Delirios escolares en «Anoche a la medianoche»

El gesto general de la exposición es potente: «Anoche a la medianoche» es una intervención sobre un hecho histórico en el que se juega con los sesgos: cómo lo contamos, cómo lo recordamos y, sobre todo, cómo lo escenificamos. La historia aquí no es archivo: es cartón pintado y teatro roto. Frente al gesto monumental del relato patrio, Muñoz Izquierdo propone una ronda infantil desviada, una coreografía del sinsentido.

Ricardo Muñoz Izquierdo es el segundo nominado al Premio Luis Caballero, en su versión número XIII. Su propuesta, titulada Anoche a la medianoche, es un despliegue escénico que tiene como referencia el mito fundacional de la Independencia. Sin embargo, allí no se ilustra la historia patria, sino que se tergiversa, se desmiembra y se vuelve a armar con cartón, máscaras, trapos y demás artificios de utilería. La videoinstalación no solo parte de un poema de Gualberto Gutiérrez (1819), sino que lo desarma para hacer de él un guion delirante yexcesivo en el que, en lugar de narrar la Independencia, se asume el colapso de su retórica.

El espacio está compuesto por varias capas. Primero, un recorrido de pantallas envolventes que sitúan al espectador en una coreografía de gestos repetitivos, escenas inconexas, coronas incendiadas, caballos de utilería y gallinas gigantes. Las figuras del poder aparecen caricaturizadas: el Virrey Sámano, el Rey decapitado, soldados con yelmos de tronco, señoras en fuga. Todo remite a un mundo de opereta, donde el poder colonial es ridiculizado desde su teatralidad. A lo lejos, se oye un eco de solemnidad rota: «¡ya el diablo se llevó al Rey!».

Pero más allá de la sátira, la obra activa un dispositivo mayor: la historia como espectáculo pedagógico. Aquí, lo grotesco no es solo una estrategia estética, sino una crítica a la forma en que la historia ha sido enseñada. La obra articula referencias a la infancia escolarizada: himnos, héroes, escenografías didácticas. Los objetos que rodean el recorrido remiten a una escuela invertida: bancos con forma de gallinas, banderas absurdas, escudos improvisados, paredes con personajes históricos convertidos en caricaturas.

La museografía refuerza esta intención escénica: una caja negra para el delirio audiovisual y un anexo iluminado y mobiliario de taller, donde se ubica el espacio de mediación con públicos. Allí se presentan pantallas con el «detrás de cámaras», una mesa de trabajo con un libro artesanal que simula uno histórico para que los visitantes escriban sus impresiones, y un cartel con preguntas críticas que permiten activar múltiples lecturas: el humor, la sexualidad, el rito, el poscolonialismo. Este espacio se titula: Visiones del absurdo virreinal. No se trata de una mediación que explica, sino que prolonga el gesto crítico de la obra.

Sin embargo, en medio de esta apuesta formal y conceptual, aparecen algunas grietas relevantes desde el punto de vista museográfico. En primer lugar, la baja iluminación sobre ciertos objetos clave —particularmente el mobiliario infantil— le resta fuerza a una de las capas más ricas de la obra: la de la crítica a la pedagogía nacionalista. El banco-gallina, por ejemplo, queda relegado a una sombra sin forma, cuando en realidad condensa uno de los núcleos simbólicos de la instalación. Si, como propone la obra, el relato de la Independencia se aprende desde el absurdo escolarizado, entonces estos objetos deberían estar visibles, disponibles, activos en la escena, no sumidos en penumbra.

Asimismo, la extensión de los videos, si bien coherente con la idea de la historia como fragmento y de la apropiación errática por parte del público o de la ciudadanía en la construcción de nación, puede volverse un obstáculo si no se acompaña con cierta guía rítmica o umbral de entrada, pues el dispositivo es extenso y, sin embargo, fragmentario, así que es necesario pensar mejor en los puntos de entrada y de reactivación del sentido.

Dicho esto, el gesto general de la exposición es potente: Anoche a la medianoche es una intervención sobre un hecho histórico en el que se juega con los sesgos: cómo lo contamos, cómo lo recordamos y, sobre todo, cómo lo escenificamos. La historia aquí no es archivo: es cartón pintado y teatro roto. Frente al gesto monumental del relato patrio, Muñoz Izquierdo propone una ronda infantil desviada, una coreografía del sinsentido. Como espectadores, no estamos llamados a aprender la historia sino a ser partícipes de su tergiversación.

En esa medida, lo que se presenta es una suerte de ensayo visual sobre los restos del poder. Y como todo ensayo, admite baches, vacíos, zonas opacas. Lo importante no es resolver el rompecabezas, sino notar —como escribe un visitante en el «libro histórico»— que cada quien pone su propia pieza. Esa es quizá la «enseñanza» de esa escuela desviada.

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El archivo, en «Anoche a la medianoche», no aparece como campo de disputa, sino como superficie decorativa. Frente a propuestas latinoamericanas que han trabajado el archivo desde lo encarnado y lo territorial —como los ensayos visuales de Mapa Teatro sobre el conflicto colombiano, o los archivos intervenidos de Voluspa Jarpa—, esta exposición opta por el simulacro: convierte el terror colonial en parodia visual y a los sujetos históricos en títeres desechables. Y aunque se hable de pedagogía invertida y sátira crítica, lo que se impone es una puesta en escena segura, sin riesgo político real, pensada más para ser consumida que para ser confrontada.

El gesto museográfico —con zonas de mediación, «libros históricos» falsos, y dispositivos de participación— reproduce el mismo problema: todo está calculado para la recepción lúdica, para la pedagogía de la «reflexión participativa». Pero poco se arriesga. En lugar de incomodar, la obra entretiene. En vez de activar el archivo como campo de disputa, lo reduce a un collage extravagante.

Anoche a la medianoche no fracasa por exceso, sino por comodidad. Su teatro roto no subvierte el relato histórico: lo ilustra con otro disfraz.