez variaciones de la misma tonada; intentar traducir a palabras el canto del pájaro mediante una larga onomatopeya me produce pudor, prefiero convidar al lector a ir a un parque de Bogotá —por ejemplo, al Parque de la Independencia, que es vecino a la Galería Santa Fe— y darse un tiempo para oír con atención; creo que rápidamente, gracias a la repetición, se reconocerá el sonido de estos pájaros. Un pájaro canta y al instante, cerca o lejos, otro le responde, la exposición usa ese diálogo, alternándolo a lo largo de toda la galería, para entender los elementos que componen un recorrido; para poder mapear el espacio y el tiempo Polaris recurre a la lógica de la triangulación. El sonido de los pájaros, como la presencia de los mapas, también es variable; a veces hay largas pausas de silencio, o suena un ruido indistinguible y reverberante que interrumpe la emisión de los animales (podría ser el ruido del tráfico o de un temblor). La exposición, con formas de papel y sonido intenta medir un territorio tan impreciso como lo son las emociones —en algún momento acerque mi oído a la pared, pues no sabía si el sonido de los pájaros venía de los parlantes o de afuera—. Para dar prueba de las cualidades extrañas e insulares del terreno de la instalación que se muestra en la Galería Santa Fe, la zona de medición fue llamada Polaris.

 

“Se ha detenido un pájaro en el aire”

—Octavio Paz

 

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2 Notas al margen

 

1. Los pájaros y los días

En 1994 se hizo una exposición llamada No Salgas al jardín en la Galería Santa Fe. Era una muestra con obras individuales de Wilson Díaz y Delcy Morelos. La obra de Díaz aprovechaba al máximo la vista que se ve desde la galería pues en esa época las paredes, que ahora cubren las ventanas, podían ser removidas. Repartidos entre los muchos árboles que rodeaban al planetario aparecieron una serie variopinta de pájaros hechos sobre láminas de metal con pintura de esmalte y gran colorido; adentro de la sala, iluminadas a plenitud con la luz del día, había dos copias de la pintura Placer de René Magritte. Los cuadros eran lo único que daba cuenta de la participación de Díaz dentro de la sala de exposición.

 

2. Algo de crítica institucional

No se justifica que se cobre la entrada a la Galería Santa Fe, o se justifica sólo si la boleta de admisión para ver las funciones del planetario sirve también para ver las exposiciones de arte. Durante un largo periodo de tiempo, la entrada a la Galería Santa Fe fue gratuita y el público que asistía al planetario a ver las proyecciones de los astros aprovechaba el tiempo que le quedaba libre para ver las exposiciones. Gran parte del crecimiento de la Gerencia de Artes Plásticas del Instituto de Cultura y Turismo se debió a los indicadores positivos que dieron las cifras de asistencia a la Galería Santa Fe. Hubo un tiempo en que la galería fue el espacio de arte que contaba con más visitantes del país, sin importar que la mayoría de su público fuera cautivo y que entrara a la sala más motivado por el ocio y la curiosidad que por un adoctrinamiento cultural (un hecho saludable si aceptamos que hay cosas que se aprenden en distracción). Ahora, cada vez que he ido a las exposiciones la sala está vacía y algunas veces he tenido que esperar a los celadores para que me vendan la boleta o abran la exposición. Creo, y espero estar equivocado, que cobrar la entrada a la Galería Santa Fe no obedece a una política de rentabilidad; creo que obedece más a una política burocrática que busca filtrar el acceso a la sala. Una familia que va al planetario no va a pagar una boleta adicional para ir ver esa “cosa rara” que es el arte; una visita de colegio no va a pagar un monto extra que no se tenía planeado; un diletante que anda con una “escasez grave de efectivo” lo va a pensar dos veces antes de entrar al planetario; y de está manera, mediante el mecanismo de exclusión de la boleta, la burocracia y celaduría responsables por la Galería Santa Fe aligeran su carga laboral al mantener sin público esa área del planetario; es más, y nuevamente espero estar mal informado, se empezó a cobrar la entrada a la Galería Santa Fe luego de que dos cámaras de seguridad que habían sido montadas en la sala dejaron de funcionar. La cámaras siguen instaladas en el centro de la sala —cuando funcionaban lo hacían sin pudor, se movían, hacían ruido y parecían formar parte de una video instalación—. Es perverso que una administración política que ha usado como frase de campaña el lema “Bogotá, sin indiferencia”, use una boleta de admisión como mecanismo de exclusión para camuflar un desgreño administrativo. Escogí hacer una serie de textos sobre el Premio Luís Caballero porque pienso que es la única instancia expositiva que hay en la actualidad donde es posible escribir sobre exposiciones sin que el polo de atracción de la crítica institucional haga que los textos que comienzan por la obras terminen convertidos en quejas de un índole politico–administrativo; con esta nota hago una pequeña excepción, pues me parece que si la Galería Santa Fe tiene unos índices de visitantes bajos, ésta carencia la hace más vulnerable a las intenciones de cierre que continuamente la amenazan, y con el desplazamiento del Premio Luís Caballero a otros lugares, o con su desaparición, la escena del arte en Bogotá perdería un elemento clave. Haré llegar esta nota a la Galería Santa Fe por los canales administrativos.

 

—Lucas Ospina