“Al Patrón lo tumbaron muchas veces, era negado para el arte, no sabía de eso. Yo le hacía las vuelticas de cobro”, dice Chombo, sicario de Pablo Escobar. En un cóctel un galerista se jactaba de que a su negocio llegaban mafiosos con ofertas: “Pagué 25 millones por esta pintura, la dejo en 15”. Su respuesta era tajante: “Cuesta más el marco que la obra”. Lo que seguía era la “vueltica”: cobrar o quebrar al falsario y transar a otro con el aura de la obra. Algunos narcos y sus curadores testaferros, contactaron directamente a los artistas, ante la creciente oferta los pintores se pasaron del óleo al acrílico (seca más rápido). En los años 80 algunos “mágicos” se aparecieron por Europa, le compraron arte en lote a los pintores colombianos del “Grupo de París” y patrocinaron su bohemia. La fábula cuenta que uno de ellos, billarista y pintor de billares, terminó en la finca narco-deco de sus mafiosos mecenas que, cual Borgias locales, le surtieron de todo hasta que el artista murió de cirrosis…
El libro Una línea de polvo. Arte y drogas en Colombia, recién publicado, no toca estos episodios, su autor, el historiador Santiago Rueda dice: “Yo no quise entrar ahí ni caer en versiones sensacionalistas. No quería hacer un anecdotario más. Fue por cuestión metodológica: uno tiene que cotejar las fuentes y ese no era mi proyecto”. Además, las fuentes son locuaces en privado y amnésicas en público. Sin embargo, Rueda suelta dos anécdotas: una es la del jefe del Cartel de Cali cuando le da un cheque a Fernando Botero Zea —jefe de una campaña presidencial e hijo de Fernando Botero—, y el capo di tutti capi dice: “Es el Botero más chiquito y más caro que he pagado”. La otra es la de la estatua de John Lennon comisionada por Ledher a Rodrigo Arenas Betancur. Pero estos artistas no tienen el perfil de “artista somático político” que analiza Rueda. Una línea de polvo separó a los puros de los impuros, a los que reflexionan sobre el fenómeno de los que son parte activa de él, a los que tal vez fumaron —pero no inhalaron— de los otros: los drogados.
Por fuera de esta historia del “narco realismo colombiano” —término de Rueda— se quedó lo real, a falta de lo que en verdad pasó en arte está el placebo: la contemplación ilustrada, una estética de exportación, obras con hojas de coca, líneas de cocaína y productos derivados (fotos, video, instalaciones). La historia verdadera, que incluye narcos, gusto y arribismo, caerá en el mismo olvido en que cayeron las 20.000 obras de arte embolatadas en el Consejo Nacional de Estupefacientes (incluidos los dos “Rubens” de alías Rasguño).
Guy Debord, citado por Rueda, dice: “La mafia no es ajena al mundo; está perfectamente integrada con él”. El arte “naif” que produjo el narcotráfico es la otra cara del arte “conceptual”, es el contrapeso de esta historia, el contrapunto necesario. Pero parece que la academia tiene su aristocracia, ignora a los caídos: esos plebeyos mundanos, faltos de razón, adictos al “mal gusto”, no clasifican al reality del “arte contemporáneo”.
Publicado en Revista Arcadia #59