En nuestra propuesta inicial para “Servicios,” Helmut Draxler y quien escribe, ofrecimos el término “servicio” para describir lo que parecía ser un rasgo determinante de lo se ha dado en llamar “proyecto artístico” («project work»). Escribimos: Nos parece que, relacionada de manera variada a las tradiciones de la crítica institucional, productivista, activista y documentalista política así como a las actividades post-estudio, para un sitio específico y/o de arte público, las prácticas habitualmente caracterizadas como “proyecto artístico” no necesariamente comparten una base temática, ideológica o de procedimiento. Lo que estas parecen compartir es el hecho de que todas implican el consumo de una cantidad de trabajo que, o es superior a, o independiente de, cualquier producción material específica, y que no puede ser llevado a cabo como, o junto con, un producto. Este trabajo, que en términos económicos podría ser denominado provisión de servicios (como opuesto a producción de bienes), puede incluir: -el trabajo de interpretación o análisis de sitios y situaciones dentro y fuera de instituciones culturales; -el trabajo de presentación e instalación; -el trabajo de educación del público dentro y fuera de instituciones culturales; -trabajo vocacional y comunitario, incluyendo organización, educación, producción de documentación y la creación de estructuras alternativas. “Proveer un servicio”, en este sentido, no es una intención (tal como beneficiar a la sociedad) atribuida a artistas particulares ni un contenido (tal como la educación o la seguridad en un museo) que caracteriza a un grupo de obras. En cambio, propusimos “provisión de servicios” para describir la condición económica de un proyecto así como la naturaleza de las relaciones sociales bajo las cuales es llevado a cabo. En el nivel más básico podríamos incluso pretender que la prevalencia de prácticas tales como el pago de honorarios a los artistas por instituciones culturales indican que la emergencia del arte como “provisión de servicios” es simplemente un hecho histórico (los honorarios son por definición el pago por servicios).
Seguimos escribiendo: Parece ser que hay un creciente consenso tanto entre artistas como curadores de que la nueva serie de relaciones que emergen alrededor de los proyectos artísticos necesita clarificación. Mientras los curadores están cada vez más interesados en solicitar a los artistas que produzcan obra en respuesta a situaciones específicas existentes o construidas, el trabajo necesario para responder a esas demandas a menudo no es reconocido o adecuadamente compensado. A la inversa, muchos curadores comprometidos con el desarrollo de proyectos están frustrados al verse a sí mismos en el rol de productores para galerías comerciales, o de un “departamento de servicios” para artistas. Organizamos el proyecto “Servicios” como una ocasión para considerar algunos de esos problemas materiales y prácticos, así como también los desarrollos históricos que pudieran haber contribuido a la emergencia de la provisión de servicios artísticos, y para proporcionar un foro de discusión del impacto que ese desarrollo ha tenido sobre las relaciones entre artistas, curadores e instituciones.
Como artista tengo un interés particular en todas estas cuestiones. Mi motivación para iniciar “Servicios” vino de las complicaciones y conflictos que experimenté como resultado de entrar en relaciones con curadores y organizaciones que no estaban reguladas por estándares aceptados de práctica profesional, así como de la frustración de trabajar a tiempo completo para exhibiciones muy prestigiosas aunque aún no era capaz de ganar lo necesario para sustentarme.
“Servicios” –y las actividades relacionadas en las que estuve involucrada, como haber preparado la propuesta- implicaron un esfuerzo hecho por artistas para representar y salvaguardar sus intereses prácticos y materiales creando tales foros para la discusión de esos intereses; para recolectar información de una serie de artistas sobre sus preferencias en acuerdos de trabajo, con el objetivo de preparar una serie de pautas generales y quizás un contrato básico; para acordar la formación de una especie de asociación.
Lo que está implicado en todas estas actividades es menos un modelo sindical de convenio colectivo que un modelo profesional de auto-regulación colectiva. Como los convenios colectivos, este último modelo podría también, potencialmente, proporcionar una cierta ventaja para los artistas al tratar con instituciones culturales y otras organizaciones comisionistas, pero alcanzar esto requeriría una clarificación de procedimiento y, quizás, el desarrollo de una metodología básica en referencia a cuáles necesidades y demandas legítimas podrían ser colectivamente determinadas. Un ejemplo sería la cuestión de los honorarios versus las ventas; el hecho de que algunos artistas perciban honorarios de una institución y luego vendan lo que fue producido socava la legitimidad de las demandas de honorarios. Otro ejemplo sería cómo la integridad de los proyectos es concebida: ¿los proyectos que requieren un alto grado de participación de la institución dan a esta algunos derechos para alterar o determinar la disposición de la obra?
Como Helmut Draxler y yo escribimos en nuestra propuesta, las resoluciones de problemas prácticos a menudo representan decisiones políticas que pueden impactar no sólo en las condiciones de trabajo de los artistas sino también en la función y significado de su actividad. Estoy hablando sólo por mí misma (y no por el proyecto “Servicios”) cuando digo que mi interés en todas estas actividades organizacionales derivó tanto de la posibilidad de la práctica artística de desarrollarse como una profesión verdaderamente auto-regulada, como de la esperanza de obtener una ventaja al tratar con instituciones artísticas.
La auto-regulación profesional es un asunto de ética profesional tanto como de intereses profesionales. En nuestro campo, es también un asunto de ética de la práctica cultural. Y, dado que el alcance de la práctica cultural va desde ámbitos privados a edificios públicos y calles, es un asunto de ética de la mayoría de las relaciones sociales y subjetivas manifiestas en y a través de la cultura.
Proponer hablar sobre “Cómo proveer un servicio artístico” es parte de un experimento que quiero emprender para ver si es posible desarrollar una metodología que pueda funcionar como una base para una profesión autoregulada de provisión de servicios artísticos. Este experimento tomará la forma de un libro –llamado “Cómo proveer un servicio artístico”-, el modelo del cual serán los manuales de conducta y técnica profesionales comunes en otros campos… libros como “La entrevista psiquiátrica” o “Diagnosis organizacional”, o los textos de Freud sobre técnica, para mencionar tres que he encontrado particularmente útiles.
Lo que estoy presentando esta noche sería algo así como la introducción a ese libro, o los comienzos de un argumento sobre por qué ese libro podría ser necesario.
Además de las preocupaciones materiales que motivan el proyecto “Servicios”, una cuestión central fue la potencial pérdida de autonomía consecuente con la apropiación de modelos profesionales de otros campos –tales como contratos y estructuras de honorarios- como medios de resolver problemas prácticos. La aceptación crítica ha creado una demanda de proyectos dentro de las organizaciones culturales que claramente no fue sólo una demanda de artistas particulares e individuales. Esta demanda proporcionó la posibilidad de actuar colectivamente para determinar y defender nuestros intereses –particularmente intereses económicos- así como para considerar la historia de tal tipo de acción. Pero también resultó claro que dicha demanda, expresada en invitaciones a emprender proyectos en respuesta a situaciones y bajo condiciones explícitamente definidas por otros, representó una amenaza a la autonomía artística. Diseñar contratos para salvaguardar nuestros intereses prácticos y materiales, o incluso simplemente demandar honorarios en compensación por nuestros servicios, puede además comprometer nuestra independencia al volvernos funcionarios u organizaciones “clientes”.
Mientras muchos de nosotros hemos absorbido en nuestra obra la posición y actividades de curadores, galeristas, educadores, consultores de relaciones públicas y de personal, consultores de seguridad, arquitectos y montajistas, investigadores, archivistas, etcétera, ciertamente no hicimos esto para que nuestras prácticas se reduzcan a las funciones de esas profesiones. Lo que podría –debería- diferenciar nuestras prácticas de ellas es precisamente nuestra autonomía. Esta autonomía está representada, más destacadamente, en nuestra relativa libertad con respecto a la funcionalización de nuestra actividad –esto es, con respecto a su racionalización en el servicio de intereses específicos definidos por individuos u organizaciones con las cuales trabajamos. Incluida en esto está la libertad en relación a la racionalización del lenguaje y formas que utilizamos –una libertad que puede o no manifestarse en formas “estéticas” reconocibles. También está incluida la libertad de expresión y consciencia –garantizadas por una práctica profesional aceptada- la cual se supone que salvaguarda nuestro derecho a expresar opiniones críticas y comprometidas en actividades controversiales.
La lógica de la cuestión es bastante clara. Estamos demandando honorarios como compensación por trabajar dentro de organizaciones. Los honorarios son, por definición, el pago por servicios. Si estamos, pues, aceptando un pago a cambio de nuestros servicios, ¿eso significa que estamos sirviendo a aquellos que nos pagan? Si no, ¿a quién estamos sirviendo y sobre qué base demandamos el pago (y deberíamos demandarlo)?
O, si es así, ¿cómo estamos sirviendo (y qué estamos sirviendo)? Yo diría que estas preguntas no son exclusivas de la práctica basada en proyectos –sea esta definida como servicio o no. La práctica artística basada en proyectos simplemente hace necesario formularlas. Diría que todos estamos siempre prestando servicios. Las prácticas de estudio ocultan esta condición al separar la producción de los intereses que concita y de las demandas a las que responde en su punto de consumo material o simbólico. En la medida en que un servicio puede ser definido, en términos económicos, como un valor que es consumido al mismo tiempo que es producido, el elemento servicio de la práctica artística basada en proyectos elimina tal separación. Una invitación a producir una obra específica en respuesta a una situación específica es una demanda muy directa, cuyos intereses motivadores están a menudo apenas encubiertos y son difíciles de ignorar. Sé que si acepto tal invitación estaré sirviendo a tales intereses –a menos que trabaje muy duro para hacer otra cosa.
Los intereses contenidos en cualquier demanda de arte, estén estos expresados en una invitación a emprender un proyecto o no, caracterizarían una sección muy extensa de un libro sobre “Cómo proveer un servicio artístico.” Comenzaría con el carácter objetivo de la demanda de arte. Esto sería oponerse a Ia experiencia subjetiva que creo la mayoría de los artistas tiene de la naturaleza puramente individual de la demanda (dirigida a sí mismos o a otros); el mito de que no hay demanda de arte como tal, sino sólo de artistas individuales de particular talento, etcétera, y que en ausencia de tales artistas, todo el aparato del arte contemporáneo desaparecería. Por supuesto, ese no es el caso. Los museos han sido construidos y deben ser llenados. Los críticos y curadores se han entrenado y tienen interés en ser contratados, los galeristas deben exhibir. Se han hecho inversiones y el campo debe reproducirse a sí mismo.
Esta demanda primaria para alimentar la reproducción del campo está condicionada por el próximo nivel de demanda; que está representado por los intereses relacionados a las luchas competitivas de y entre artistas, curadores, críticos, galeristas, etcétera. Estas luchas por mantener y mejorar la propia posición, el propio status profesional, vis-a-vis los propios pares; imponer el principio del status, esto es, de la legitimidad, y el criterio de valor por el cual la posición de otros será definida son la dinámica a través de la cual el campo se reproduce a sí mismo. En tanto la influencia sobre las instituciones culturales es un objetivo primario en las luchas profesionales, la demanda de arte dirigida a artistas está frecuentemente relacionada a la competencia entre las instituciones mismas; competencia por recursos, prensa, público, y todos los otros índices de influencia sobre la percepción popular y profesional de la cultura legitimada y el dicurso cultural legitimado.
Pero las instituciones culturales no son entidades unitarias. Están compuestas por diferentes sectores –por ejemplo, profesionales y vocacionales- los cuales están ellos mismos en conflicto-. Como practicante de la denominada crítica institucional, a menudo me han preguntado: “Bien, si eres tan crítica, ¿por qué te invitaron?” Me tomó cierto tiempo entender que estaba siendo invitada por un sector para producir una crítica al otro.
Pierre Bourdieu escribe: los productos desarrollados en las luchas competitivas de las cuales [el campo] es el sitio, y las cuales son la fuente del incesante cambio de esos productos, reúnen, sin haberlo buscado expresamente, la demanda que es conformada en las relaciones antagonistas subjetiva u objetivamente [esto es, las luchas competitivas] entre las diferentes clases o fracciones de clase por el consumidor de bienes materiales o culturales…[D, p230]
Esto se debe a que, continúa, Los productores pueden estar totalmente involucrados y absorbidos en sus luchas con otros productores, convencidos de que sólo están en juego intereses artísticos específicos… mientras permanecen inconscientes de las funciones sociales que cumplen, en el largo plazo, para un público particular, y sin cesar jamás de responder a las expectativas de una clase particular…[D, p34]
O, uno podría decir, permanecen inconscientes de cuánto sirven en las luchas dentro de clases o entre fracciones de clases.
La demanda de obras de arte cumplida cuando estas son consumidas materialmente por un coleccionista privado, o simbólicamente por un visitante de museo, puede así estar condicionada por las luchas constitutivas del campo de producción cultural – donde “la oferta”, escribe Bourdieu, “siempre ejerce un efecto de imposición simbólica”. Pero hasta en lo que hace a los intereses, las necesidades, los deseos invertidos en los que esa demanda está preocupada, el objeto es indiferente, en tanto la demanda misma está sujeta a un perpetuo desplazamiento siguiendo el curso de luchas particulares dentro del campo. Incluso diría que la demanda generada por la competencia de y entre coleccionistas de arte y visitantes de museos sobre la cantidad y calidad de consumo cultural es en sí misma desplazada hacia otro lugar, y podría fácilmente aficionarse a otro campo.
La cínica y degradada versión de este tipo de análisis es que el arte no es diferente de cualquier otro mercado de bienes suntuarios. Todos ellos sirven a la competencia social por status y prestigio. Pero el status no es una cuestión de símbolos de status, ni el prestigio algo suntuario. La búsqueda de prestigio es sólo la forma dominante de las luchas por la legitimación, de la cual la cultura es un sitio primario. El íntimo carácter de la adecuación y competencia en juego en esas luchas es evidente en la ansiedad que incluso las personas socialmente más dominantes exhiben cuando son confrontadas con una obra de arte institucionalmente consagrada. Tampoco entra uno en esas luchas voluntariamente, como si fuera el resultado de cierta forma de vanidad. Antes bien, ellas son asignadas por mandato, por ejemplo, por museos que, como instituciones públicas, imponen las competencias necesarias para comprender la cultura que ellos definen como legítima según una condición de adecuación con respecto a las ciudades o estados que los sostienen.
Pero no hay artistas en los que pueda pensar que pudieran creíblemente sugerir que las funciones a las que sus obras sirven no tienen nada que ver con ellos o su actividad artística, porque todos los artistas son invitados a aumentar esas funciones por organizaciones e individuos en inauguraciones, cenas, conferencias de prensa, etcétera. Estarían en lo correcto, en cualquier caso, al decir que no sirven a alguien si –como escribe Pierre Bourdieu- “sirven objetivamente sólo porque, con toda sinceridad, sirven a sus propios intereses, intereses específicos, altamente sublimados y eufemísticos….”[D, p240]. ¿Estoy realmente sirviendo a mis propios intereses? De acuerdo con la lógica de la autonomía artística, trabajamos solamente para nosotros mismos; para nuestra propia satisfacción, para la satisfacción de nuestros propios criterios o juicio, sujetos sólo a la lógica interna de nuestra práctica, las demandas de nuestra consciencia o nuestros impulsos. Mi experiencia ha sido que la libertad ganada en esa forma de autonomía es con frecuencia no más que la base para la autoexplotación.
Quizás es por el privilegio de reconocernos y de ser reconocidos en los productos de nuestro trabajo (como la “libertad” de trabajar, de acuerdo con Marx), al precio de trabajo excedentario, generando una plusvalía, o beneficio, que es apropiado por otro. En nuestro caso, es primariamente un beneficio simbólico lo que generamos. Y está condicionado precisamente por la libertad de la necesidad económica que expresamos en nuestra autoexplotación.
Dado que trabajamos por nuestra propia satisfacción, se supone que nuestra tarea es su propia compensación. Con frecuencia se siente como si todas nuestras relaciones profesionales estuvieran organizadas de manera que todo el aparato del arte –incluyendo instituciones culturales y galerías- estuviera establecido para proporcionarnos muy generosamente la oportunidad de cumplir nuestros deseos exhibicionistas en una presentación pública. [Uno puede ver el tipo de mercado laboral al que proveemos de justificación ideológica al invertir tal representación.]
La libertad subjetiva, la autonomía de consciencia y la potenciación de la voluntad individual es confrontada en grado inverso por la dependencia económica y social. Esta dependencia es sólo parcialmente un resultado de la atomización de los artistas; el individualismo y la competencia que hace confiar a cada productor en llevar adelante su empresa en aislamiento –sino en una especie de secreto. Los intentos de los artistas por formar asociaciones –algunas de las cuales están documentadas aquí- sólo pueden avanzar un corto trecho en aliviar tal dependencia. Su parte más importante no reside en las relaciones de distribución sino en los mecanismos del sistema de creencias que produce el valor de las obras de arte, y afirma la legitimidad de nuestra actividad. Las divisiones del trabajo dentro del campo –entre producción, distribución y recepción- son efectivamente divisiones de interés que crean la base para la creencia en el juicio independiente de la calidad de las obras. Este sistema de creencias requiere del juicio de otros cuyos intereses no coinciden con los nuestros, quienes no tienen interés en ayudarnos con sus evaluaciones. Si los curadores y marchands parecen estar trabajando para los artistas su juicio pierde su apariencia de desinterés –y así su valor- y ellos pierden sus poderes de consagrar y vender. Mientras, bajo las condiciones normales de competencia, el juicio de los artistas hacia sus pares tiene un alto grado de credibilidad, si esas mismas evaluaciones parecen estar basadas, en cambio, en una identificación de intereses (como ha sido el caso, por ejemplo, de las galerías cooperativas), entonces, pierden su credibilidad.
Este es el principio contradictorio de nuestras vidas profesionales: la dependencia es la condición de nuestra autonomía. Podemos trabajar para nosotros mismos, para nuestra propia satisfacción, respondiendo sólo a demandas internas, siguiendo sólo una lógica interna, pero al hacerlo perdemos el derecho de regular las condiciones económicas y sociales de nuestra actividad. Y al perder el derecho de regular nuestra actividad de acuerdo a nuestros intereses profesionales, también perdemos la capacidad de determinar el sentido y los efectos de nuestra actividad de acuerdo con nuestros intereses como sujetos sociales también sometidos a los efectos del sistema simbólico que producimos y reproducimos. Mientras el sistema de creencias del que el status de nuestra actividad depende esté definido de acuerdo al principio de autonomía que nos impide buscar la producción de un específico valor de uso, estamos condicionados a producir sólo un valor de prestigio. Si siempre estamos sirviendo, la libertad artística sólo puede consistir en determinar por nosotros mismos –hasta el punto que podamos- a quién y cómo servimos. Este es, creo, el único camino hacia un principio de autonomía menos contradictorio.
Andrea Fraser, artista
Enviado a [esferapública] por Catalina Vaughan. Título original: “How to Provide an Artistic Service: an Introducion”. Traducción: Francisco Ali-Brouchoud, Posadas, 2006.