El arte es portador de muchas paradojas, pero atención a esta: al alejarse progresivamente de su pureza, el arte se acerca tanto a la vida que corre el riesgo de desaparecer como arte para devenir en cualquier otra cosa. Y sin embargo, es precisamente la incorporación de cualquier otra cosa al arte, todo lo que el arte necesita para seguir siendo arte, ya que su existencia como tal está basada en el disenso.
Son ideas sacadas de un pequeño libro de Jaques Rancière titulado Sobre políticas estéticas, donde se describen con elegancia algunos dilemas del compromiso social del arte. Se podría hacer extensible a cualquier reflexión política, pero partamos de la presunción de que arte se ocupa sobre-todo de cuestiones que tienen que ver con la construcción de la subjetividad, con subjetivar el mundo.
Subjetivar el mundo desde diferentes perspectivas (points of view) implica de por sí un ejercicio de disenso, una diferencia (di) en lo sensible (senso), mirar desde donde está uno colocado, o simplemente re-colocarse. El tambaleo viene porque al mismo tiempo, ejercer el disenso de forma sistemática, que se puede decir que es una particularidad del arte, requiere un cierto consenso, un discurso legitimador y afirmativo que se defiende desde el propio arte, la crítica y finalmente la esfera institucional. Lo que rápidamente deducimos es que sólo es cuestión de tiempo para que el arte crítico o lo que Rancière llama ‘arte comprometido’ acabe durmiendo en un feliz consenso, en un happy-end, albergado en las instituciones como pieza de museo, como objeto acabado, vehiculizado directamente hacia la estabilidad virtual de las estructuras de poder. Esa también es una cuestión por la que no duermen la militancia política y el activismo. Pero la cuestión central, aunque cogida en parte desde la comodidad de poder perder el tiempo en ella, es muy vieja. Tiene que ver con las relaciones entre ética y estética, dos aproximaciones que siempre han estado vinculadas, pero que se han ido re-definiendo. Claro que no es lo mismo la ética aristotélica, que el pragmatismo de Richard Rorty, o la ética hacker, pero todas tienen en común que son proximaciones a la adecuada gestión de la libertad. Así que ¿cómo no imaginar también una ética en relación al arte, o un terreno de reflexión sobre la gestión de la libertad productiva del artista?
En ese punto, hablar de un ‘arte comprometido’ es inmediatamente hablar de un ‘arte éticamente comprometido’, destinado a ejercer el disenso sistemáticamente respecto a las estucturas que presuntamente amparan la injusticia, «invitando a ver las huellas del Capital» para detectar y visibilizar sus problemáticas. Tiene su lugar. Pero como ya no hay vuelta atrás, tendremos que reconocer también que toda esta eficacia ética es provisional, y que finalmente queda tan consensuada como la naturaleza artística de la que presume, siendo dependiente de un régimen específico de identificación que la neutraliza como resistencia y la consolida como arte (un arte improductivo, un arte estéril).
Este es el germen de su error: quienes defienden la idea de un ‘arte comprometido’ y homologado bajo el discurso de la resistencia estratégica, quienes explican un mundo gobernado por los amos gracias a la interiorización sadomasoquista de sus esclavos, se equivocan fundamentalmente en querer reducir el irreductible problema del hacer, en una tesitura (la nuestra), plagada de pequeñas disidencias, tan casuales como invisibles. Porque ¿Cuál es la ideología que vendrá a solucionar el aquí y ahora? Y ¿dónde se esconde el sentido de cada acto? Como en el Monumento a la verdad de Esther Partegás, puede que esté permanentemente empaquetado. Así que habitar esta tesitura es necesariamente renunciar a las dictaduras de la consigna y de la coherencia, a las que optamos únicamente mediante gigantescos esfuerzos paramétricos, la invención de programas y la estandarización de líneas de fuerza, tan coercitivas como el engaño que se quiere combatir. Solo queda desengaño. El pensamiento macro o el sistema filosófico, son huellas de la búsqueda de ese sentido iluminista definitivamente cancelado. No hay una estrategia satisfactoria, y si no, Dios existiría.
Pero no nos peguemos un tiro todavía. Como escribe Gilles Lipovetsky: «Dios se ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo, y ésta es la alegre novedad…» La indiferencia y la apatía se extienden como respuesta al desencanto en todos los ámbitos, de una manera generalizada. La nuestra bien podría ser la era del vacío, la del narcisismo que emerge de esa deserción de la política. Ya no hay rastro del dramatismo romántico, ni de la queja proletaria, ni de la nihilidad de Nietzsche. Porque si es cierto que ya no quedan idearios para el futuro, entonces lo que premia es el aquí y ahora, la juventud, la desaparición progresiva del ahorro y el culto desmesurado al crédito bancario, a la inmediatez y al hedonismo.
¿Entonces qué nos queda? ¿qué decir y para qué?
No hay un quid, pero hay sutiles diferencias. Hay diferencias entre la interpretación coherente del sistema (como mapa ideológico, como problema general), y la incoherencia de la actividad cotidiana (dispersa, contaminante y local). Cuando Michel de Certeau desarrolla su glosario de
tácticas en La invención de lo cotidiano, lo hace justamente para contrapuntear el hálito stratégico y generalista del análisis del discurso de Foucault. Mientras que Foucault piensa en términos de
‘sistema’, puesto que el discurso mismo está en el vientre del poder que lo autoriza, De Certeau defiende un pensamiento ‘táctico’, referido a los usos y a las apropiaciones ‘indebidas’ del discurso,
a la actividad juguetona que aparece aprovechando el momento oportuno, a las acciones invisibles: al disenso particular. La táctica tiene el poder de canalizar localmente las fuerzas para disponer del espacio adecuado para inventar otras formas de subjetividad, otro tipo de disidencia ocasional, imprevisible.
Si el ‘arte comprometido’ tiene como principal objetivo ser antagónico de los sistemas de poder, jerarquizados, y virtualmente armónicos, actuando como una suerte de opositor a su discurso, el pensamiento táctico aparece repentinamente bajo una lógica sumativa, expansiva y atonal, que toma el discurso y lo re-construye consumiéndolo. Y también podría haber un arte de la táctica o un arte táctico. El arte podría recuperar entonces sus significados más prosaicos, los que se referían a las habilidades del artista, que podrían extenderse aquí a las habilidades del sujeto, como alguien que tiene que inventarse a toda leche, que tiene que solucionar rápidamente sus problemáticas desplegando todo lo que sabe y aprendiendo en el proceso, siempre a jornada completa y siempre sobre la marcha.
El giro que defiendo se puede resumir haciendo alusión a las diferencias entre la idea de ‘lenguaje’ y de ‘habla’ de Gilbert Ryle. La primera es de orden sistémico, depende de una arquitectura, de un funcionamiento, y de una lógica. La segunda es de orden táctico, atraviesa las estructuras del lenguaje, y su lógica es el tránsito, se puede permitir tartamudear, es fundamentalmente un acto. Poniendo como ejemplo la música, la primera es rítmicamente occidental, divisoria y limitada, y la segunda es rítmicamente hindú, sumativa, expansiva e ilimitada.
Entonces hay una subjetividad que habla, una ‘subjetividad parlante’, que ejerce una ética particular como respuesta a la política de la que ha desertado, y que se manifiesta de muchas maneras, ya sea seleccionando las palabras que usa, los contextos en los que esas palabras se ponen en acto, o los interlocutores a los que las dirigen. Los modos de consumo, el interpretar el mundo consumiendo, aunque sea de una manera a-crítica y circunstancial, ya podría considerarse un balbuceo de esa subjetividad que disiente, que intenta hablar y ser escuchada por medio de aquélla trade-mark y no de esta, mediante una consistencia mínima del proceso de construcción subjetiva, pero localmente eficiente. El binomio ética – estética acabaría en la praxis más epidérmica, en invocar la subjetividad mediante la elección de una camisa o de una marca de automóvil. ¿Y este balbuceo no puede significar ya el primer síntoma de una subjetividad transitoria, mutable, multiforme, y en permanente proceso de construcción y de autoformulación? Dolientes de narcisismo y de superficialidad, sí, pero manteniendo una invisible ética productiva, siempre basada en la idea de un sujeto cuya desnudez debe ser reparada de inmediato a cada momento, un sujeto que debe ser inventado cada día. Aquí es donde se produce el giro.
La imprevisibilidad y banalidad de un acto consumista no puede ser legitimado por una crítica sistémica porque atenta contra la lógica de su propia estructura rítmica y armónica. Pero constituye un primer acto disidente bajo la mirada de la crítica del habla, expansiva y fluctuante. Es ya una táctica, aunque privada. La ‘subjetividad parlante’, con la puesta en acto de acciones mínimas, ejercita el disenso porque selecciona, es productiva porque samplea, vive en la necesidad de inventar el sentido porque ya no puede confiar en nadie más que en el self. Es el portavoz silencioso de la potencialidad táctica y privada de otra ética, de otra manera de disentir. Lo que nos queda por ver es cómo el arte, en la condición pública que se le supone, sabe o no canalizar ese potencial, local e incoherente, para abrir subjetividades.
Joseph Kosuth decía que Picasso pertenece a los coleccionistas, y Duchamp a los artistas. El peculiar trabajo de Philippe Thomas (Readymades Belong to Everyone) es un buen ejemplo de la movilidad de esta dicotomía, pero pensemos en ella por un momento. Lo que podemos leer entre líneas es que si para algo sirve el arte, es para hacer cualquier otra cosa que no lo sea. Un readymade es toda una proclama al acto de negar el arte como una entidad cuya única posibilidad es ser arte, un arte consensuado, finito y coleccionable (Picasso). Y si Duchamp pertenece a los artistas es porque su actividad productiva está centrada en la tarea de expandirse hacia todo lo demás, está dispuesto a renunciar a la estabilidad del discurso, para decir cualquier otra cosa, para poner en uso el habla, para producir sentido como le viene, para apropiarse, para tomar, para construir.
Ludwig Wittgenstein explicaba que todo el sentido de las proposiciones está en su función, de modo que preguntar sobre el sentido de una proposición es preguntar por la manera en que se usa, ya que no hay nada que contenga el lenguaje fuera del alcance de su contexto («don’t look for the meaning, look for the use»). En el juego duchampiano de buscar sentido poniendo a prueba el lenguaje al distorsionar su contexto (lo que Wittgenstein llamaría game of language ), es donde se aprende a circular entre los recovecos de la cotidianidad hasta encontrar algún que otro terrain vague, y poder utilizarlo en el momento justo, rápidamente, localmente, improvisando, como una acción concreta dentro de una deriva situacionista, como en un enloquecido ultrashow de Miquel Noguera o unas palomas alineadas de Boris Achour.
Lo que para Laurence Weimer y otros artistas conceptuales era una problematización del sentido como lenguaje o como estructura, para muchos artistas contemporáneos es la visibilización de la carencia de sentido mediante la práctica, con procedimientos especialmente activos, como en las acciones remuneradas de Santiago Sierra o el absurdo de las esculturas de un minuto de Erwin Wurm. Si en el minimal el vacío era una confrontación directa con la pieza en el espacio vacío, hoy el espacio está vaciado con la finalidad de ser utilizado para la vida, las ficciones o las relaciones, como atestigua la desnudez del Palais de Tokyo, siempre en construcción. Una construcción centrada a veces en la invención de ficciones, como en el trabajo de Pierre Huyghe o Dora García, o en la vindicación de ese espacio vacío como espacio para construír, como el silencio parlante de Ignasi Aballí o Kelly Mark. Y más allá del reciclaje institucional, el arte se des-mira y atiende a la mínima expresión para recuperar en ocasiones la complejidad de su capacidad productora en la base de la producción misma, allá donde se produce la vida, se inventa el sentido y la subjetividad se pone a hablar, en casa (o en la casa que tenemos alquilada), como en la parodia absurda y lowtech de David Bestué y Marc Vives con sus Acciones en casa meticulosamente documentadas, en la inventiva narrativa y personal de un vídeo de Douglas Fishbone apropiándose de imágenes del Google, o en las tácticas de supermercado de Matthieu Laurette.
El habla como acción, como vehículo ético, como herramienta de construcción, como metáfora. El decir como puesta en acto del lenguaje, como break, inmediato, disidente, micro. Ese es el otro camino, el que atiende a la complejidad de lo mínimo significativo, lo que adquiere significado y sentido mediante el uso. En este camino no se trata de glorificar el proceso, sino de producir. No se trata de coleccionar hechos, sino de hacer. No se trata de hablar de la vida, sino de vivir
Se trata de no perder más el tiempo, de utilizar el mundo como viene, de desarrollar las tácticas que sean necesarias, de combatir en la cocina, de sacarnos el sentido de la manga, de montar una empresa, de jugar, de mover las fichas, de lamer a un perro, de caminar por la cuneta, de postasiar, de memorizar un libro, de salir de fiesta, de seleccionar unas naranjas, de focalizar la intolerancia, de escribir sobre la marcha, de leer la biblia o de matar una paloma. Se trata de mantenerse en alerta, de ser un transeúnte, de documentarlo todo, de decir lo que sea siempre que haya algo que decir. Pero rápido, no hay tiempo que perder.
Y si a esto otro no le llamamos arte ¿qué más da?
Rubén Grillo