INTRODUCCIÓN
El gesto de decir NO al Premio Nacional de Arte por parte de Santiago Sierra, más allá de apuntar a retóricas moralistas y éticas (sin duda también importantes y de las que luego nos ocuparemos) apunta de manera certera y precisa al núcleo, quizá fantasmagórico, en que todo arte político (¿hay arte que no se apolítico?) queda enmarañado.
Y si decimos fantasmagórico no es por otra razón sino porque es a su cualidad de (él también) efecto de superficie inferido de una multiplicidad de efectos de sentido hacia la que hay que dirigirse para intentar descifrar la antinomia de la que es presa el arte contemporáneo desde su gestación como producción ilustrada.
Así a vuelapluma convendríamos en que por arte político debe entenderse aquel arte que propone la creación de espacios públicos, sin recurrir a la violencia que siempre media en todo aparente consenso, sino más bien a la expresividad que surge de una racionalidad dialógica. De ahí que, también creo convendríamos, todo arte sea político (aunque, claro está, y si se me permite la boutade unos más políticos que otros).
Sin embargo, siendo esto así, pareciendo que la destinación del propio arte es la de ser político (ser desvelado como político si se quiere), la multiplicidad de estrategias para que el arte sea adjetivado como tal suele ir de lo chabacano a lo decadente, de lo moralizante maniqueista a la tergiversación espectacular en la provocación gratuita
No por otra razón Mieke Bal señala, en el último número de Estudios Visuales, “ser reacia al arte político que se proclama a sí mismo en voz alta como tal”, arte para Bal que, “por señalar con un dedo moralizador a lo ‘dominante’ –ideología, clase, institución, pueblo- proclama su propia inocencia”. Es decir, e incidiendo en lo que se desprende de estas palabras, lo que se sigue de un arte que para ser capacitado como tal (por las instituciones, por críticos, por, en general, el sistema-arte) ha de ser dicho como arte político, es una proliferación de unas prácticas que, en su candidez, van en sentido contrario al que, tan majestuosamente, pregonan. Y es que inocencia sería, hoy por hoy, la palabra contra la que tendrían que estar vacunadas la totalidad de la producción artística.
El signo lo sabe todo y aparece ahí justo antes de que nosotros lo creamos haber desvelado. La verdad se da por antelación, el arte aparece trabado en un juego paralogístico de contraefectos de sentido que zigzaguean en un campo topológicmante liso y rizomáticamente comprendido. La consecuencia de todo ello es más que obvia: el sistema ha conseguido lo que pareciera imposible: el traer para sí toda retórica de la resistencia y, dulcemente, desactivarla. En palabras de Rancière “aquellos que se rebelan contra un sistema son cómplices tácitos de este sistema, engañados por el mecanismo de inversión ideológica”. Conclusión: la fantasmagoría del signo-mercancía realiza la proeza de transvestirse en la propia cara del que cree haber realizado el gesto bienintencionado de la desocultación libertaria.
Quizá todo lo sucedido con el NO de Santiago Sierra valga la pena pensarlo desde estas directrices para, quizá así, no caer en tópicos reduccionismos ni en fatuos elogios que no hacen sino echar más leña al fuego de la crítica enmohecida y decadente.
NUDO
El arte, desmaterializado el objeto artístico después de las tensiones a las que fue sometido por la crítica al fetiche de la mercancía y por la autoreflexión del propio arte (sobre todo a manos del conceptual), ha visto como el ser de la obra de arte ha devenido acción. La dualidad sujeto/objeto ha visto como el concepto que mediaba entre ellos se ha temporalizado a través de estrategias como lo performativo, lo procesual o lo efímero dando como resultado un arte que se produce como acción, como efecto de sentido más que como sentido en sí mismo.
Sin embargo, esta introducción de la temporalidad en el núcleo de la producción artística, lejos de negar su capacidad discursiva, ha aumentado haciéndola remitir a los mismos procesos deconstructivos que pudieran darse en la escritura. La estética, temporalizada en la fugacidad del instante que ve como se cierra su pliegue de representación, barroquizándose en una alegoría que problematiza hasta la ceguera el mismo hecho de mirar, no hace sino recaer en una semiótica del signo donde, eso sí, son los actos ilocutivos de cada juego de lenguaje los que producen los efectos de verdad y de sentido.
La obra de arte, por tanto, queda a expensas de provocar un efecto expresivo en la multiplicidad de discursos que quedan involucrados a la hora de conformar el espacio público y político. El problema, y al que ya hemos apuntado creemos que suficientemente, es que la violencia que ejerce el signo es de tal magnitud que no existe ya apenas acción que pueda ser catalogada como política, si por política seguimos entendiendo la posibilidad de un otro de la comunicación no mediada por la violencia del signo.
En este sentido –y lo dejamos ya planteado-, la pregunta que ahora, en el caso de Santiago Sierra, nos atañe sería la de hacernos reflexionar acerca de la capacidad que tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO parece ser susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación.
Esta incapacidad del arte para llevar a cabo su funcionalidad más específica viene gestada desde su mismo acta de nacimiento: Kant, descubriendo cómo existe un más allá de la relación mediata entre lo sensible y el concepto, vino a concluir que, aunque el gusto es una categoría universal del Yo trascendental, también existe un plus de significatividad imposible de reunir en la síntesis de lo disperso y al que dio el nombre de sublime. Si es por la facultad del juicio por lo que la libertad de cada uno puede coexistir con la de los otros, de manera que, ya desde Kant, el arte está indisolublemente ligado al ejercicio de una política como crítica, como recepción pública de la libertad de juicio, no es por ello menos cierto que existe un “más allá” de la relación entre juicios imposible a la síntesis. Kant propuso el asombro, el silencio ante lo irreconciliado de una mediación, la del concepto, que aparece ser sobrepasada en la mímesis del aparecer de lo bello natural.
Poco más de un siglo después, Adorno propone, en la Dialéctica negativa, que racionalidad y mímesis converjan para salvar a la racionalidad de su irracionalidad –de su silencio. Para ello, amplia las facultades de la razón trascendental a la posibilidad de una comunicación intersubjetiva conviniendo en que la mímesis, lejos de ser una imitación de lo bello natural, remite a formas de conducta receptivas y expresivas que se van acoplando a la comunicación. El “más allá” hacia donde señala el momento fugaz de la experiencia estética remite a una “razón interpretativa” ya que, en el juego no mediado entre conocimiento discursivo y no-discursivo, la obra de arte no puede decir la verdad que hace aparecer y la experiencia estética no sabe qué es lo que experimenta.
No mediando entonces un conocimiento conceptual, ya que arruinaría el aparecer de la verdad, el arte ha de rebelarse contra su propio principio y transformarse en rebelión contra la apariencia estética. En palabras del propio Adorno, “el arte ha de dar testimonio de lo irreconciliado y a la vez tender a reconciliarlo”. Pero la antinomia es tan brutal, tan insondable el pozo de redención al que Adorno apunta, que, en la negatividad del propio concepto de arte, la razón comunicativa queda ligada a una especia de utopía escatológica donde la experiencia estética, en palabras de Albrecht Wellmar, es “antes una experiencia de éxtasis que una real-utópico; la felicidad que promete no es de este mundo”. El “sistema adorniano” redunda entonces en un más allá conceptual que, en su categoría de no-conceptual, no puede más que remitir a silencio –esta vez trágico- la propia verdad que ha hecho aparecer anteriormente.
Esta mezcolanza de motivos materialistas y mesiánicos es por fin reunida en una teoría de la comunicación que, como la de Habermas, escapa realmente a una filosofía de la conciencia. El problema radica en que una razón que priorice asimétricamente la relación sujeto/objeto nunca podrá dar cuenta del contenido mimético que todo acto de comunicación tiene, siéndole imposible acceder, tras las funciones de objetivación del lenguaje, a los logros comunicativos de éste. De ahí que, como hemos visto, todo redunde en un solemne silencio, en entender la mímesis como el gran Otro del arte, siendo solo a base de rememoración, síntesis y reconciliación como se ha pensado que el arte avanza.
Para no andarnos por las ramas, Wellmar expone sucinta y magistralmente el pensamiento de Habermas: “la intersubjetividad de la comprensión, por un lado, y la objetivación de la realidad en sistemas de acción instrumental, por otro, forman parte exactamente igual una que otra del ámbito de un espíritu ligado al lenguaje; y la relación comunicativa simétrica entre sujeto y objeto es parte de ese espíritu a igual título que la relación asimétrica que distancia sujeto de objeto”.
Es aquí donde, al menos aparentemente, debemos de encontrarnos: dentro de un arte que en sus formas amplíe los límites del propio sujeto, un arte en cuya síntesis entre a formar parte tanto lo racional como lo difuso, lo no integrado, lo insensato, integrándose todas ellas en un espacio de comunicación sin violencia –ni la violencia del sujeto, ni tampoco la del concepto. Así pues, si hoy nos atrevemos a tildar de político a todo el arte, no es sino por este desarrollo de las propias potencialidades miméticas del arte y su asunción dentro de una categoría de racionalidad más abierta que nunca, comprendida no como espacio cerrado y monolítico, sino en constante construcción social.
Llegados a este punto, bien podemos decir que, pese a la teoría habermasiana de una comunidad ideal de comunicación, pocas, o ninguna, son las veces que esta se da. Y no solo por problemas de índole material -intereses-, sino porque el problema que media entre el ser y el lenguaje, pese a quedar apuntado, no está ni mucho menos zanjado. Es más, el problema de la crítica, al igual que el de todo juego de lenguaje, no es otro que el problema del ser y el lenguaje. Hacia ello apuntaba ya Adorno: “la comprensión del contenido de verdad postula la crítica”. Y es ahí, en el contendido de verdad donde, pensamos, todo viene a disolveré como un azucarillo. Y es que, si hay concepto denigrado hasta el límite en el trabajo de destrucción que ha supuesto cierta postmodernidad, ese no es otro que el de ‘verdad’.
Verdad, aún hoy, y más aún para un arte que se hace llamar político per se, no es más que el efecto, si no de la violencia del concepto (llámese sistema opresor), de una red de efectos de sentido todos derivados que viene a coincidir en un sentido débil de verdad el cual, por supuesto, hay que hacer derribar. A fin de cuentas, y por mucho empeño que pusiera Heidegger y el ‘aventajado’ Vattimo, lo propio del rebasamiento que quiere suponer la Verwindung, es comprendido en el pathos postmoderno como destrucción.
Si bien es cierto que las consecuencias del giro hermenéutico se pueden traducir en una nueva episteme que queda conformada como producción social de juegos de lenguaje, ni Habermas ni Wittgenstein, por citar dos posiciones que nada tienen que ver entre sí pero que apuntan a unas mismas soluciones, reducen la multiplicidad de juegos de lenguaje a meros efectos de repetición. Y es que una crítica nominal de la significación que de verdad apueste por una reorganización de la racionalidad no puede, ni debe, zanjar el tema de la verdad reduciéndolo a un efecto material en el núcleo de la significatividad, sino que ha de transigir con él a la hora de hacer de él el centro, si se quiere innominal y descentrado, de cualesquiera juegos de lenguaje.
Si ‘decir’ y ‘mostrar’ nunca apuntan a un mismo significante, ello no es razón para inferir que en cada repetición de un signo lingüístico tenga lugar un desplazamiento incontrolable de la significación. De ser así, reduciríamos a cero la noción de regla de Wittgenstein, así como la relación simétrica que ha de darse en Habermas entre el objeto y el sujeto. Regla en Wittgenstein designa una praxis intersubjetiva en la que alguien ha de ser adiestrado, no fundándose el imperativo de tal regla en otra cosa que no sea la práctica de su aplicación a una clase de casos. Incluso, en el caso límite, de que se piense (como así en efecto resulta ser) que al ser de la significación lingüística le va la posibilidad de una pluralidad irreductible de formas de uso, eso tampoco daría pie para una noción debilitada de verdad. Y es que solo introduciendo un desfase en el acto de significar, una intencionalidad que priorice la subjetividad y que redunde en una significación nómada y vagabunda, puede pensarse que no existe ninguna regla que, aún en la multiplicidad infinita, controle los efectos de significación.
Consecuencia de todo esto es que la mayor parte del arte político de hoy en día ha errado el tiro y ha ido a demoler las estructuras de sentido que median entre la multiplicidad infinita de juegos de lenguaje que operan una apertura tanto en los límites del sujeto como del arte mismo.
Para no escondernos de lo que son nuestras conclusiones, decimos bien a las claras que el arte político, la crítica institucional, piensa gran parte de las veces que los procesos de significación, por ser construidos socialmente, por quedar fijados en el imperativo de una norma que únicamente da el uso, han de ser derribados por mor de una inferencia material-postestructuralista: la que fija la voluntad de saber con una determinada voluntad de poder. Rancière, aunque de otra manera, apunta a una misma debilidad fundacional en el seno de la crítica y del arte: “necesitamos romper con la idea de que el pensamiento crítico es un proceso de revelación de los mecanismos sociales que ofrecen a los movimientos sociales la explicación de la estructura social y del movimiento histórico”. Es decir, desvelar los modos de significación, los modos materiales de construcción social, ya no redunda en el desvelamiento de la ideología puesta en juego, sino que, más bien, la ayuda ha erigirse como valedera omnipotente de la realidad.
Es por ello que muchos pensamos que lo subversivo está desactivado: nada desvela porque sus estrategias (aquellas de enseñarnos los métodos de la dominación, la de mostrarnos los modos de la opresión) han quedado ya trasnochadas en la supuesta eficacia que supone tener las metas al alcance de la mano y de haber devenido un modo de producción ya dominante en el ámbito de lo artístico.
DESENLACE
Entonces, ¿qué? Por lo que a nosotros respecta, pensamos que la pregunta sigue siendo la misma que más arriba hemos ya hecho: qué capacidad tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO es susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación.
Si el NO de Sierra es un acto ilocutivo del lenguaje que cabe entenderse como la mínima expresión posible que redunda en la repetición que retorna en cada proceso de significación, si el NO es el mínimo de intensión y máximo de expresión de un juego del lenguaje barajado en la retórica de la resistencia que se aferra a lo material-productivo comprendiéndose así como un “atentado” contra los procesos sociales de producción de significado (procesos sociales, políticos, ideológicos, etc) entonces tanto la obra como el gesto de renuncia al Premio Nacional de Arte no tienen más remedio que revolverse contra el propio artista –contra la propia actividad artística en general- y ser desvelado, en el juego de contradicciones en el que incurre, como un elemento más, casi el epigonal, de la fase antagonista en que ha terminado por devenir el capitalismo cultural. Porque, y además de otras muchas contradicciones del propio artista, en la cultura de la novedad radical, todo juega a favor del signo, y el shock que podría suponer un corte radical en el discurso, la negativa más específica, no hace entonces sino proponerse como nuevo lugar de hipervisibilidad anulando de inmediato la participación en la lucha por los significados que dan sentido a la cultura.
En pocas palabras, los juegos bienintencionados que suponían al arte como lugar desde el que abrir nuevos campo de posibilidades y así propiciar una razón que integre a la irracionalidad se han visto sobrepasados por el poder maquínico de un signo que hace de la deriva de cualquier proceso de significación campo abonado para su sobredimensionamiento en términos de novedad, hipervisibilidad, espectacularización o mercantilización.
Y, por supuesto, Sierra no logra escapar a esto. Es más: la nota enviada por Santiago Sierra para explicar su negativa no ayuda en absoluto a desvincular la actuación del artista de esta praxis obsoleta y caduca desde la que recurrentemente se piensa el arte –incluido por supuesto el arte “político”. A este respecto, estamos en total acuerdo con María Virginia Jaua cuando sostiene que la “actitud ‘antisistémica’ al interior del sistema mismo resulta aberrante y termina pasándole factura”.
Si Adorno dejó dicho que “implícitamente la obra exige la división del trabajo, y el individuo funciona de antemano a la manera de la división del trabajo”, si el arte contemporáneo, heredero preciso de la razón ilustrada, viene a, de una manera u otra, hacer posible una síntesis en los procesos materiales que configuran la existencia humana (entre ellos los de la división del trabajo), Santiago Sierra parece retroceder un par de siglos y autoiluminarse con la proclama romántica del genio, del artista casi visionario. Si algo supuestamente hemos avanzado es en el sentido de que si la cultura no refleja sino que produce la sociedad, el artista ha de quedar sumido en los mismos proceso de producción de la realidad. De no contar con esta premisa –premisa por otra parte recurrente en la filosofía que va de Marx a Habermas, pasando por Althuser o Foucault-, al ámbito de lo artístico le estaría vetado el inmiscuirse a la hora de producir y construir el espacio público. En resumen, si como bien dejó sentenciado José Luis Brea “autonomía no es una buena palabra para el arte”, el NO de Sierra, según lo que se desprende de su nota, parece haber sido proferida desde la más alta instancia del divismo de artista.
Aduciendo razones de libertad individual, comprendiendo el arte como una entelequia abstracta que da y quita libertades, normal entonces que al NO de Sierra haya seguido una catarata de reacciones en contra (aunque también a favor, por supuesto) haciéndole recordar sus tiempos de artistas institucionalizado en la Bienal de Venecia del 2003, o, simplemente, haciéndole ver que, dentro del sistema-arte, no está muy claro si el último penetrado no es el propio artista (sobre todo, y más aún, en caso de tomar uno una posición ciertamente romántica y no asumir la propia dialéctica material de la realidad artística). .
Si el artista ha de señalar lo innombrable, hacer mostrar lo noúmeno de una realidad que se esconde de sus propias miserias, si el arte guarda en su interior la promesa de una imposible reconciliación, si queda lanzado a explorar lo insondable de una racionalidad que se avergüenza de todo lo no integrado o no asimilado, el artista entonces ha de asumir cada vez más la táctica del nomadismo, del fugismo, de estar ya en otro sitio para esperar simplemente que la verdad se aparezca y deje su rastro de dolor, de trauma o de injusticia. Pero para ello ha de bajar a la arena y hacerse cargo, él también, de todas las contradicciones de una producción, la artística, que de ninguna manera escapa a la crudeza del hipercapital.
Sin embargo, la pregunta sigue sin ser aún respondida: qué capacidad tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO es susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación. A este respecto, la obra NO y el gesto de decir NO cobran una especial significancia. Ambas, pensamos, se dan la mano a la hora de desvelar las estructuras epistémicas y sociales desde la que se profiere todo ejercicio discursivo. En este punto, estamos de acuerdo con Daniel Cerrejón cuando sostiene que el aparente rechazo de Sierra a ser galardonado es una obra más que consiste en “el destape de la doble moral artista que le permite por un lado utilizar en su beneficio el mismo sistema que denuncia y por otro y quizá más trascendente, beneficiarse de los mismos medios que denuncia”.
En este sentido, la dualidad NO/Si empieza a aparecer. Si una imagen (imagen-texto) forma parte de un dispositivo de visibilidad donde se establecen unos determinados juegos de relaciones entre lo visible, lo decible y lo pensable, la obra de Sierra vendría a provocar la conclusión de que, efectivamente, el campo de lo posible está minado por una categoría, la de lo pensable, que ha quedado arruinado bajo el peso de unos dispositivos de saber que nos proyectan, en su perfección estratégica, la idea de un futuro ya prefabricado. Es decir, la perfección del simulacro capitalista es la de hacernos pensar que el sistema ya está ahí antes que nada (al igual, si se quiere, que el efecto precede a la causa o que la satisfacción busca denodadamente un deseo, el que sea, al que agarrarse), que no hay posibilidad de decir NO porque el SI precede a toda formación de discurso.
Y, en este proceso, la producción artística ha tenido, y sigue teniendo, mucho que ver. Como bien sostiene Nelly Richard “ya no es posible creer en la fusión emancipatoria arte/vida que perseguía la vanguardia, porque la “transformación de la sociedad en imagen” (Jameson) ha producido el simulacro banal de una estetización difusa del cotidiano que entrega lo social a las tecnologías mediáticas de la publicidad y el diseño”
Lo que estas palabras vienen a decir es que esta transbanalizacion de los mundos de vida vía una edulcorada estetización de la vida cotidiana tiene como efecto la desactivación de cualquier discurso dentro de la esfera pública ya que, queramos o no, el NO nos está prohibido: no hay manera de decir NO –o no hay alternativa al capitalismo.
Así pues, el NO de Sierra redunda en una multiplicidad de relaciones materiales (de las que aquí solo hemos apuntado las más obvias) que bien vienen a mostrar lo complejo de unos juegos de lenguaje que tan pronto entran a formar parte de una supuesta razón dialógica, son traídos para sí por una razón que enmascara y seduce, que promete lo imposible y que
Entonces, ¿es que otra vez, y de nuevo, el arte está condenado al silencio, a un silencio cada vez más desposesivo, un silencio primero, con Kant, de asombro, después en Adorno de reconciliación a través de la rememoración de un olvido y, ahora, un silencio con el que claudicar ante las estructuras de dominación de las estrategias de poder/saber?
No sabemos. En el límite, resulta que estamos donde empezamos: en los lindes del ser y del lenguaje. Siempre un poco más allá del ser para descubrir que es de lenguaje de lo que se está hablando. Y siempre, una afirmación que se torna negativa y un NO que afirma con rotundidad. Y es que, en el límite de los juegos de lenguaje, la regla wittgenstiana que supone la normatividad de quedar remitida siempre a una serie de casos se disuelve en un fantasmagoría primigenia: aquella que no es una servidumbre voluntaria sino, como sostiene Deleuze y Guattari “una esclavitud maquínica de la que siempre se diría que se presupone, que sólo aparece como ya realizada, y que ni es tan ‘voluntaria’ ni es ‘forzosa’”. ¿Seremos quizá nosotros lo primero producido por una interpretación que no logra nunca cerrar el círculo hermenéutico, que devuelve siempre sobredimensionado y afirmativamente la relación causa/efecto que media entre sujeto y objeto?
El No de Sierra, los NOES de Sierra, como mucho (y ya es bastante), señalaría un malestar que va más allá del ámbito cerrado de lo que otrora pudiera comprenderse por cultura. Hoy, cuando todo queda circunscrito a la férrea capa de los discursos ideológicamente teledirigidos, cuando el trasvase cultura/vida a torsionado a este último hasta hacerlo un espantajo insoportable, el malestar nos corroe por dentro sin poder nosotros hacer ya, efectivamente, nada. El NO de Sierra quizá pueda ser comprendido entonces como una última jugada de dados, un grito en el desierto de lo que ya no es escuchado, una vibración ininteligible del silencio al que, nuevamente, ha sido condenado la cultura.
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Javier González Panizo