Cine en el Cementerio
Diego García siempre me ha rimado con la Dirección de Fotografía. Sé de su existencia desde hace muchos años, cuando era estudiante de cine en Francia junto a su hermano Sergio. Los llamaban «los hermanos Taviani», como sus émulos italianos. A su regreso a Colombia, Diego y quien escribe nos cruzamos en el rodaje de dos de los documentales memorables de Luis Ospina («Antonio María Valencia: música en cámara» y «Ojo vista, peligra la vida del artista») donde Diego ofició como el hombre de las luces. Años después, coincidimos por las mismas calles parisinas, mientras él armaba proyectos imposibles de largo metraje y rodaba, sin ningún afán, las imágenes de lo que luego sería uno de sus trabajos más destacados: «Las castañuelas de Nôtre Dame».
En el nuevo milenio, ambos sentamos cabeza en Bogotá, tuvimos hijos casi el mismo año (por supuesto, cada uno con su respectiva fémina) y tomamos resoluciones contundentes con respecto a nuestros destinos: haríamos lo que realmente nos diera la gana. En ese sentido, Diego ha triunfado. Al decidir que la utopía del cine en Colombia no está de su lado, optó por inventarse su propia manera de distribuir sus películas. Con «El corazón», para no ir más lejos, ha viajado por todo el país, con el film en su mochila, inventándose foros interminables con los espectadores y convirtiendo el acto de la proyección en un punto de partida para la reflexión. Diego no le ha querido vender el alma a ningún diablo. Cada vez es más rebelde, más intransigente y más convencido de la eficacia de sus trabajos.
Por eso, luego de reencontrarnos en el Festival de Cine de Cali, donde presentó su último documental sobre la artista Beatriz González (titulado «¿Por qué llora si ya reí?»), le pedí el favor de que me dijera cuándo sería otra proyección de su nuevo largo. «La próxima vez será en el Cementerio Central de Bogotá», me dijo, con una temible cara de palo. Al principio pensé que me estaba tomando del pelo, pero luego me di cuenta de que me estaba cursando una invitación. Sí. La proyección de «Beatriz González, ¿para qué llora si ya reí?» sería el 11 de noviembre del año de gracia de 2010. No lo dejé pasar por alto y, acompañado de Vivian Newman (quien sólo admite bailar con parejos como Diego) nos fuimos a la cita funesta. Yo sabía que en el Cementerio Central le habían rendido un homenaje a Jairo Pinilla (el conocido «Ed Wood colombiano») y, poco antes de morir, Carlos Mayolo había seguido la saga con una memorable proyección de su «ópera prima» titulada «Carne de tu carne». En este caso, Diego había sido invitado a un evento insólito: «El primer encuentro de cementerios patrimoniales de Colombia, gestión y valoración». ¿Por qué a Diego? Porque su película era la recuperación del trabajo de Beatriz González con las nueve mil lápidas del derruido columbario del camposanto capitalino y, prácticamente, dicha necrópolis era su principal locación. Así que hasta allá rodamos, en una noche helada donde, por fortuna, no cayó ni una sola gota de la infinita temporada invernal colombiana, que me adelanto a llamar «la temporada infernal».
La proyección estaba programada para las seis y treinta de la tarde, pero todo se atrasó. No puedo decir que esto era típico de los encuentros de cementerios patrimoniales, por razones obvias, pero no nos arrepentimos, puesto que tuvimos tiempo para conversar con Diego y luego para oír una interesantísima ponencia, que limitaba con el surrealismo, donde una «especialista» del cementerio de Barcelona explicaba las ventajas de su propia necrópolis, como si ella fuese la directora de la oficina de turismo del Más Allá. Diego nos contó que no quería haber hecho la proyección en la capilla del Cementerio Central sino en el mismísimo columbario, puesto que allí era el epicentro de la obra de su homenajeada. «Menos mal», pensamos con Vivian al unísono. De lo contrario hubiésemos sido los próximos habitantes del camposanto, víctimas del frío sobrenatural que allí reinaba.
Por fin, a las nueve y treinta de la noche, la película de Diego García-Moreno vio la luz. Hora y media después, entendimos la insistencia de Diego por hacer la proyección en el columbario. Nuestro amigo quería organizar una instalación que funcionase como el hombrecillo de la antigua lata de la Avena Quaker (ya se sabe: un hombre que sostiene una lata en la que se ve a un hombre que sostiene una lata en la que se ve a…). En este caso, una proyección en un columbario, donde se ven las imágenes del columbario, etc. Y, por supuesto, ello justificaría esta nota, el hecho de que esté publicada en un espacio donde se escribe sobre las artes escénicas. Porque, una vez más, insisto. Las artes escénicas cada vez más dependen de las artes plásticas. Y éstas dependen cada vez más del cine. Y las artes escénicas cada vez más son ejercicios dancísticos, en fin. En el arte, todo ya es todo. El evento del Cementerio Central era un «performance avant la lettre», si se me permite el políglota juego de palabras. Por su parte, la película «Beatriz González, ¿por qué llora si ya reí?» es un fresco impresionante sobre la historia colombiana, a partir de una reflexión sobre el tema de la muerte.
La obra de González en el cementerio es un punto de partida, pero el punto de llegada apunta mucho más lejos. Es un viaje al Hades nacional, donde García actúa como Caronte. Al comienzo, el realizador se plantea la pregunta: ¿por qué una artista como Beatriz González, que tanto había hecho reír a su público con su ácida versión de los acontecimientos locales, se decide a pintar un autorretrato donde se la ve llorando? La respuesta la da la misma Beatriz: la realidad colombiana ya no es motivo de burla, después de lo sucedido en el holocausto del Palacio de Justicia.
Tomando como hilo conductor la historia de Beatriz González, Diego se encarga de contar la historia de Colombia y su obstinada relación con la muerte. Desde los suicidas del Sisga, pasando por el estatuto de seguridad de Turbay o diseccionando a Belisario Betancur con sus altos mandos militares, la obra de la artista santandereana es un pavoroso motor que impulsa a la reflexión sobre un país y a contarnos cómo la historia del arte también se tiñe de sangre. No creo equivocarme si digo que el film de Diego García es una obra de madurez, que consolida el recorrido de un artista y, al mismo tiempo, es la historia universal de la infamia colombiana.
Creo que, guardadas proporciones, este trabajo es equivalente a obras como «Un tigre de papel» del citado Luis Ospina, «El abogado del terror» de Barbet Schroeder o «Guest» de José Luis Guerín. Películas-río, donde un tema (una artista, un hombre de izquierda, un abogado, un realizador en los festivales de cine…) sirve como hilo conductor para contar una totalidad, un universo, una generación, un macrocosmos.
Tanto Vivian como yo, quedamos consternados. E igual sucedió con la centena de necrófilos que fueron, que fuimos, al Cementerio Central. Allí supimos, a su vez, que el recorrido del film no será en las gastadas salas de cine del país, según García. Las proyecciones se harán en los distintos camposantos nacionales (San Agustín, fosas comunes, cementerios de distintas religiones, templos…). Ya tiene trazado todo un mapa. Yo lo seguiría de todo corazón, pero el tiempo no le da tiempo al tiempo.
Le di, le dimos, las gracias a Diego por la invitación y salimos del cementerio. Buscamos el carro, salimos en reversa, antes de que nos diera la medianoche. Pero nos perdimos. Increíble pero cierto. Nos perdimos en el laberinto de nuevos columbarios. En una oscuridad digna del film «La noche de los muertos» de mi pariente George A. Romero, seguíamos el rastro de los focos pálidos del Volkswagen de Vivian y comenzamos un asfixiante recorrido en redondo. «¡Diego!», gritamos desesperados. Pero el cementerio ya había sido cerrado.
Por fortuna, en la cripta donde yacemos, hay espacio para escribir estas líneas. Esperamos que algún alma buena se encargue de rescatarnos y de llevarnos a un sitio seguro.
El histriónico Diego García-Moreno se ha salido con la suya.
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Sandro Romero Rey
publicado por Contra Escena