Resumen
Teniendo en cuenta referencias teóricas sobre la relación entre arte, violencia y memoria, por un lado y, sobre el arte participativo, por el otro, en este artículo se hace una reflexión sobre la exposición ¿Dónde están los desaparecidos? Ausencias que interpelan, organizada por el Centro Nacional de Memoria Histórica y exhibida durante el segundo trimestre de 2014 en diversos espacios. Metodológicamente la muestra se analiza a partir de dos categorías: arte participativo y prácticas artísticas; las primeras vinculadas estrechamente con las comunidades y las segundas concentradas en la producción de “obra” unida al nombre de un artista. Si bien los propósitos y, a veces, los procedimientos empleados por ambas prácticas son semejantes, tanto sus resultados como la relación con el público y las comunidades son cualitativamente diferentes, así como lo son los “lenguajes” presentes en cada práctica: los primeros concentrados en los rostros de los desaparecidos, mientras los segundos, exploran los rastros de la desaparición forzada.
Introducción
El arte colombiano no es ajeno al conflicto armado. Si la violencia en Colombia es endémica, como lo señalan algunos investigadores, resulta normal que la violencia esté presente en la historia del arte en Colombia. Podría decirse, de hecho, que constituye un tema en el arte nacional, como testimonio, como denuncia, como crítica, como formas de simbolización, construcción de memoria y duelo, etc. Es decir, el registro de tal tema resulta amplio tanto en su tratamiento, como en su concepción dentro del campo del arte colombiano. A partir de este registro, la noción de víctima ha cobrado un lugar central durante la última década: las masacres sistemáticas de comunidades, las fosas comunes, los NN, el fenómeno del desplazamiento forzado y su visibilización en las áreas urbanas han puesto en el centro del conflicto armado en Colombia a las víctimas.
Así pues, la víctima o, de modo más preciso, la noción de víctima es la principal referencia para el arte y las prácticas artísticas que se ocupan de la violencia y la política en Colombia. Podría decirse que la víctima representa el conflicto o que a partir de la víctima el conflicto se hace presente. Las maneras de aproximarse a la o las víctimas son, desde luego, diversas. De esta manera, debe tenerse en cuenta que no solo el arte producido dentro de las lógicas del campo del arte (museos, galerías, colecciones, etc.) asume esta posición. Por la misma vía, aunque con estrategias diferentes, algunos colectivos y organizaciones trabajan con las comunidades víctimas del conflicto armado en Colombia, buscando distintos objetivos: recomponer tejido social, construir memoria, procesar el trauma individual y colectivo. Estas prácticas se pueden agrupar en el llamado “Arte participativo”, que es inseparable, en el contexto del conflicto armado en Colombia, de nociones como reparación, restitución, construcción de memoria, etc.
Teniendo en cuenta ese panorama, en este ensayo se busca indagar por lo siguiente: el testimonio, la huella, el trauma y el duelo. El testimonio supone que el testigo sobrevivió a la barbarie; la huella, una marca material que sobrevive al exterminio; el trauma, una ruptura del orden simbólico y de sentido que afecta a una comunidad; el duelo, un proceso truncado de las víctimas que busca construirse mediante prácticas simbólicas como el arte. Para tal fin, en este documento se reflexiona sobre la exposición ¿Dónde están los desaparecidos? Ausencias que interpelan, organizada por el Centro Nacional de Memoria Histórica y exhibida en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, la Parroquia de Nuestra Señora de Las Nieves y el Centro Cultural Gabriel García Márquez. Buscaremos entonces indagar en lo siguiente: ¿qué formas sensibles se despliegan en sus prácticas? ¿Qué estrategias de creación y recepción se ponen en juego?
Arte, política y memoria
Desde el nacimiento de la estética como disciplina filosófica, es evidente que la estética no es solo un asunto exterior al sujeto sino que lo estético tiene la capacidad de instaurarse en un cuerpo y modelar sujetos, es decir, formas de ser, de pensar y de sentir. Entendida así, la cuestión estética es, por un lado, un discurso sobre el cuerpo y los sentimientos y, por el otro, un asunto inseparable de la política. En la tradición de la teoría crítica este aspecto es central. Theodor Adorno afirma que “La necesidad de dejar hablar al dolor es la condición de toda verdad” (1992, p. 26). En ese sentido, existe una relación entre arte y verdad, pero aún más la verdad es en este caso inseparable del dolor: la violencia, el asesinato, el exterminio. Es clave en la reflexión de Adorno no confundir el arte crítico con el arte panfletario. El arte crítico enseña un contenido social sedimentado en la propia obra, un carácter mimético (no en el sentido de la representación) que sale al encuentro con el espectador de manera prelingüística, empática. El arte como principio de la no-identidad; la mímesis, como formas de conducta sensorialmente receptivas, expresivas y comunicativas de lo viviente. Acaso las exploraciones artísticas sobre el indicio que deja la barbarie, resulten afines a esta perspectiva.
Por una vía semejante a la de Adorno, podemos considerar que en Marcuse el arte es el contrapeso de la barbarie, pues olvidar la masacre es olvidar las condiciones que la hicieron posible. Contra el olvido se erige entonces una forma sensible que hace presente la ausencia de aquellos que han sido silenciados y olvidados. Liberar del olvido la historia de los vencidos es una de las misiones de la teoría y el arte crítico. Así, el memorial que rinde tributo a las víctimas es una de las estrategias para restituir simbólicamente los derechos contra el olvido .En la relación existente entre memoria y verdad, Marcuse señala que “olvidar el sufrimiento pasado es olvidar las fuerzas que lo provocaron […] Contra la rendición al tiempo, la restauración de los derechos de la memoria es un vehículo de liberación, es una de las más nobles tareas del pensamiento” (2002, p. 214). Esta es una de las tareas que, en nuestro contexto, asumen distintas organizaciones a partir de procesos de simbolización articulados por prácticas creativas, como las del arte participativo.
Por la misma línea crítica de los anteriores autores, lo sublime lyotardiano asume que la tarea del arte es testimoniar la existencia de lo no presentable. El exterminio y la barbarie exceden cualquier posibilidad de la imaginación; lo que ocurrió en los campos de exterminio nazi, por ejemplo, resulta inimaginable. Toda representación de la barbarie resulta infame para esta perspectiva, es injusta. De ahí que los partidarios de lo sublime renuncien a la representación y la narración; en su lugar debe crearse un espacio para la afección que dignifique mediante la humanización de lo inhumano. Esta es una de las estrategias extendidas de los memoriales a las víctimas durante las últimas décadas, memoriales que no muestran rostros de víctimas sino que permiten experimentar la desolación y el desarraigo de las víctimas. Tal vez esta perspectiva no tiene en cuenta que para los sobrevivientes de la barbarie, como para las familias de las personas ajusticiadas y desaparecidas, las imágenes del orden de lo representacional son altamente significativas y portadoras de sentido.
Las tres perspectivas anteriores (Adorno, Marcuse, Lyotard) reivindican, por un lado, las potencias del arte a partir de su presencia, de su ser concreto, de su forma sensible; por el otro, el trabajo artístico como un modo de hacer que posibilita la redención ante la barbarie. Otra perspectiva teórica se distancia de los anteriores presupuestos y se interesa más por los “modos de ser” que por los “modos de hacer”. Jacques Rancière señala que la política consiste en crear disensos, desacuerdos. En este sentido la política de la estética “consiste en reconfigurar la división de lo sensible, en introducir sujetos y objetos nuevos, en hacer visible aquello que no lo era, en escuchar como a seres dotados de la palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales ruidosos” (2005, p. 19). En este sentido los espacios del arte resultan estratégicos para la reconfiguración de la división de lo sensible “cuando aquellos que ‛no tienen’ tiempo se toman ese tiempo necesario para erigirse en habitantes de un espacio común y para demostrar que su boca emite perfectamente un lenguaje que habla de cosas comunes y no solamente un grito que denota sufrimiento” (Rancière, 2005, p. 18). Desde esta perspectiva resulta clave indagar por las estrategias de desidentificación y subjetivación en algunas prácticas artísticas contemporáneas, pues allí, por ejemplo, la emancipación puede entenderse como un proyecto constitutivo mediante la construcción de un espacio donde aquellos que “no tienen voz” se toman el tiempo necesario para hablar de aquello que resulta común (lo que le compete a aquellos que son iguales); un reparto de lo sensible que abre un lugar inédito que se manifiesta en lo audible, lo decible y lo perceptible. Precisamente esa redistribución de lo sensible opera en muchas manifestaciones de orden simbólico presentes en el arte participativo.
Por último, debe tenerse en cuenta la noción de trauma para el caso que nos interesa: “Una experiencia fallida o traumática ocurre cuando los términos simbólicos de los lenguajes históricamente disponibles para articular una experiencia no pueden ser movilizados en ese momento en relación con esa experiencia” (Ortega, 2011, p. 39).
Precisamente son prácticas de orden creativo las que permiten procesar la ruptura de orden simbólico. Construir memoria colectiva mediante el testimonio y el indicio es una de las tareas que ha asumido el arte en contextos conflictivos:
“Esa urgencia por “ficcionar” nuevas realidades, constitutiva de las representaciones que avanzan en el duelo, significa que el arte y la literatura juegan un papel muy importante en la recuperación y la reconstitución de nuevas identidades. En efecto, la literatura y el arte son campos de producción que permiten concebir un mapa social que recoja y elabore los síntomas de una sociedad conmocionada” (Ortega, 2011, p. 56).
Tanto en el arte participativo como en las prácticas artísticas que tenemos como referencia para esta reflexión, se exploran las posibilidades de construir memoria (no olvidar) y ritualizar la muerte (el duelo que es negado al no tener qué cuerpo velar).
Algunas consideraciones sobre el arte participativo
En las prácticas artísticas contemporáneas encontramos manifestaciones que invocan tanto el poder del arte para la reconstrucción del tejido social, como las posibilidades críticas para denunciar el terror y la catástrofe. Podemos agrupar estas prácticas, inicialmente, en tres categorías: las que buscan crear con la comunidad (arte participativo), crear una comunidad (estética relacional) o crear para la comunidad (arte terapéutico). En las prácticas que crean con se da un desplazamiento de la potencia creativa del artista (el modelo romántico del autor) hacia las posibilidades creativas de la comunidad (el modelo de la muerte del autor); en las que crean una, se busca o bien recomponer un tejido social que había sido roto, o construir un lazo social inédito que no necesariamente debe perdurar; en las que crean para, se busca intervenir en lo real reparando a las víctimas mediante intervenciones simbólicas.
Estas tres categorías se insertan en lo que se ha denominado el giro antropológico del arte (Ochoa, 2003), es decir, el arte como una extensión de la cultura. El arte antropologizado no se valora a partir de cuestiones estéticas, formales o técnicas, sino a partir de su efectividad en el plano de lo “real”: el impacto en una comunidad, la construcción de memoria colectiva, etc. Lo anterior es central en el “arte participativo”: la colaboración, lo dialógico, lo contextual; así como su carácter comprometido e intervencionista se insertan en marcos que sobrepasan la propia práctica: la transformación del papel del Estado y, correlativamente, el diseño de políticas culturales que construyen y señalan la función y el lugar del arte en la sociedad: “[…] el arte como una forma de inclusión social” (Bishop 2012, p. 17). Lo clave en la reflexión de Bishop es que este tipo de arte (el participativo) es o debería ser necesariamente politizado; pero esto no debe llevar a suponer que lo político del arte participativo deba pasar por cuestiones de “empoderamiento”, “agenciamisnto”, “inversión de relaciones de poder”, etc. Para decirlo en pocas palabras, lo político del arte participativo no se centraliza en cuestiones de poder. En este punto Bishop parece apoyarse en Rancière, al considerar lo político con lo sensible, con la aisthesis, con un régimen de identificación del arte (el estético) y un reparto de lo sensible: “[…] cuando aquellos que no tienen tiempo se toman el tiempo necesario para plantearse como habitantes de un espacio común […]”.
Resulta clave tener en cuenta que el arte participativo ha transformado la relación del arte con los espectadores mediante el modelo colaborativo. Este modelo descentra la noción del artista como autor (como autoridad); este resulta, más bien, un propiciador para que algo resulte. La consecuencia puede ser incierta, pues las variables para la realización de un proyecto son contingentes: una situación específica, un contexto territorial, una comunidad (de base, flotante, etc.). La comunidad se integra activamente en el proyecto, no solo como productora activa de sentido, sino, más allá, como productora de contenido o en otras palabras como parte constitutiva de la creación. Dice Bishop: “el público, previamente concebido como un ‘espectador’ u ‘observador’, ahora se vuelve a colocar como co-productor o participante” (2012, p. 2). Sobre estas relaciones reflexionaremos en el siguiente apartado, particularmente con la exposición Doble oficio por la entrega digna.
La exposición: entre el rostro y el rastro
Los trabajos de la exposición ¿Dónde están los desaparecidos? Ausencias que interpelan dan cuenta de prácticas creativas diferentes, aunque con propósitos semejantes: 1) proyectos vinculados con la simbolización del duelo y el trauma mediante prácticas participativas y 2) obras de arte que acuden a formatos artísticos “convencionales” como la fotografía, la instalación, etc., para dar cuenta del dolor, el trauma y el duelo en el contexto del conflicto armado en Colombia. En el primer caso, puede pensarse que si la respuesta de la o las víctimas es el silencio (o bien porque hay actos que no pueden verbalizarse o porque denunciar pone en riesgo la propia existencia), una forma de restituir el habla y construir memoria colectiva es mediante procedimientos simbólicos con los que trabaja el arte participativo, aquellas prácticas que vinculan a las comunidades y cuyo efecto vinculante llega a ser, en muchos casos, terapéutico: procesar el duelo o el trauma. En el segundo caso, el material de las obras (prendas, inscripciones en una tumba) no es solo un aspecto formal (aunque allí pueda encontrarse algún tipo de formalismo), sino que el material, y específicamente la huella en el material, se convierte en testimonio de la violencia; así que los objetos, los utensilios o una edificación se convierten en testigos cuando el artista los hace “hablar”.
Analizaremos los siguientes trabajos de la exposición ¿Dónde están los desaparecidos? Ausencias que interpelan, según la división que hemos propuesto:
- Arte participativo:
- “Galería Partes” (Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos [Asfaddes]): trabajo conformado por 74 piezas de vidrio que muestran rostros y nombres de personas desaparecidas.
- “Prohibido olvidar a los desaparecidos” (Fundación Nydia Erika Bautista): trabajo que documenta los rostros de las víctimas, recopilada durante años mediante ejercicios de memoria histórica, movilización y protesta.
- “Doble oficio por la entrega digna” (Organización Familiares Colombia y Constanza Ramírez Molano): instalación con dos álbumes de fotografías y archivo de audio con relatos de las víctimas.
- Prácticas artísticas:
- “Réquiem NN” (Juan Manuel Echavarría): fotografías de tumbas de los NN que son “adoptados” por los habitantes de Puerto Berrío.
- “Río abajo” (Erika Diettes): fotografías de prendas facilitadas por los familiares de personas desaparecidas (se expuso en la iglesia Nuestra Señora de Las Nieves).
Los trabajos expuestos, tanto en unas prácticas como en las otras, tienen en común su vínculo con las comunidades, un encuentro directo. Sin embargo, los procedimientos llevados a cabo con estas comunidades son diferentes; del mismo modo, son distintos los resultados, tanto estéticos como políticos. Desde el punto de vista formal, en ambos casos hay un uso predomínate de la fotografía como producto final, es decir, el que finalmente será expuesto en la galería, el museo o la iglesia, pues antes de esto se ha realizado un trabajo con las comunidades durante meses o años mediante prácticas diversas (entrevistas, historias de vida, construcción de relatos colectivos, marchas, etc.). No obstante, el objetivo de lo fotografiable es, de alguna manera, disímil en ambos casos: en el arte participativo hay un énfasis en el retrato de las víctimas, mientras que en las obras de arte hay un desplazamiento hacia los objetos de las víctimas. Sin embargo, tanto en un caso como el otro hay una finalidad evidentemente testimonial. Esto quiere decir que para la producción de tales imágenes fue necesaria la existencia de un testigo que testimoniara un hecho y, en el caso que nos ocupa, un hecho violento probablemente traumático, lo que plantea el siguiente problema:
“[…] el verdadero testigo de las desapariciones es aquel que está ausente […] Aquel que en efecto ofrece testimonios lo hace en virtud y a pesar de quien no puede hacerlo. De ese modo, el testimonio siempre atestigua el proceso radical de de-subjetivación que la da vida, es precisamente la de-subjetivación que habla, la imposibilidad radical que constituye su fuerza elocutiva” (Ortega, 2011, pp. 50-51).
Siendo así, todo testimonio supone una ausencia: la de la víctima directa. Ahora bien, dar testimonio por quien no puede hacerlo es indispensable en la elaboración del duelo, tiene un efecto reparador. Los testigos sobrevivientes del Shoa “señalaban una y otra vez cómo el acto de dar testimonio, de contar, de hablar, los transformaba, les permitía revisitar esa experiencia muda por el tiempo y conocerla, esta vez de manera nueva” (Ortega, 2011, pp. 50-51). El testimonio es indispensable no solo en la reconstrucción de los hechos, sino también en la construcción de memoria colectiva y reparación simbólica de las comunidades afectadas. De ahí que las prácticas creativas que buscan simbolizar los acontecimientos resulten tan significativas para las comunidades afectadas por el conflicto armado.
Sin embargo, vale la pena aventurar la idea de que no solo los sobrevivientes son testigos de los hechos traumáticos. El famoso criminalista francés Edmond Locard señalaba lo siguiente: “Los indicios son testigos mudos que no mienten, sólo hay que hacerlos hablar”. No debe resultar extraño que la criminalística no sea ajena a la historia del arte y que los vestigios, es decir, las huellas (dactilar en la caso del criminal, el trazo en el caso del maestro) se conviertan, según se las haga hablar, en otra forma de dar testimonio, bien sea para comprender la causa de un trauma, dar con el criminal o asegurar la originalidad de una obra de arte. La clave está, según Ginzburg, en los vestigios: “Vestigios, es decir, con más precisión, síntomas (en la caso de Freud), indicios (en la caso de Sherlock Holmes), rasgos pictóricos (en el caso de Morelli)” (1989, p. 143).
Esos vestigios son los objetivos de artistas como Diettes y Echavarría; allí se concentra su exploración. Ahora bien, uno de los problemas para el análisis de las imágenes (tanto de Diettes como de Echavarría) es que como espectadores no tenemos acceso directo al testigo (humano o material), solo tenemos acceso a su representación. En otras palabras, se nos escapa el indicio (el vestigio, que siempre es directo) y nos queda únicamente su representación icónica (que siempre es diferida). Si la representación, en este caso, empobrece la experiencia o, de modo más preciso, la aproximación a la experiencia del testigo, es necesario buscar alternativas para aproximarse de la manera más fidedigna posible a los hechos. Es decir, indagar por las posibilidades de que las imágenes toquen lo real.
“No se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio. Por lo tanto, no se puede hablar de imágenes sin hablar de cenizas […] Cada vez que intentamos construir una interpretación histórica […] debemos tener cuidado de no identificar el archivo del que disponemos, por proliferante que sea, con los hechos y los gestos de un mundo del que no nos entrega más que algunos vestigios. Lo propio del archivo es la laguna, su naturaleza agujereada (Didi-Huberman, 2007, pp. 15-16).”
En otras palabras, debemos tener conciencia de que, por un lado, todo archivo es un conjunto de datos incompletos y, por otro el otro, que independientemente de tal laguna el archivo de imágenes puede decirnos algo sobre la realidad. Si bien el indicio directo no está a nuestro alcance ―se ha perdido (en la cenizas), está distante (en el tiempo y el espacio) o es inaccesible (por impenetrable o inseguro)―, no debe ser este un impedimento para hacer hablar a la huella a partir de su representación, es decir, a partir de su carácter icónico, que es lo que trataremos de hacer con “Río abajo” de Diettes y “Réquiem NN” de Echavarría.
“Río abajo” es una serie conformada por 24 fotografías de prendas que pertenecieron a personas que fueron asesinadas y desaparecidas; sus prendas fueron prestadas a la artista por los familiares de las víctimas. En nuestro contexto, el ajusticiamiento de personas va acompañado de procedimientos infames: al asesinato se le suma la desaparición del cuerpo con la intención de no dejar indicios de la víctima. Eliminar el material probatorio y la identidad de la víctima posibilita que los perpetradores se escapen de los procesos judiciales. Las modalidades de desaparición de los cuerpos conforman un repertorio dantesco difícil de imaginar: hornos crematorios, “casas de pique”, desmembramiento con motosierras, etc. Los restos de las víctimas ajusticiadas, sus cuerpos desmembrados, se lanzan a los ríos: “… aparece un brazo, pierna o la cabeza flotando en el agua”, dice la viuda de uno de los desaparecidos el día de la inauguración de “Río abajo” en la iglesia de Las Nieves. Es del asesinato, la desaparición y la imposibilidad de ritualizar la muerte (no hay un cuerpo que velar) de lo que se ocupa la obra de Erika Diettes, quien señala:
“En este ejercicio, el agua aparece como un testigo, como un elemento que fue usado para borrar el rastro, para arrebatarle la identidad a los asesinados. En este escenario, la inexistencia de los cuerpos que alguna vez usaron esas prendas de vestir funciona como denuncia del inmensurable dolor e incertidumbre que causa este delito.”
“Río abajo” sería una forma de restitución: devolverle a las víctimas la identidad que les fue arrebatada mediante algo tan íntimo como una prenda de vestir. Hay un vínculo profundo entre estas prendas y quienes fueran sus propietarios y, ese vínculo, parece hacerse más grande cuando sus propietarios se encuentran ausentes, pues esta ausencia no es temporal ni voluntaria (como un viaje, por ejemplo), sino permanente y cuyo vacío es insondable, y ese carácter insondable (un vacío sin medida posible, sin medida humana) se acrecienta con la pérdida absoluta de esa persona, pues no solo ya no están en vida sino que tampoco están en muerte, es decir, no hay cuerpo que velar. De modo que el dolor de los sobrevivientes se prolonga indefinidamente al no poder ritualizar la muerte. Una madre decía el día de la inauguración en la iglesia de Las Nieves lo siguiente: “Yo camino, pero el dolor me rompe el alma […] siempre lo buscaré hasta que yo me muera, no dejaré de buscarlo”.
En la video-instalación “Treno (canto fúnebre)” de la artista Clemencia Echeverry, vemos la corriente caudalosa y potente de un río, escuchamos su potencia. A pesar de su caudal y su potencia solo logramos ver fragmentos del río; se escucha más de lo que se puede ver. Parece que no sucediera nada y que solo contempláramos ese fragmento de río; parece que solo deberíamos dejarnos llevar por su caudal acompañados por una suerte de mantra de la naturaleza, por su potente sonido. En algunos momentos irrumpen gritos que se incorporan al sonido del río, uno y otro conforman el treno. Parece que el sonido (el treno o el mantra) lo fuera todo en el río: la potencia del río y la impotencia del grito. Parece que eso fuera todo, pero de un momento a otro irrumpe en el caudal del río algo que es difícil de determinar, al tiempo que una persona se acerca a la orilla con un pequeño tronco tratando de alcanzar aquello. Cuando finalmente lo alcanza, podemos percatarnos de que es una prenda rescatada del río. Un indicio del asesinato. Una prenda sin cuerpo y unos dolientes sin duelo. De manera delicada, en “Treno” hace presencia el dolor de los sobrevivientes.
Ante este hecho, la obra de Diettes construye una estrategia de restitución simbólica: devolverles a los dolientes la posibilidad de elaborar un duelo. Las fotografías de “Río abajo” son de prendas usadas en vida y cuidadas delicadamente por los familiares de las víctimas, como si aún vivieran: lavadas, planchadas, guardadas con cuidado como si en algún momento fueran a aparecer sus propietarios. Pero eso no sucederá y el acto de la espera evidencia la prolongación en el proceso de la elaboración del duelo. Tanto el lugar de exhibición, como el formato y el contenido de la fotografías, evidencian la intención de Diettes: por un lado, fotografiar las prendas hundidas en agua, pero no en un agua turbulenta que arrastra con el indicio de la víctima (como en “Treno”), sino inmersas en un agua calmada (en comparación con la corriente del río), traslúcida y luminosa y, por otro lado, mediante la elección del soporte utilizado para las fotografías: una impresión en vidrio de gran formato que da transparencia a lo fotografiado. Sumado a lo anterior, la serie de fotografías instaladas en la iglesia parecen vitrales y, por lo tanto, se insertan automáticamente en la iconografía de lo sagrado y en el silencio solemne del templo. La instalación fotográfica de Diettes posibilita la ritualización de la muerte y así la posibilidad de elaborar el duelo.
La imposibilidad de elaborar el duelo está presente en otra de las obras expuestas en ¿Dónde están los desaparecidos? Ausencias que interpelan. Se trata de la serie fotográfica “Réquiem NN” (2006-2014) de Juan Manuel Echavarría. Aquí, nuevamente, está presente el río. En el cementerio de Puerto Berrío (Antioquia) se han depositado los cuerpos, o partes de cuerpos, que bajan por el río Magdalena. Víctimas sin identidad, NN. Los habitantes de Puerto Berrío “adoptan” una de las tumbas, se comprometen a cuidarlas, rezar por su almas, incluso darle una identidad al proporcionarle un nombre a la víctima. A cambio de tal cuidado, los pobladores le piden favores al alma de la víctima. Hay allí, evidentemente, una forma de ritualizar la muerte, de darle una dimensión sagrada a lo humano. Echavarría piensa lo siguiente:
“En lo colectivo, pienso cómo este ritual cumple otra función: la gente de puerto Berrío no permite, quizás inconscientemente, que los perpetradores de la violencia desaparezcan a sus víctimas. Mediante este rito es como si ellos les dijeran a los victimarios: Aquí nosotros rescatamos a los NN, los enterramos, creemos en sus almas, y nos hacen milagros; además los adoptamos y los volvemos nuestros.”
La serie de Echavarría hace un seguimiento de este ritual mediante un registro fotográfico tomado en dos o más tiempos. Entre una imagen y la otra se logra ver la intervención que las personas hacen en la sepultura: las inscripciones, las flores, las imágenes sagradas, los favores pedidos y las gracias por los recibidos. Estás tumbas son un indicio de la barbarie y testimonian no solo el crimen sino el dolor de los familiares de desaparecidos. En algunos casos quienes se hacen cargo de una tumba bautizan con el nombre de sus propios familiares desaparecidos el espíritu de los NN, una forma de velar por el familiar de quien no hay rastro. Este acto no solo impide el olvido de sus propios muertos, sino también el olvido de los otros. Es un acto de responsabilidad y cuidado. Hay entonces una práctica de la memoria (no olvidar) inversa al memorialismo institucional. Si el discurso y la práctica institucional de la memoria recuerdan mediante el monumento conmemorativo, las tumbas del cementerio de Puerto Berrío son un antimonumento que de manera viva, mediante las prácticas, impide olvidar por medio del cuidado de una víctima anónima; esta última, al adoptarla, se restituye como una “víctima propia”, como perteneciente a “nosotros”, a la comunidad de Puerto Berrío que es, igualmente, una víctima del conflicto.
La serie de fotografías de Echavarría es de tipo testimonial. Muestra un hecho (la adopción de una víctima sin nombre), mediante los indicios inscriptos en una tumba y el seguimiento de estas inscripciones a lo largo del tiempo. Las tumbas, en ese sentido, hablan mediante el procedimiento documental del artista. Tanto en Diettes como en Echavarría hay un trabajo con las comunidades: entrevistas, acompañamiento e intercambio. Las comunidades participan con sus actos (hacerse cargo de una tumba o donar temporalmente una prenda) y los artistas restituyen simbólicamente con sus obras.
En el arte participativo la relación con las comunidades es diferente, pues se asienta en bases más duraderas y comprometidas con la causa de las víctimas, es decir, vinculada estrechamente al activismo de los sobrevivientes. Esto quiere decir que las prácticas (artísticas) no se desligan de las demandas de las comunidades afectadas por la violencia y que, por lo tanto, la exhibición de las fotografías, relatos, etc. no es el resultado final sino la parte de un proceso que acude a distintas formas de movilización, una de las cuales es el proceso de simbolización mediante prácticas creativas. Este es el caso de las exposiciones “Galería partes” (Asfaddes), “Prohibido olvidar” (Fundación Nydia Erika Bautista) y “Doble oficio por la entrega digna” (Familiares Colombia). En estas tres los recursos creativos se articulan, principalmente, a lógicas funcionales: denunciar, recordar, dignificar y documentar sucesos y procesos en torno a la desaparición forzada. En el texto de presentación de “Doble oficio”, se indica lo siguiente:
“Cuando una persona es desaparecida forzosamente, su familiar queda en una muy mala situación. Ahora tiene dos nuevos oficios. El primero: luchar internamente por tratar de comprender, enfrentar los estigmas sociales, asimilar esta situación y continuar su vida. El segundo: lograr que las autoridades competentes cumplan con su deber y les ayuden a encontrar a su familiar desaparecido. Lucha hacia adentro y lucha hacia afuera […] se lucha porque se busque, se lucha porque se encuentre, se lucha porque cuando los desaparecidos son encontrados muertos, sus restos sean entregados con la dignidad que se merece la persona.”
En “Doble oficio” se trabajó directamente con las familias de los desaparecidos. Por un lado, mediante la recolección de relatos orales y, por el otro, a través la propuesta en la elaboración de materiales y recursos para la instalación. En un cuarto oscuro caen de manera vertical dos haces de luz sobre dos álbumes; en uno de ellos una luz cálida ilumina las imágenes de personas desaparecidas cuyos restos fueron entregados a sus familiares. Son imágenes fotográficas acompañadas de una leyenda: nombre de la víctima, fecha de desaparición y la indicación de que sus restos fueron hallados y entregados. El otro álbum está compuesto, igualmente, de imágenes de personas desaparecidas, pero a diferencia del primero las imágenes no están grabadas en el soporte físico del papel, sino que se proyectan de manera inmaterial sobre el álbum, es solo un haz de luz, evanescente, que no puede fijarse en el papel, ya que la imagen desaparece, después de un breve tiempo de proyección, dándole lugar a otras imágenes y así sucesivamente. Estas fotografías tienen, como las primeras, una leyenda: nombre de la víctima, fecha y lugar de la desaparición. Son las imágenes fotográficas de las víctimas cuyos restos no han sido hallados. Mientras se observan las imágenes de los álbumes se escuchan en reproducción de audio los testimonios de los familiares: el viacrucis que padecen en la búsqueda de sus desaparecidos, las exigencias a las instituciones encargadas, los trámites burocráticos en los que se acumulan folios de peticiones y debidos procesos. El papel utilizado en esos trámites fue reciclado para elaborar los dos álbumes que hacen parte de la instalación. Los procesos creativos en este caso están ligados a la labor de la organización Familiares Colombia, a su función, pues uno de los propósitos de “Doble oficio” es visibilizar el dolor de las familias en la búsqueda de sus desaparecidos mediante estos procesos creativos de simbolización que recurren a modalidades recurrentes en las prácticas artísticas contemporáneas; por un lado, los medios de reproducción de sonidos e imágenes y el uso de la fotografía y, por el otro, la instalación como recurso exhibitivo. Por último, el lenguaje de “Doble oficio” está cargado de connotaciones conceptuales: la imagen material para los desaparecidos cuyos cuerpos no han sido recuperados; el audio, que no solo es informativo, sino que también propicia una experiencia sonora en el cuarto oscuro; el material de los álbumes, cuya procedencia son los trámites burocráticos en la búsqueda de los desaparecidos. El resultado final de “Doble oficio” (lo que se expone al público) es una estrategia de visibilización inscrita en el trabajo de Familias Colombia, es decir, lo expuesto no es la culminación del trabajo con las comunidades, sino parte de un proceso. Esto último marca una de las diferencias con los trabajos propiamente artísticos, pues si bien muchos de ellos trabajan estrechamente con las comunidades, la exhibición de la obra en una galería o un museo, marca un cierre con el proyecto y, por lo tanto, con la relación comunitaria.
Por una vía semejante se construye el proyecto “Prohibido olvidar” de la Fundación Nydia Erika Bautista. La exposición está compuesta por un archivo fotográfico y textual que recoge tanto las marchas como los relatos de las familias de los desaparecidos. Por un lado, la presencia de los desaparecidos mediante sus retratos; por el otro, el testimonio de los dolientes. El principio, extendido en la mayor parte de estas prácticas, es hacer público el rostro de los desaparecidos, no olvidar. No hay aquí propuestas propiamente artísticas, sino un principio documental. La exposición “Galería partes” (Asfaddes) acoge igualmente el anterior principio. La muestra está compuesta por 74 piezas de vidrio con los rostros y nombres de personas desaparecidas. El vidrio permite que el retrato se pueda observar por ambas caras, lo que enfatiza el carácter evanescente y fantasmagórico de los desaparecidos y una fragilidad con respecto a la memoria: la fragilidad del vidrio, que en cualquier momento puede fracturarse; al mismo tiempo, la forma del corte que parece remitir a las formas de los relicarios que se llevan colgados en el cuello. Por un lado, la fragilidad del recuero (el vidrio); por el otro, la voluntad de no olvidar (el relicario colgado en el cuello). A diferencia de los otros dos proyectos, este no tiene una relación directa con las comunidades, aunque el trabajo del artista (quien prefirió permanecer en el anonimato) es donado a una fundación activa en su lucha contra la desaparición forzada.
Ahora bien, recordemos que las imágenes de la exposición en su conjunto (tanto las de las prácticas creativas como artísticas) son cualitativamente diferentes. Las primeras buscan documentar procesos, mientras que las segundas exploran dimensiones formales, estructurales, etc. Tal vez, las primeras buscan representar (una ausencia), mientras que las segundas buscan hacer que algo (ausente) se haga presente. Podría pensarse que en las prácticas colaborativas y el arte comunitario, lo que nos muestran las imágenes es la evidencia icónica de la ausencia, los rostros de las personas desaparecidas y ejecutadas extrajudicialmente. Y no es un azar, por lo tanto, que los monumentos conmemorativos en los que se reconocen los sobrevivientes sean marcadamente miméticos y representacionales. De ahí que las imágenes (predominantemente fotográficas) acudan a las formas representacionales del centramiento y la frontalidad del retrato, propias de la fotografía popular y, a su vez, de las fotografías judiciales y de identificación ciudadana. La elocuencia de estas imágenes radica en que los rostros fotografiados son rostros ausentes y, en muchos casos, rostros de los que no queda rastro. El rastro, si fuera posible hallarlo, sería un rastro sin identidad, por eso la perseverancia en la imagen icónica que busca la identificación de los desparecidos, de los NN (máxima forma de desubjetivación).
Si las prácticas visuales de las comunidades víctimas del conflicto armado acuden a las imágenes icónicas (el rostro), es necesario percatarse de que algunas apuestas artísticas que tienen como referencia el conflicto armado acuden a las imágenes indiciales (el rastro), o bien mediante su documentalización (fotográfica o audiovisual) o su exploración directa (escultórica). En estos casos la ausencia se hace presente a partir de la huella material inscrita en los objetos (zapatos, tumbas, muebles, prendas, etc.). La huella (lo indicial) testimonia acerca de los hechos (desapariciones, desplazamiento, etc.). Aunque con procedimientos diferentes, ambas prácticas se dirigen a objetivos semejantes: arrancar del olvido lo que no debe ser olvidado (pues, “olvidar el sufrimiento pasado es olvidar las fuerzas que lo provocaron”, como dice Marcuse) y buscar formas para la elaboración del duelo, mediante formas de restitución simbólica (mediante lo indicial o lo icónico).
Elkin Rubiano
Texto aparecido originalmente en la revista Hallazgos
Referencias
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