Editorial

Más que un evento de estudiantes de arte, el Salón Tollota maneja todas las características de un encuentro serio como los que tanto gustan en Bogotá. Posee periodicidad, invita aspirantes a artistas, permite y/o promueve la calidad desigual, estimula la sinergia entre facultades, formula constantes declaraciones de principios, tiene humor. Y también lanza un medio editorial cada vez que se estrena.

Tollota

El Salón Tollota es una iniciativa informal de asociación interuniversitaria, conducida por el artista y docente tunjano Paulo Licona. Básicamente, es la actualización a lenguaje contemporáneo (superficialmente cínico, atento a sus límites, permanentemente risueño, fundamentado en la experimentación) del axioma del artista-profesor que tantos rezan, pocos entienden y menos aplican. Una exposición curada por un Joseph Beuys muy viejo con guayabo. Es decir, algo menos aburrido que aquellas invocaciones de activismo de salón de clase, donde el profesor predica la intervención-en-el-tejido-social, pero jamás deja que sus estudiantes muestren nada en público.

Además de incluir arte no cansado, publica un pasquín, que Licona me ha invitado a dirigir en varias ocasiones. En unas pongo más empeño que en otras.

La siguiente es una versión mejorada del editorial que redacté para la presente versión.

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Un chiste

Más que un evento de estudiantes de arte, el Salón Tollota maneja todas las características de un encuentro serio como los que tanto gustan en Bogotá. Posee periodicidad, invita aspirantes a artistas, permite y/o promueve la calidad desigual, estimula la sinergia entre facultades, formula constantes declaraciones de principios, tiene humor. Y también lanza un medio editorial cada vez que se estrena.

En esta ocasión, Tollota expande los límites geográficos del arte contemporáneo para Bogotá, invitándonos a su zona industrial y poniéndonos en unas instalaciones que cualquier hijo de empresario arruinado por el T.L.C. envidiaría si pensara en montar algo parecido a una galería: ¿qué mejor idea que poner un local artístico de aire vintage en un centro comercial de impresores? (Si yo tuviera dinero, lo haría). Mejor ahí que en el otro barrio que ya muchos están gentrificando a las malas, sin darse cuenta y en unos locales francamente peores.

Pero no sólo se trata de eso. Al megaespacio de exhibición hay que añadir la reiteración de su publicación. En ocasiones anteriores, he conducido la producción de documentos escritos para poner aquí: reseñas de exposiciones conmemorativas en Museos de Arte Moderno de Bogotá que no administra nadie, interpretaciones sobre el rol actual de artista contemporáneo, fotografías. Debo aprovechar esta oportunidad para decir que también cometí errores. Omití un texto que a todos nos había parecido excelente y modifiqué el apellido de un estudiante. Fatalidades que nunca pude reparar: siempre nos dimos cuenta de mi equivocación después de que salía publicado el cuadernillo.

Para esta edición, me limité a repetir la idea del promotor de este evento. Paulo Licona me dijo que deberíamos invitar a que los estudiantes inventaran chistes y los publicaran. Me gustó tanto la sugerencia que no añadí nada: ni se me había ocurrido y si lo hubiera hecho seguramente hubiera salido incompleta, como el mal arte joven o el buen arte consagrado. Hice lo propio con un grupo de estudiantes de la Academia Superior de Artes de Bogotá. Solamente uno envió su colaboración.

Aquí se publica, enorme en su magnificencia solitaria. Como un saludo dirigido desde el extremo superior de la sala de proyección de un cine abandonado en un piso alto, hacia muchas excelentes personas, sonriente y orgulloso. Raro decir eso de un chiste, pero así sucedió. Como llegó sólo y se quedó solo, se convirtió en otra cosa: de broma pasó a ser epitafio. Se necesitan dos chistes para que la risa se sostenga; cuando apenas se nos ocurre uno, terminamos dañando la fiesta. Siempre tenemos que volver a reír –es lo que más nos gusta–, entonces inventamos más chistes.

–Guillermo Vanegas