Disparar contra el arte contemporáneo: he aquí un deporte de práctica creciente en los últimos años. Como se da por sentado que ese arte puede soportarlo todo, se le supone bien guarecido en sus fortines, desde el otro lado de la muralla entonces el asedio es aún más recio y amenazante. Los portavoces de estas críticas son tan diversos como sus conocimientos sobre el tema que abordan. Pueden llamarse Jean Baudrillard o Robert Hughes; Mario Vargas Llosa o Donald Kuspit; James Gardner o Julio Llamazares. Todos ellos, y muchos otros, han coincidido en denostar del arte contemporáneo su frivolidad, su posición marginal en el discurso intelectual, su adicción a las subvenciones públicas, su confusión entre estética y política o su estatus fantasmagórico (algo lógico, pues de un arte que se proclama muerto ya sólo pueden quedar espectros). Las definiciones empleadas son, asimismo, tan variopintas como curiosas: desde «cultura de la queja» hasta «cultura basura», desde «complot» hasta «mafia», desde «feria de las vanidades» hasta «caca de elefante».
Se critica la posición marginal en el discurso intelectual del arte, su adicción a las subvenciones públicas o su confusión entre estética y política
Nada de esto puede considerarse una novedad. Pablo Picasso o Marcel Duchamp, considerados por Octavio Paz como los dos artistas más importantes del siglo XX (uno por su exceso de obra, otro por su limitada cantidad) ya recibían críticas incluso más contundentes. Al punto de que, todavía hoy, el filósofo José Antonio Marina concibe al artista francés como un tipo «ingenioso», aunque con una envergadura estética de dudoso calado.
Algunas de las recientes críticas son portadoras de argumentos conservadores, cuando no reaccionarios, que ya fueron fulminados en su momento por Oscar Wilde en El crítico como artista. Desde allí, el escritor inglés certificó que la gente huye de lo contemporáneo y acepta lo establecido; aunque lo hace, sencillamente, porque el pasado «no lo puede alterar, no porque pueda entenderlo».
Emerge también, dentro de estos argumentos, ese terror explícito que aún provoca la imagen visual. A veces, desde el ámbito literario, muchos autores son capaces de aceptar -y escribir ellos mismos- asuntos que sin embargo no pueden tolerar una vez situados directamente frente una obra visual. Mario Vargas Llosa, por ejemplo. En su importante carrera literaria no puede considerarse escasa la crueldad, el incesto o la pedofilia (La guerra del fin del mundo, La tía Julia y el escribidor, Historia de Mayta, Elogio de la madrastra). No obstante -como le sucedió con la exposición Sensation-, Vargas Llosa es capaz de escandalizarse cuando los mismos temas son expuestos más allá de la intimidad de la lectura, en la impudicia colectiva que suele suscitar el acto visual.
En otros casos, se hace evidente una argucia que no ennoblece, precisamente, el debate. Como la utilización de algunos puntos frívolos, incluso esperpénticos, de las actuales creaciones para generalizar acerca de todo lo que hoy se produce en las artes visuales. Esto es tan demagógico como lo sería evaluar el estado de la literatura contemporánea por la profusión de premios amañados, el plagio contumaz y demostrado de autores consagrados o simplemente famosos, la proliferación de una literatura llena de lugares comunes, o el trasiego de poder político y mediático entre las grandes editoriales y los escritores. ¿Deberíamos pensar que la literatura actual es eso, sólo eso y nada más que eso?
Puede que las últimas polémicas describan un match subrepticio entre la literatura y el arte en una época límite para ambos. Con el ardid añadido, en el mejor estilo sartreano, de colocar el infierno en el lado ajeno.
Una vez situados en el otro lado del problema, sería sin embargo un pobre consuelo para el circuito del arte girar el rostro ante las críticas que le llueven, extasiarse exclusivamente en el lado donde caen los aplausos, o aducir, in extremis, que el problema es siempre de los demás, «que no nos entienden». Muy mal le irá al arte de estos tiempos si continúa amurallado como una secta dentro de sus propios confines, abonado a un monólogo paranoico que, al final, se solaza casi exclusivamente en dictaminar sobre los otros pero callar acerca de sí mismo.
Es cada vez más imperceptible la tensión en el pulso creativo de un arte en el que los artistas aparecen como actores secundarios, donde menudean teóricos ágrafos, y en el que existen estrellas rutilantes que han construido sus carreras con estos tres conceptos: «las identidades son porosas», «las fronteras son permeables», «el arte contemporáneo no se puede explicar como hasta ahora». Desde luego que ésta es una tríada tan innegable que resulta difícil de rebatir, pero al mismo tiempo es tan obvia que resulta aún más difícil que consiga estimularnos. Es imposible conseguir alicientes en ese tránsito que va del arquetipo al estereotipo, de la tragedia a la farsa, de lo utópico a lo tópico.
Más que una defensa numantina de las críticas externas, valdría la pena afrontar uno de los actos más perentorios, si no el que más, que ha de abordar eso que seguimos llamando arte contemporáneo. Para empezar, tal vez convendría dinamitar su autodefinición como contemporáneo. Es muy cuestionable ese concepto perezoso que parece nacido de la problemática combinación entre dos eternidades falsas. Por una parte, se percibe en él la definición leninista de historia contemporánea (ese infinito anunciado por el arribo del comunismo). Por la otra, se hace visible también aquel fin de la historia de Francis Fukuyama (el otro infinito abierto por la caída de ese propio comunismo).
No se trata, aquí, a la autocrítica como un acto de arrepentimiento asambleario («hemos sido malos, pero prometemos enmendarnos»). Tampoco como un protocolo beato de contrición y flagelo, látigo y silicio. No. De lo que podría tratar semejante ejercicio es de reivindicar una tradición tan fértil como propia, ejercida desde el arte como primer paso para la expansión intelectual de sus contenidos visuales, sensoriales y conceptuales. De Hegel a Giorgio Agamben, y esto es sólo un camino entre otros, esa autocrítica puede rastrearse. Desde la Estética, que descubre el horizonte artístico en un punto siempre crítico, «vago e indeterminado», hasta El hombre sin contenido, que explora la trascendencia del propio arte en su viaje, sin pasaje de vuelta, hasta «más allá de sí mismo». En esa cuerda largamente trenzada hay una historia que reta al saber sobre el arte a partir de explicarlo en sus límites, en esa zona de inquietud que sólo tiene lugar gracias a su propio malestar, a su ubicación en un campo minado.
En otros tiempos, no necesariamente más claros, a Roger Callois le gustaba hablar de Picasso como «el gran liquidador del arte». El problema es que, como se ha ocupado de reiterar Arthur Danto, la creación artística ha continuado. Y resulta que en tiempos posteriores a Picasso sigue habiendo arte, como hemos tenido revolución después de Lenin, poesía más allá de Auschwitz, o comunistas tras la caída del muro de Berlín.
Ésa es una diferencia fundamental de esta época. En otros tiempos, la crítica de arte se refería enfáticamente a la relación de éste con la vida. La autocrítica de arte sin embargo, quizá no sea otra cosa que la sabiduría acerca de su supervivencia. Y la difícil exploración en esa magnitud del arte cifrada por el hecho, extrañísimo, de continuar vivo después de haberse decretado tan rotundamente su muerte.
Iván de la Nuez
publicado en El País
enviado a esferapública por raimond cháves