En Bogotá, durante años, una persona fijó su mirada sobre una obra pública de arte. El encuentro era parte de la ruta escolar que de sur a norte recorría la carrera séptima y cruzaba por la calle cien: “en ese punto, primer ángulo en que mi ruta diaria daba un giro, había una escultura tan liviana como voluminosa, un armatoste, un aparato que siempre llamó mi atención por dos características sencillas y básicas: primero, estaba hecha de viejas piezas industriales, el óxido sobre la superficie daba cuenta de un tiempo pasado, de algo que antes era de una forma y que luego fue de otra, de una funcionalidad perdida. Segundo, la escultura implicaba un recorrido ya que desde ningún ángulo parecía ser la misma: no tenía ni atrás ni adelante, no había ningún punto desde el cual suponer “éste es el frente”, y si uno la miraba desde una coordenada X no podía saber qué estaba aconteciendo del otro lado.”
A este circunloquio infraleve se sumó un recorrido nocturno de otra persona: tres años después de instalada la obra en 1971, la autora de la escultura regresaba en carro de una fiesta con su esposo, pasaron por el sitio, vieron como una grúa jalaba la pieza, se detuvieron y los chatarreros que intentaban desoldar los ejes de bulldozer huyeron. La escultura sobrevivió a la deconstrucción criolla pero su autora le añadió una protección: una nueva base cúbica que sumó un tercio más de altura y un punto gigante al elegante interrogante metálico.
La mirada diurna es de Julia Buenaventura, de su tesis universitaria, la vista nocturna es de Feliza Bursztyn. La escultura es Homenaje a Gandhi, “un espacio y un gesto diplomático del gobierno colombiano para el reconocido líder hindú y su país”, todo esto lo cuenta Manuela Ochoa en su texto Los escenarios deshabitados.
Sobre la obra de Bursztyn una crítica en el pasado sentenció: “es una escultura fallida en tanto que monumento: podría funcionar bien como mini-escultura, pero aguanta mal la ampliación de la escala, porque el formato no es lo suficientemente sólido para enfrentarse a un paisaje excluyente […] el despotismo de la cordillera lo liquida y la chatarra resulta tan escuálida con lo es Gandhi en el recuerdo, sin que sea factible, desde luego, pensar que se trata de un intento figurativo”. Años antes, en 1968, la misma crítica que hizo la crítica se criticaba. En un Comentario sobre Feliza Burstyn, Marta Traba decía sobre este tipo de esculturas: “Quizás por eso no quiero someterlas al tedio del análisis ni a la frialdad de un elogio crítico, sino dejarlas así, solas, suspendidas en el aire liviano de Bogotá como una amenaza para los conformistas y los pobres de espíritu.” La dualidad —tan propia de la crítica— describía bien ese campo tenso entre monumento fallido y amenaza efímera; tal vez todo pase cuando a esta pieza industrial la devore otro monstruo más poderoso que la interpretación o el progreso, y su reemplazo sea, quizá, una monumental estación de transporte público llamada Gandhi o Bursztyn.
Posdata: para el año 2015 se anunció que el puente de la calle cine con carrera séptima será demolido para dar paso a un “deprimido” proyectado dentro del Plan de Renovación Urbana de la zona. La empresa encargada de llevar a cabo el proyecto, en la alicaída visualización con que socializa la iniciativa empresarial, oculta o reemplaza la escultura con unos árboles y en nada la menciona en el documento con que promociona el proyecto. Bursztyn, en su época, se refirió a su pieza como a un “hijo sin fortuna” cuando vio que era usado para pegar carteles —hoy la usa uno que otro mediocre grafitero para estamparle la pintada de una firma huera—. Todo indica que el Homenaje a Gandhi, con sus cuatro toneladas de chatarra, tiene un puesto garantizado en el museo efímero del olvido.
(Versión de un texto publicado en Periodico Arteria #45)