Por lo general, admitimos como dogma que la función del arte consiste en expresar, y que la expresión artística descansa sobre una certidumbre. Ya sea el pintor o el músico, el artista dice. Dice lo inefable. La obra prolonga y rebasa la percepción vulgar. Lo que la segunda vuelve trivial y deja de lado, la primera, coincidiendo con la intuición metafísica, lo capta en su esencia irreductible. Ahí donde el lenguaje común abdica, el poema o el cuadro hablan. Así, la obra, más real que la realidad, consuma la dignidad de la imaginación artística que se erige en saber de lo absoluto. Incluso descalificado como canon estético, el realismo conserva todo su prestigio. De hecho sólo lo negamos en nombre de un realismo superior: el surrealismo es un superlativo.
La propia crítica profesa este dogma. Entra en el juego del artista con toda la seriedad de la ciencia. A través de las obras, estudia la psicología, los caracteres, los medios, los paisajes. Como si en el evento estético, un objeto fuese liberado por la curiosidad del investigador, el microscopio –o el telescopio– de la visión artística. Al lado del arte difícil, la crítica parece llevar una existencia parasitaria. Un fondo de realidad, inaccesible a la inteligencia conceptual, se vuelve su presa. O bien la crítica sustituye al arte. ¿Acaso interpretar a Mallarmé no es traicionarlo? ¿Acaso interpretarlo fielmente no es suprimirlo? Decir con claridad lo que él dice oscuramente es revelar la vanidad de su hablar oscuro.
La crítica como función distinta de la vida literaria, la crítica experta y profesional, ya sea como artículo de periódico, de revista o como libro, puede parecer sospechosa y desprovista de razón de ser. Pero tiene su fuga en el espíritu del escucha, del espectador, del lector. La crítica como el comportamiento mismo del público. No satisfecho con dejarse absorber por el goce estético, el público siente una necesidad irresistible de hablar.
Que el público tenga algo que decir, cuando el artista se niega a decir de la obra otra cosa más que la obra misma –que no podamos contemplar en silencio–, justifica la crítica. Podemos definirlo así: el hombre que tiene algo que decir cuando todo ha sido dicho, ¿qué otra cosa puede decir de la obra más que la obra misma?
De ahí que tengamos el derecho de preguntarnos si verdaderamente el artista conoce y habla. En un prefacio o en un manifiesto –sin duda; pero entonces, él mismo es el público. Si el arte no fuese originalmente ni lenguaje ni conocimiento –si se situara fuera del “ser en el mundo”, coextensivo a la verdad– la crítica se vería rehabilitada. Marcaría la intervención necesaria de la inteligencia para integrar a la vida humana y al espíritu la inhumanidad y la inflexión del arte.
Tal vez la tendencia a captar el fenómeno estético en la literatura –allí donde la palabra es la materia del artista– explica el dogma contemporáneo del conocimiento por el arte. No siempre ponemos atención en la transformación que sufre la palabra en la literatura. El arte-palabra, el arte-conocimiento, trae consigo el problema del arte comprometido (engagé), que se confunde con el de la literatura comprometida.
Subestimamos el terminado (el acabado), sello indeleble de la producción artística, por medio del cual la obra queda esencialmente liberada (degagée); el instante supremo cuando se da la última pincelada, cuando no hay una palabra mas que agregar al texto, cuando no hay una sola palabra que quitar, y por lo cual una obra es clásica. Acabamiento distinto de la interrupción pura y simple que limita al lenguaje, a las obras de la naturaleza y de la industria. Aun más, podríamos preguntarnos si no deberíamos reconocer un elemento de arte en la obra artesanal, en toda obra humana, ya sea comercial o diplomática, en la medida en que además de la adaptación a su objetivo, presenta el testimonio de un acuerdo con un no se qué extrínseco del curso de las cosas, y que la pone fuera del mundo, como el pasado para siempre cumplido de las ruinas, como la inasible extrañeza de lo exótico. El artista se detiene porque la obra se rehusa a recibir algo más; parece saturada. La obra se termina a pesar de las causas –sociales o materiales– que la interrumpen. Ésta no se da como el comienzo de un diálogo.
Este acabamiento no justifica necesariamente la estética académica del arte por el arte. Falsa formula, en la medida en que sitúa el arte por encima de la realidad y no le reconoce ningún dominio; fórmula inmoral en la medida en que libera al artista de sus obligaciones como ciudadano y le asegura una pretenciosa y fácil nobleza. La obra no tendría nada que ver con el arte, si no tuviera una estructura formal de terminado (achèvement); si por ahí, al menos, no estuviese liberada (dégagée). Basta con ponernos de acuerdo sobre el valor de está liberación (dégagement) y sobre su significado. ¿El liberarse del mundo es acaso un ir más allá, hacia la región de las ideas platónicas, hacia lo eterno que domina al mundo?
¿No podemos hablar de una liberación hacia un más acá, de una interrupción del tiempo por un movimiento que está por encima del tiempo, en sus “intersticios”?
Ir más allá es comunicar con las ideas, comprender. ¿Acaso la función del arte no consiste en no comprender? ¿Acaso la oscuridad misma no le proporciona su elemento mismo y un terminado sui generis, exterior a la dialéctica y a la vida de las ideas?
¿Se puede afirmar entonces que el artista conoce y expresa la oscuridad misma de lo real? Esto plantea una pregunta más general en la cual todo propósito sobre el arte queda subordinado: ¿en qué consiste la non-vérité (no verdad) del ser?; ¿se define ésta siempre en relación a la verdad, como un residuo del comprender?
Emmanuel Levinas
originalmente en Fractal