En un momento como el actual, definido por la velocidad de transmisión de la información, se hace difícil encontrar contextos de aprendizaje realmente efectivos. Es decir, contextos que, lejos de aproximarse a sus posibles consumidores de manera uniforme y lineal, entiendan al usuario como un agente activo dispuesto a interactuar desde una posición diferenciada, en la que su recepción crítica juegue un papel determinante. La producción cultural contemporánea favorece, desde estrategias diversas, el contacto directo con sus usuarios, pero no siempre lo consigue. Hace ya tiempo que la institución artística trabaja desde el intento de definirse como nuevo espacio de relación en la esfera pública, dirigiéndose así a una gran multiplicidad de públicos que requiere contextos de lectura específicos. El arte contemporáneo parece abrir discursos próximos a la cotidianidad, por lo que apuesta por líneas de actuación en las que el museo y la exposición se erigen como los principales contextos de relación entre las prácticas artísticas y sus (posibles) receptores. De hecho, todo museo o centro de arte que acepte una posición crítica hacia nuestro tiempo, se encontrará con la necesidad de analizar su tipo de público para ofrecer discursos afines a los usuarios de este espacio, al mismo tiempo que, así, permite una relación más directa y desjerarquizada.
Si realizamos un análisis rápido del binomio arte-educación, un primer punto de conflicto lo encontramos en la propia definición de esta práctica. ¿Qué es exactamente la educación desde el museo? Una respuesta poco clara a esta pregunta provoca que el interés educativo no esté demasiado presente, de entrada, en la mayor parte de los centros dedicados al arte. Es frecuente que los planteamientos educativos aparezcan más bien a posteriori, sin formar parte de los ejes discursivos de la exposición. En este sentido, la educación artística se reduce a menudo a ofrecer determinadas visitas guiadas, dinamizadas, en formato taller, etc. que permiten transmitir sus contenidos a sectores concretos de población, articulados principalmente desde la perspectiva escolar o desde el amplio abanico de público general. No obstante, hay que tener en cuenta que este modelo, a pesar de ser incompleto por el hecho de dejarse gran parte de público potencial que no encuentra herramientas de apoyo, supone una herramienta útil para escuelas y centros de enseñanza que, desde las formalizaciones propias del arte, tienen otra vía de acceso paralela, no oficial, no formal, a cuestiones y preocupaciones próximas, incluso presentes en el currículo escolar propio del sistema de educación formal.
Actualmente, vemos cómo algunos de los agentes implicados en el hecho artístico, como creadores, comisarios, gestores, escuelas, etc. apuestan por cierta revisión crítica de los modelos de aprendizaje presentes desde las prácticas artísticas. Planteamientos como la estética relacional de Nicolas Bourriaud, experiencias como ¿Cómo queremos ser gobernados? organizada por el MACBA, las prácticas de Les Laboratoires de Aubervilliers o MIND THE GAP, la próxima edición de la QUAM coordinada por Montse Badia, representan algunos ejemplos significativos de ello que muestran cómo, para profundizar en el porqué del distanciamiento entre arte y sociedad, hay que explorar los sistemas de presentación utilizados habitualmente desde el sistema arte.
La exposición logra una gran efectividad en los esquemas de creación y producción, favoreciendo un buen marco de visibilidad, pero se convierte en menos efectiva desde unos parámetros de recepción por parte de un público que, normalmente, no se encuentra preparado para la experiencia crítica que ésta ofrece. Esta fisura inicial provoca que las estrategias educativas corran el peligro de caer en sistemas de transmisión deudores de ritmos propios de la enseñanza académica, en los que el público aprende lo que el museo dice, sin más margen de maniobra. Es cierto que la exposición ofrece una lectura crítica del entorno, que apunta otros modelos posibles de interpretación de la realidad, que favorece una posición política, sin embargo, al fin y al cabo, el público sigue hallándose con problemas y dudas ante el acontecimiento artístico. De hecho, al mostrarse cerrada cuando el usuario la recibe, la exposición sólo parece que permita un acceso unidireccional que hace que sea difícil establecer nexos dialectales entre arte y público.
De todas maneras, el distanciamiento presente entre arte y sociedad no debe centrarse únicamente en la lectura expositiva. Parte de los problemas de comunicación entre la práctica del arte y el público son visibles también desde un acercamiento desconfiado por parte de éste. La falta de costumbre, la ampliación de conocimientos desde la comodidad o cierto acceso a la cultura desde la búsqueda de un elitismo sin profundidad hacen que, la aproximación social al arte actual no sea demasiado fructífera.
En un diálogo entre padre e hija en Matar a un ruiseñor (1962), film de Robert Mulligan, la niña le explica al padre una pelea que tuvo con un compañero de clase. El padre (el abogado Atticus interpretado por Gregory Peck) le expone la importancia que tiene entender porque su amigo se había enfadado con ella, de conocer sus motivos. Atticus le dice: “No aprenderás nada nuevo de nadie hasta que no consigas ponerte en su piel”. De hecho, le está hablando de la noción de empatía. Tomo este ejemplo para apuntar cómo, en la situación de crisis de la educación artística, la capacidad de empatía de los distintos agentes que intervienen (centros de arte, artistas, público…) puede abrir nuevas vías de trabajo donde las posiciones se acerquen entre ellas. Desde la escena artística, vemos cómo proliferan intentos de ofrecer al público otras vías de relación que, cuestionando la noción de institución artística como espacio de poder, fomentan modelos de alteración desde ritmos de aprendizaje bidireccionales, en las que la relación lineal del museo como emisor y el público como receptor, es substituida por una estructura horizontal en los que los distintos roles se fusionan constantemente.
Por último, me gustaría ilustrar algunos de los argumentos apuntados desde dos proyectos que reflejan suficientemente una voluntad de cambio respecto a los modelos de aprendizaje habituales en arte. Por un lado, Hardtunning, proyecto de Albert Tarés presentado en el Centre d’Art Santa Mònica en 2003, y por otro Interferències_04. L’instant: l’ara que ja no comisariado por Cristian Añó y Lídia Dalmau (Associació Experimentem amb l’Art) en varios espacios de la ciudad de Terrassa el pasado 2004. El primero, centrado en la cultura del tunning, ofreció de forma paralela a la exposición, un taller en Hangar en el que diferentes grupos escolares pudieron profundizar en los vínculos existentes entre las culturas juveniles y el arte contemporáneo sin más intelectualización que la experiencia directa del “tunneo” de coches. El segundo, además de exponer obras próximas a la noción de temporalidad (con artistas como Diego Bruno o Toni Crabb), se insertó en el tejido social de la ciudad a partir de la propuesta curatorial Àlbum d’instants, proyecto de intervención colectiva que, de manera conjunta a la exposición, ofrecía a los usuarios la posibilidad de una acción directa articulada desde su vivencia personal.
En definitiva, y al margen de formalizaciones y resultados, Hardtunning y Àlbum d’instants (uno desde la identidad específica de un sector concreto de población y otro desde la incidencia en la esfera pública), reflejan intentos concretos de repensar los modelos de accesibilidad al arte contemporáneo. Evidentemente, ambos abren dudas y conflictos, sin embargo, como mínimo, plantean un ejercicio de experimentación en el que la práctica artística genera un discurso crítico acerca de la realidad, y no desde la realidad artística, sino desde la del propio público.
Pienso que, desde una voluntad educativa, éste es un buen camino de actuación.
David Armengol
Originalmente en in-stitution *