“A nosotros entonces, como a cualquier otra generación anterior, se nos habrá dado una débil fuerza mesiánica a la que el pasado posee un derecho. Ese derecho no cabe despacharlo a un bajo precio. El materialista histórico lo sabe.” Walter benjamín, Sobre el concepto de historia.
1. La extinción del Arte Político
“El materialista histórico se acerca única y exclusivamente a un objeto histórico en cuanto se enfrenta a él como mónada. Y, en esta estructura, reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o, dicho, de otro modo, de una oportunidad revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido.” Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia
En la suposición de un Arte Político tendríamos que pensar un arte que podría también encarnar otras posiciones o suposiciones además de la política. Esto supondría constatar que el arte como tal ha dejado de ser para pasar a ser un receptáculo de ideas, de posicionamientos de la realidad. Si existe un Arte Político el arte como tal se ha hecho imposible.
Un arte necesitado de tal admonición remite a un momento anterior en que el arte debió ser un posible entre las diferentes configuraciones de la realidad. Hoy en día el arte necesita de un respaldo, de una ley, de una producción y de un contexto.
Si las fuerzas de la realidad se encarnan de tal manera para hablar de un Arte Político significa que quizá han madurado las condiciones para su aparición. En el sentido de una ciencia y un momento histórico que preparó su devenir.
¿Quién sería, quién encarnaría ese replicante que trasparentaría al materialismo dialéctico?
Un arte sin rostro, en tanto sería el rostro de un momento reivindicador de si y de sus condiciones.
Un arte por fin en la vanguardia de los tiempos, decidido y definitivo, alistado en la última batalla por cumplir.
Así su aparición sería momentánea, la celebración del cumplimiento de esa fase reivindicatoria de la historia. La ciencia material estaría cumplida y el Arte Político tendría que desaparecer. El arte y el artista político serían cosa del pasado. Una promesa cumplida. En adelante arte y Arte Político sería exabruptos de la ciencia material, de la realidad devenida y cumplida.
La videncia de esos tiempos mejores habría sido presentida por el poeta vidente quien encarnaría la promesa, en cierto modo ese artista miraría hasta este punto remoto de su futuro en que su existencia expiraría en el cumplimiento de la visión. Su visión enloquecida en parte tendría que ver con el fuego de su extinción que avisora, de su inutilidad.
En los tiempos de la historia cumplida el artista desaparece, se quema en el fuego de su inutilidad y sus llamas y su fuego inútil ya no son un sacrificio sino el anuncio de una nueva era.
El Arte Político es entonces solo un aparecer instantáneo, casi inexistente, el fulgor de una chispa que detenta el tenaz darse de una promesa.
Casi como la muerte, un estadio del que no podría hablarse ni enunciarse nada porque su enunciación significaría estar preso todavía de la promesa de su cumplimiento. En ese borde imposible, Arte Político es solo un resplandor, el brillo de una estrella extinta hace tiempo. Y su extinción ostenta la prueba de su marcha, de su necesaria desaparición.
Un anuncio ante la premura de los tiempos, el anuncio de un arte que irrevocablemente reniega de sí mismo y se transforma en su contrasentido. Arte Político sería la negación misma del arte, el arte que deja de ser arte y se transforma en otra cosa, un monstruo enrarecido pero que sabe de su condición y de lo efímero de su paso; cumplidos los tiempos, aparece y es el anuncio, la promesa cumplida, entonces su sentido y su existencia son innecesarios, así que desparecer en ese instante de cumplimiento de la historia es su destino.
Ese Arte Político, ese imposible temporal y espacial, reducido a una promesa y una celebración instantánea, apenas un fulgor que no podría exhibirse. Apenas un estadio impensable e inimaginable, la ciencia estética lo crea como un concepto límite, la ciencia material lo toma como muestra prototípica del evento ineludible de su corporización final.
Y es que si hay un cumplimiento de los tiempos anunciados, la felicidad final no podrá ser celebrada por ese artista, por ese Arte Político. Celebrarlo sería un decantamiento de ese estadio de cumplimiento que solo la historia estaría en capacidad de nombrar. El poeta es el anuncio, es el vidente, aquel que divisa la tierra prometida, pero que jamás la habitará, que jamás hará parte de ese territorio. Su visión es sed de lo imposible. Tal ser es trágico, es solo el pasaje a otra cosa. Quién habría de sustraerse definitivamente ante el advenimiento de los tiempos.
Si estamos ante la inminencia de un Arte Político los tiempos de la historia se habrán cumplido y el arte como tal desaparece. La promesa se hace innecesaria ante el cumplimiento. La historia cumplida prepara su extinción. Solo un arte así imposible, en el borde de los tiempos podría haber sostenido el vértigo de un devenir tan escaso y momentáneo. Aparece, es el anuncio apenas pronunciable, luego se quema en las llamas del cumplimiento. Tal extinción es la promesa cumplida.
No hay un nombre para tal cumplimiento, no hay actividad ni ser, la extinción es quizá la única marca que prevalece de ese pasado, en las costas de ese futuro de la historia, la palabra, otra Palabra.
A tal arte se lo preparó, se lo anuncio y esperó. El Arte Político fue un anuncio, una promesa.
Hasta cierto punto ese anuncio de si cobijaba su poder sobre los tiempos de ayer. Sobre ese instante fulgurante que el poeta de ayer apresó en su canto y en su destierro. Apenas un estallido en que el pasado hacía su aparición y el canto podía lograr algo de ese brillo.
Pero el poeta es hasta cierto punto aciago en la medida en que envenena la visión, en la medida en que la empaña con un sentir y una emoción, los hombres podían reconocerse momentáneamente en ese resplandor pero rápidamente quedarían presos sin poder entrever la verdad. Entonces tal visión se transformaría en un peligro, encarnaría la extinción.
Por eso el Arte Político es solo un momento, un fulgor, apenas un instante, un divisar de la promesa, pero no puede tocarla sin trastocar la verdad.
En la identificación desaparece la distancia, ese pathos imprescindible para el ojo avisor, el poeta es cosa del pasado, un veneno delicioso que empaña la necesidad y la somete.
Un Arte Político encarnaría ese contrasentido, encarnaría las fuerzas oscuras que es preciso superar y encarar. Las fuerzas de un arte empático en que el hombre se habría deleitado con la visión de sus propios sentimientos y sufrimientos, en contrapartida de cualquier intento de redención verdadera.
La catarsis nunca tuvo lugar, quizá ascenderían esos terrores pero el deleite ante su reproducción ganaría todo el espacio de la conciencia, la representación se habría transformado paradójicamente en un mecanismo de reproducción del dolor mezquinamente alimentado por el deseo estético.
Entonces tal arte era necesariamente superable.
Tal arte suponía la perpetuación del dolor. El vidente vislumbró tal sino, tal tragedia de su hacer. Los hombres habían encontrado el veneno perfecto del deleite y así menguaron las fuerzas y surgió la pasividad. El embate de los tiempos encontraría ese menguar de la vitalidad.
Además ese arte sería un fantasma para la verdadera acción.
Enmascararía la acción, la revestiría de conmiseración. Y la realidad seguiría intacta.
Por eso es fulgurante ese Arte Político, cabe apenas en el instante, en que el arte heroico prescinde de cualquier identificación y mira sin mascarada alguna, una visión terrible, necesaria, que no podría empañar ningún sentir, ninguna conmiseración. Por eso tal arte debe detenerse en el instante de la visión y desaparecer, extinguirse.
Si la visión cristaliza, si el rayo se petrifica somos llevados a las costas de un sentir, de un llanto, de una desesperación, somos llevados al canto y dormiremos arrullados por el dulzor de la desdicha, por la pena del corazón. Creeremos que los otros son nuestros hermanos, en nuestra desdicha momentánea representaremos imaginariamente nuestro heroísmo, seremos habitados por el fantasma que creímos ser y la acción perderá su momento, la verdad.
Si el arte cristaliza. Si el Arte Político deviene, será la inminente constatación del estar todavía presos de la distracción, por eso el poeta sabe de su límite. Ese arte sería apenas un instante, y luego debería hacerse a un lado para propiciar la verdadera creación. En cierto modo la empatía es un momento provisional, un espectro que podría cobrar forma y perder el sentido de su papel momentáneo en la historia.
Tal arte sería la esfera retórica de esos tiempos por superar. La fantasmalidad de su acción estaría representad precisamente por los malabares de un discurso y sus retóricas compasivas y políticas.
Por eso se le pide silencio. Ante la inminencia de esa tierra el poeta debe callar. Su silencio sellará esa obra cuyo heroísmo consistirá precisamente en comprender su inutilidad.
No hay arte para tal fugacidad del instante, para tal evento de revelación.
El Arte Político es el estadio de comprensión de ese fracaso.
El arte griego vislumbró el contrasentido de esa representación e intento traspasar tal fantasmalidad de la verdad en el reconocimiento con el coro, cuando el coro y el espectador se fundían, pero la verdad corría el peligro de desmembrarse en las fuerzas dionisíacas.
Se necesita quizá de una razón, de una distancia provisoria para poder mirar, pero siempre está la tentación de la identificación, de la redención. El mayor peligro del arte de los límites de la historia, del arte político, es la compasión.
El arte grande, el arte de la distancia es en realidad la superación de ese estadio insuperable que conocemos como arte. El arte verdadero es el momento en que se hace innecesario, porque su promesa se ha cumplido y el poeta se retira, y no queda su sombra, ni sus obras, y el poeta entiende la extinción.
Un Arte Político sería el momento de tal revelación, ante la inminencia de su innecesaria justificación el arte se entiende como un momento a superar, esa madurez lo lleva a preparar su retirada. Atravesar todas las puertas de la complacencia y desaparecer. A sus espaldas ningún monumento, ningún gesto recordatorio, ningún rito. Ni siquiera la mención de su nombre.
El Artista Político en esa fugacidad de su momentáneo aparecer comprende el peligro que encarna encantar o intentar detener a los otros en su visión, entiende los poderes encantatorios de su momento; la visión ha de ser fugaz sin ningún deleite, una catarsis que relampaguee en su propia extinción.
Entonces esa sería su verdadera redención, desaparecer sin provocar la complacencia, curar al ser de los motivos de su melancolía, liberar esas cadenas que ensombrecen su marcha hacia adelante.
El artista político entendería que todo arte del pasado ha sido complaciente con esa perpetuación de los tiempos de espera, comprendería su inutilidad, la necesidad de su retirada, ese último estadio del arte sería el de la renuncia. Desaparecería el arte, la cultura. Un horizonte inimaginado cobraría esos espacios muertos.
Sería el advenimiento de un arte imposible sellado por su necesaria e inminente desaparición.
2. El ángel de la historia. La ficción del arte político
“No cabe definir mejor el procedimiento con que ha roto el materialismo histórico: un procedimiento de empatía. Su origen es la pereza del corazón, la acedia que desespera apoderarse de la que es la auténtica imagen histórica que relampaguea fugazmente.” Walter benjamín, Sobre el concepto de historia
La empatía del arte, el sentimiento que surge en el espectador, la reflexión a que es llevado, la identificación con ese dolor, la memoria condensada de sucesos terribles, todo eso a merced de los ojos de un espectador que mira. El espectador apenas se detiene ante el horror, las palabras de la artista lo envuelven como el canto de una sirena, apenas un instante, un regocijo escalofriante, un padecer en ese instante de un horror inenarrable, el desplegarse de la sala continúa, tal es su destino, la detención es solo momentánea, casi una ilusión, una ficción provocada por la producción de la obra.
La sala de exhibición representa un silencio y un espacio detenido donde reaparece el horror, un silencio, un sentimiento de pena.
Podríamos pensar que el tiempo no transcurre, que la desazón de la tragedia ha logrado imponerse sobre el curso implacable del reloj, que algo sucede que algo habría de cambiar.
Pero es solo el estupor, es solo la sala preparada para albergar nuestra momentánea confusión, un teatro para nuestra necesaria ilusión de vida y confraternidad. La sala es pequeña, el espectador debe abandonar este silencio, la circulación de otros visitantes es perentoria, la exposición marcha hacia adelante, es la imagen misma del suceder; dentro de poco estas mesas serán embaladas y ocuparán otros espacios, e itinerarán incansablemente, hasta detenerse y habitar los fríos sótanos de una colección, entre tanto la artista prepara algo nuevo, la cinta sin fin del arte no se detiene, ¿por qué habría de hacerlo?
¿No es esta continua evolución de su arte lo que marca precisamente la gran paradoja del arte? el arte es un suceso que necesita permanente reinvención.
Un Arte Político surgiría en el imperativo de esa detención de los tiempos del progreso, en su inminencia cobraría el carácter de ese desgarrón para instaurar otra energía, si fuera posible, cobraría para si toda intención y la necesidad de lo nuevo desaparecería. Al detenerse el arte, al detenerse esa marcha, lo nuevo como fuerza motora sería un exabrupto. El ángel con sus alas desplegadas podría contrarrestar la tempestad. No habría futuro, esa ilusión del progreso. La sala detendría la mirada en una contemplación pura sin sucesos. La exposición no habría tenido lugar, ni el espectador, ni la sala, ni el monumento. El dolor invocado se extinguiría, ni siquiera sería una palabra, ni un remitirse. No habría alusión, ni ficción. Nada para representar. Solo los tiempos cumplidos que alguna perseverancia sostuvo, en los tiempos de atrás.
El dolor parece retrasar ese cumplimiento. El dolor es retardatario y se complace en estancar las fuerzas. Ninguna promesa, ninguna redención real. Acrecienta en cambio el furor de esa tempestad en que esas alas son lanzadas de nuevo al futuro. Enciende nuevamente la falsa esperanza de los tiempos por venir, el necesitado continuar en que se enmascara toda conmiseración, toda compasión. Y así se disfraza al poder que enciende la tempestad y empuja el vuelo, porque cobija discretamente esa moral que todo lo sostiene. En el necesario continuar de la vida yace su más secreto y cínico mecanismo, el de un trabajo que habrá de dignificar al doliente, que habrá de redimirlo.
Colombia transformada en estado de excepción permanente, salas de exposición atestadas con los vestigios de esas violencias.
Y sin embargo el tiempo sigue su curso, el capital, el progreso, la devastación el horror.
Por momentos una detención, una ficción de un cese de la tragedia, un espacio de simulacro de esos territorios en que se desaparece a la vida.
Por momentos la artista parece encarnar toda compasión, todo fraternizarnos en el dolor, la artista hace de su actuar una causa, un hacer revelador, una conciencia, un testigo que se impone ante el horror. Busca crear algo nuevo en ese instante en que se detiene el curso. En que recordamos y somos otra vez testigos.
Pero la sala, la artista, la luz, el pasto impoluto, la Flora artificial a que se ha dado vida son solo pequeños estertores de una retórica que acompasa los tiempos. Una producción inteligentísima de la Ficción del Arte.
La ficción que se encarna es el ahora detenido, es el tiempo que en su implacable continuar se enmascara para su perduración en el instante. La sala produce el efecto, nada transcurre, solo el dolor, el testimonio, el ahora de la revelación, la grieta que es capaz de detener y obstaculizar ese decurso impostergable.
La ficción consiste en hacernos partícipes de esa conciencia de detención de un continuum en que cobraría realidad el dolor, en que podríamos como el poeta retomar en nuestro canto los pesares y las glorias y el dolor.
Pero debemos recordar que la ficción es real, no es un discurso compuesto de palabras, no es literatura, es esta sala condicionada, son estos objetos, es esta luz, y esta necesidad de corporizar y materializar lo que ha desaparecido, lo que parece extinto y perdido; la ficción nos hace creer en esa posibilidad de recuperación de una memoria necesitada de redención, nos hace pensar en la posibilidad de suspender ese paso implacable que no permite ninguna revisión, ninguna reparación. La tempestad continúa, el horror, el poeta encanta a las sirenas, y las conduce hasta el sueño.
Ese tiempo, esa detención ficticia está inerte. No cobra ninguna vida, ninguna potencia. Esa ficción no hace saltar la historia, remite a un pasado que fue, pero sin ningún potencial liberatorio. Se trata de una sucesión de hechos en que se inscribe este que nombra y narra la ficción. Así detenida esa ficción simula un poder sobre ese momento pero en realidad lo conserva intacto, solo se efectúa un actualizar conmiserativo que despierta nuestra compasión y nuestro corazón, pero que no cobra ningún efecto real sobre ese curso homogéneo de la historia, el deviene ante nosotros, pero retorna impoluto. Cesa y es solo rememoración. Narrativa. Discurso.
Ninguna posibilidad de dar un salto y vivificarse como un instante pleno por donde se incrustara la semilla, el mesías.
“El dolor duerme con las palabras, duerme, duerme.
El duerme añadiéndose nombres, nombres. El se duerme hasta la muerte y hacia la vida.
Brota una semilla, sabes,
brota, brota
una semilla de noche en las olas, un pueblo
crece así, una estirpe
de-dolor-y-de-nombre-: constante
y como desde siempre ahogada
y fiel-: la no
existida,
la mía
viva, la
tuya.”
Paul Celan, los poemas póstumos
Claudia Díaz, mayo 18, 2014.