En esta imagen la nostalgia juega un papel destacado. La fotografía ha sido retocada dándole un aspecto envejecido que reune de golpe el pasado glorioso de la industria siderúrgica de Bilbao y el presente turístico. Parece que el museo es el reflejo de su propia imagen en la ría bilbaína y no al revés. Encontré esta tarjeta postal en Bilbao durante un paseo en el 2000, tres años después de la apertura del museo diseñado por Frank Gehry y puedo dar testimonio que la misma se encontraba entre las muchas que se disponen en las tiendas como un souvenir más para los turistas. Obviamente la fotografía no está tomada en un día especialmente borrascoso que pudiera tintar con esa tonalidad marrón el titanio, y tampoco en otra jornada en la que la ría bajara o subiera excesivamente sucia. El propio proceso de higienización de la ría, resultado del plan estratégico urbanístico del que (nunca mejor dicho) el museo es el buque insignia no permite ya semejante proyección de sombras en los objetos y edificios del alrededor. Es como si la persona realizadora de la postal se hubiera arrogado el derecho de subvertir o manipular la misma, en un gesto de detournement donde acaban manifestándose las contradicciones de la historia, si no un buen ejemplo de la dialéctica entre lo viejo y lo nuevo; el pasado industrial del Bilbao y la nueva imagen de golpe reunidas no ya en una simple imagen, sino en una imagen que es una tarjeta postal. Hasta aquí una lectura más o menos obvia de esta situación que ahora, años después de haberla guardado, me parece conveniente sacar a la luz como un metacomentario.
Pero la interpretación va todavía más lejos. Es sabido que una de las cuestiones relevantes a la elección del arquitecto del titanio era precisamente la resistencia a la corrosión o mejor dicho, a la posible roña que pudiera invadirle en un futuro más o menos próximo. Al contrario del del hierro o el acero corten, el titanio supuestamente tiene una durabilidad cuasi-eterna. El titanio es como un meta-metal, es decir, un metal que se refiere a la metalúrgia de alta tecnología. La proyección del museo, brillante y reluciente en su captación de la luz y el reflejo, en una superficie opaca, texturada y marrón podría verse ahora como un escenario distópico más propio de Mad Max u otros relatos apocalípticos post-humanos.
Erosión, entropía; palabras difíciles de asimilar por una cosa que asentada en un presente perpetuo se proyecta a la eternidad como una unidad inalterable. Una base conceptual alojada en el material que a modo de una potente metáfora no mimetiza el entorno sino que lo sublima, situándose suspendido como un jardín colgante inmaculado en cuanto continente proyectado en el futuro (pongamos 10 años desde ahora o 20 desde su apertura) y como una gran interrogante en lo que respecta a su contenido y función social.
Uno de los capítulos más destacados (no por su magnitud, sino precisamente por esa nimiedad de los detalles que siempre acaban ofreciéndonos pequeñas-grandes lecciones) de la historia del Guggenheim Bilbao puede hallarse en el intercambio epistolar entre el artista Allan Sekula y el director del museo Juan Ignacio Vidarte. Sekula advirtió en un artículo en October (nº 102) “Between the Net and Deep Blue Sea (Rethinking the Traffic in Photographs”, de los riesgos del ácido hidrofluórico como oxidante (fijándose en unos containers cilíndricos almacenados por la RENFE próximos al museo), quizás proyectando en su imaginación ese mismo escenario distópico, o quien sabe movido por la tarjeta postal que se puso en circulación y que aquí mismo reproduzco. De hecho, al final del artículo hace mención a una tarjeta postal. Escribe: “La postal turística queda algo empañada por el vigente parentesco de la ciudad de Seveso y Bopal. Sin embargo, no hace falta evocar escenarios apocalípticos; para desgracia del arquitecto, la coraza de titanio del Guggenheim ya ha empezado a oxidarse y opacarse a la sempiterna atmósfera marina del golfo de Vizcaya. Desde ya el edificio empieza a evocar el naufragio de un viejo acorazado, manchado con residuos de queroseno quemado”.
La réplica de Vidarte no se hizo esperar, quizás movido por un argumento lanzado por un artista de enorme peso en un medio de igual peso discursivo y teórico como es la citada revista norteamericana. La respuesta venía a ofrecer una explicación científica o química del por qué no de la oxidación, (amparada en una asesoría especializada sobre dicho tema). Sekulla responde que resulta un tanto pedante y perverso ofrecer una lección de química a un juego metafórico con la corrosión. Algo de todo esto puede leerse en el libro Aprendiendo del Guggenheim Bilbao (Anna Maria Guasch y Joseba Zulaika eds. Akal, 2007).
Tomarse una crítica con excesiva seriedad puede ser un síntoma de debilidad, inseguridad o algo otro. Lo que subyace en esta hasta ahora un tanto anecdótica situación es la capacidad del arte de producir y propagar una crítica del tipo de “crítica institucional” amparándose en argumentos no necesariamente científicos ni de veracidad comprobada (y confieso que me trae sin cuidado si el titanio se oxida o no) sino más bien en el rastreo de metáforas y relatos que directa o indirectamente pueden poner en jaque al sistema. A la vista de la reacción de la institución, resultaba manifiesto que algo de mecanismo de defensa había, equivalente en cierta medida a la ofensa recibida. No es menos cierto que el óxido juega un importante rol en toda esta historia, pues óxido es lo que recubre el otro edificio emblemático levantado sobre los astilleros de Euskalduna, el Palacio de Congresos, y óxido es lo que se encuentra el visitante en la enorme sala (anteriormente llamada Fish) del museo (ahora llamada Sala Arcelor en honor esponsor, una de las mayores empresas siderúrgicas europeas) y me refiero obviamente a The Matter of Time de Richard Serra, sin ningún género de dudas quizás la apuesta económica y artística más importante que el museo ha llevado a cabo desde sus comienzos. Las relaciones entre Gehry y Serra y, por otra parte, entre este último y los dos artistas vascos más relevantes (o ¿universales?), Oteiza y Chillida, ya han sido realizadas en numerosas ocasiones con mayor o menor fortuna. Pero ¿qué hay de la roña como posible vínculo entre las dos luminarias norteamericanas?
Existe igualmente un documental de los realizadores Ila Beka y Louise Lemoine titulado Gehry’s Vertigo que retrata el edicifio de Gehry a partir de la mirada de los equipos de limpieza que realizan tareas de “higienización” de las escamas exteriores de la arquitectura. Nótese que la singular no-forma curvilínea del edificio requiere de algo más que equipos de limpieza al uso, más bien personas dotadas de habilidades para la escalada deportiva que sepan colgarse de cuerdas y poleas y otras técnicas propias de la escalada y el montañismo. ¿Otra vez los jardines colgantes? Al final hemos llegado a una forma de ecología como contradiscurso higienista. Tampoco se conoce el presupuesto que el museo destina a estas labores de “conservación de patrimonio”. Desconozco si es mucho o es poco, pero no importa demasiado en este contexto.
Lo que sí me parece relevante de todo esto es la capacidad de la crítica institucional para utilizar la ciencia-ficción como género propiamente crítico de la realidad, algo que ya se encuentra en la propia historia del género literario (pensemos en Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift y otras muchas obras). Hasta qué punto los artistas adscritos a la crítica institucional son lectores de ciencia-ficción es una línea que exploraré en otro lugar y espacio. De Martha Rosler a Nils Norman, la utopía y la ciencia-ficción sobrevuela el imaginario.
La capacidad para la producción de contradicciones y metáforas se sitúa siempre en esa circulación que va de la institución al artista y viceversa. La institución sabe que no hay peligro en ser inoculada de vez en cuando o en puntuales ocsiones, siempre y cuando la infección producida esté bajo control y no amenace con propagarse por todo el organismo.
Peio Aguirre
http://peioaguirre.blogspot.com/