El arte en el contexto de la violencia contemporánea en Colombia

Si la rutinización y el olvido parecen ser la regla en el conflicto armado en Colombia, la recuperación y reconstrucción de la memoria es una tarea fundamental para la verdad, la justicia y la reparación. Es decir, la víctima como el testigo, son indispensables para la construcción de la memoria. […] Es claro que en contextos de violencia (guerras externas e internas, etc.), los discursos sobre la memoria (¿qué debe recordarse?, ¿a quién debe recordarse?, ¿cómo debe recordarse?) movilizan a distintos sectores de la sociedad: Estado, instituciones, comunidades, etc., lo que evidencia el carácter conflictivo en tal definición (lo que debe recordarse, etc.). Este carácter conflictivo pone en evidencia, igualmente, el carácter político de la memoria; entendiendo “lo político” como antagonismo…

La relación entre arte y violencia en Colombia resulta evidente a partir del periodo conocido como La Violencia; no obstante, la violencia contemporánea en Colombia es cualitativamente diferente a la de la violencia bipartidista (La Violencia). Del mismo modo, las creaciones artísticas que se han ocupado de la violencia en Colombia se han transformado. María Margarita Malagón, por ejemplo, ha señalado que las obras de arte de los años cincuenta y sesenta “desarrollaron un lenguaje visual simbólico y altamente expresivo” (Malagón 1)[1]; mientras que a partir de la década del noventa, “predomina un lenguaje de tipo evocativo e indicativo” (ibíd.)[2]. Lo anterior quiere decir que a los diferentes periodos de la violencia en Colombia, le corresponden, de alguna manera, algunos “periodos” del arte producido en Colombia que se ha ocupado de la violencia. Cuando Álvaro Medina realizó la curaduría “Arte y violencia en Colombia desde 1948” (Bogotá, MAMBO, 1999), organizó la producción artística en los siguientes periodos:

  1. Bipartidistas (comienza en el 47)
  2. Revolucionaria (comienza en el 59 con el MOEC- Movimiento Obrero Estudiantil y Campesino)
  3. Narcotizada (desde mediados de los años ochenta).

La periodización construida tanto por Malangón como por Medina, coincide en indicar el último giro a partir de finales de la década del ochenta[3]. Debe tenerse en cuenta, por lo tanto, que durante las últimas décadas la relación entre arte, política y violencia se ha extendido hacia nuevas concepciones (la presencia indéxica, siguiendo la tesis de Malagón), e, igualmente, hacia otras prácticas que asumen que político no sólo está en los contenidos de las obras, en sus declaraciones, bien como formas de denuncia, testimonio o reflexión, sino que asumen, al menos, dos rasgos distintivos: 1) su interés por intervenir “lo real” y, por lo tanto, 2) su estrecha relación con las comunidades. No es un azar, por ejemplo, que algunas prácticas artísticas asuman discursos en donde aparecen nociones como “reparación”, “restitución”, “activación del público”, “formación en capital (social/cultural/político)”, “construcción de memoria”, “población beneficiada”, “indicadores de impacto”, etc. En otras palabras, una nueva agenda se ha conformado en la producción artística en Colombia. Si Malagón señala que a finales de los ochenta se dio una transformación en el arte colombiano (el arte como presencia indéxica), podríamos aventurar la hipótesis de que a partir de la década del 2000 se da un nuevo giro, al que podríamos denominar “el arte como curación simbólica”, un tipo de arte en el que se reconfigura el lazo social comunitario (Rubiano 80). Este giro instaura una agenda del arte en Colombia en la que las nociones de víctima, testigo, memoria y reparación simbólica resultan centrales, como veremos a continuación.

Gabriel Posada y Yorlady Ruiz, “Magdalenas por el Cauca” (2008, 2009, 2010 y 2012)
Gabriel Posada y Yorlady Ruiz, “Magdalenas por el Cauca” (2008, 2009, 2010 y 2012)

Las víctimas

“Víctima” no es una categoría esencial, es decir, no hay una condición de víctima en sí misma; por el contrario, es una categoría que se ha transformado históricamente. A grandes rasgos, siguiendo la tesis de Koselleck (2011), podría señalarse lo siguiente: en las guerras modernas entre las naciones, la víctima era el soldado que se sacrificaba voluntariamente por su patria. La idea de sacrificio elevaba a la víctima a una instancia sagrada. Esta víctima es una “víctima activa”, pues elegía morir. Sin embargo, a partir de 1945 la noción de víctima se transforma, pues la víctima, claramente, no ha elegido morir en los campos de exterminio, es decir, esta víctima es una “víctima pasiva”. Como señala Hartog:

“La figura de la víctima, bajo los rasgos de aquel o aquella que se sacrificaba, es decir, de aquel o aquella que hasta cierto punto “elegía” morir, simplemente ya no se sostiene frente a las decenas de millones de muertos y desaparecidos, de desplazados y de sobrevivientes aterrados y extraviados a los que nadie jamás pidió su opinión (…) víctimas innombrables, a las que compadecemos, las que han padecido, que no han podido más que padecer, que no han hecho sino padecer. En pocas palabras, hasta este momento activa y positiva, la noción de víctima se carga de una connotación pasiva y, hasta cierto punto, negativa” (13).

Después de Auschwitz, el padecimiento no elegido es uno de los rasgos distintivos de la noción de víctima. Para el caso colombiano la definición de víctima, contenida en la Ley de Víctimas (Ley 1448 de 2011), es la siguiente (artículo 3º):

  • Quien individual o colectivamente haya sufrido un daño
  • Por hechos ocurridos a partir del 1º de enero de 1985
  • Como consecuencia de infracciones al derecho internacional humanitario o de violaciones graves y manifiestas a las normas internacionales de derechos humanos
  • Ocurridas con ocasión del conflicto armado interno

Hay una coincidencia que tal vez no deba dejarse de lado. La elección de 1985 como la fecha a partir de la cual se reconoce a la víctima con derecho a la verdad, la justicia y la reparación, colinda con el periodo en el que irrumpe el carácter indéxico del arte en el contexto colombiano, según María Margarita Malagón. 1985 es el año a partir del cual se incrementaron el número de víctimas por violaciones de derechos humanos y derecho internacional humanitario. Esta es una de las razones para considerar que la violencia contemporánea en Colombia es diferente a la del periodo de La Violencia. La actual, como señala Gonzalo Sánchez, es una “guerra de masacres”: “Entre 1982 y 2007, el Grupo de Memoria Histórica ha establecido un registro provisional de 2.505 masacres con 14.660 víctimas. Colombia ha vivido no sólo una guerra de combates, sino también una guerra de masacres. Sin embargo, la respuesta de la sociedad no ha sido tanto de estupor o rechazo, sino la rutinización y el olvido” (Grupo de Memoria Histórica 14).

Si la rutinización y el olvido parecen ser la regla en el conflicto armado en Colombia, la recuperación y reconstrucción de la memoria es una tarea fundamental para la verdad, la justicia y la reparación. Es decir, la víctima como el testigo, son indispensables para la construcción de la memoria.

Catherine Poncin, “Cuando el retablo se vuelve archivo de un presente” (2015)
Catherine Poncin, “Cuando el retablo se vuelve archivo de un presente” (2015)

El testigo y la memoria

Hartog señala unos desplazamientos en el seno de la disciplina de la historia, de la concepción del tiempo y de la narración del pasado:

“En un tiempo bastante cercano aún, la simple mención del término “Historia” –con mayúscula- equivalía a una explicación: la Historia quiere, juzga, condena… Hoy en día, aunque de manera diferente, la Memoria se ha convertido en esa palabra que nos exime de tener que dar más explicaciones (…) Hoy, en cierto número de situaciones, acudimos a ella, no como complemento de, o como suplemento a, sino más bien en reemplazo de la historia (…) Una historia encerrada en la nación, con historiadores a su servicio, una historia, de hecho, “oficial”. Y se habla entonces, aquí y allá, de la memoria como “alternativa terapéutica” de un discurso histórico que jamás habría dejado de ser más que una “ficción opresiva”” (12).

Es claro que en contextos de violencia (guerras externas e internas, etc.), los discursos sobre la memoria (¿qué debe recordarse?, ¿a quién debe recordarse?, ¿cómo debe recordarse?) movilizan a distintos sectores de la sociedad: Estado, instituciones, comunidades, etc., lo que evidencia el carácter conflictivo en tal definición (lo que debe recordarse, etc.). Este carácter conflictivo pone en evidencia, igualmente, el carácter político de la memoria; entendiendo “lo político” como antagonismo (Mouffe) y desacuerdo (Rancière). Este carácter antagónico nos indica que la memoria se construye de manera asimétrica, pues la construcción de memoria supone la existencia de los medios para su construcción y visibilización pública. De ahí la importancia de movilizar recursos para su construcción[4], pues la recuperación y construcción de memoria, aunque no es un sustituto de la justicia, es en sí misma una forma de justicia[5], es una forma de reparación[6] y un mecanismo de empoderamiento de las víctimas[7].

Ya se había señalado que en Colombia, además de una guerra de combates se ha establecido una guerra de masacres como forma de difusión del terror. La lógica de la masacre cumple con una triple función:

“…es preventiva (garantizar el control de poblaciones, rutas, territorios); es punitiva (castigar ejemplarmente a quien desafíe la hegemonía o el equilibrio) y es simbólica (mostrar que se pueden romper todas las barreras éticas y normativas, incluidas las religiosas (…) La masacre es desde los años ochenta el modus operandi dominante de la violencia contra la población civil. Su uso generalizado en los noventa marca la ruptura de todo umbral normativo de la guerra y es el signo más visible de su degradación” (Grupo de Memoria Histórica 17-18).

En las masacres de la violencia contemporánea se borran deliberadamente las huellas de la matanza, eliminando así el cuerpo de las víctimas, pues al no encontrarse prueba material del asesinato no hay delito[8]. E, igualmente, la eliminación sistemática de los testigos: “A diferencia de otros hechos de violencia en los cuales los sobrevivientes son obligados a convertirse en espectadores de las atrocidades y de la crueldad extrema de los victimarios, en la Masacre de Trujillo el único testigo de los episodios centrales es asesinado y los crímenes se ejecutan en espacios cerrados (Ibíd., 75)”.

Si la víctima asesinada, desde luego, no puede hablar, la función del testigo es hablar por aquellos que ya no pueden. En ese sentido, según Agamben, el testimonio es una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia del decir. Pero el testigo, en las masacres recientes, es también eliminado: “El mensaje de terror se difunde a través de las huellas de violencia en los cuerpos y no de los relatos de los testigos” (Grupo de Memoria Histórica 75). El cuerpo, así como los elementos que propiciaron la masacre y el dolor, tienen, como el testimonio, una potencia de decir en medio de la impotencia del decir. Esa parece ser una de las exploraciones más fructíferas del arte colombiano en el contexto de la violencia contemporánea.

Costurero Tejedoras por la Memoria de Sonsón, “Nunca más: Voces y materialidades de la memoria” (2009-2014)
Costurero Tejedoras por la Memoria de Sonsón, “Nunca más: Voces y materialidades de la memoria” (2009-2014)

El arte como curación simbólica

Como se señalaba al comienzo del texto, al giro indéxico del arte que se ocupa de la violencia contemporánea en Colombia, le corresponde otro giro a partir de la década del 2000: el arte como curación simbólica. Si bien la reparación simbólica es algo que se contempla en la Ley de Víctimas[9], la cuestión no se restringe a este marco legal; básicamente porque muchas iniciativas tanto artísticas como comunitarias se han realizado sin tener como referencia el marco de la ley[10]. La curación simbólica es un terreno cercano a la psicología social: el trauma social rompe los vínculos comunitarios y es indispensable construir terapias que permitan recomponer el ethos grupal. Es necesario, entonces, tener en cuenta las teorías del trauma para el caso que nos interesa:

“Una experiencia fallida o traumática ocurre cuando los términos simbólicos de los lenguajes históricamente disponibles para articular una experiencia no pueden ser movilizados en ese momento en relación con esa experiencia” (Ortega 39).

Precisamente son prácticas de carácter simbólico las que permiten procesar la ruptura del orden simbólico. Construir memoria colectiva mediante testimonio y huellas es una de las tareas que ha asumido el arte en contextos conflictivos:

“Esa urgencia por “ficcionar” nuevas realidades, constitutiva de las representaciones que avanzan en el duelo, significa que el arte y la literatura juegan un papel muy importante en la recuperación y la reconstitución de nuevas identidades. En efecto, la literatura y el arte son campos de producción que permiten concebir un mapa social que recoja y elabore los síntomas de una sociedad conmocionada” (Ibíd., 56).

Por lo anterior, las prácticas de carácter creativo como la danza, el teatro, la literatura, las artes plásticas, vienen jugando un papel central con las víctimas del conflicto armado. Prácticas que buscan construir un relato, una memoria o procesos de simbolización de la muerte, cuyo efecto vinculante llega a ser, en muchos casos, terapéutico: procesar el duelo o el trauma. Son paradigmáticos en nuestro contexto el Parque Monumento de Trujillo, Valle del Cauca y el Salón del Nunca Más de Granada, Antioquia. Pero, igualmente, otras prácticas, tanto artísticas como comunitarias, cuya categoría más adecuada para comprenderlas es la de “arte participativo”.

El conjunto del presente dossier

Si bien se ha señalado que en la última década se ha establecido una agenda en el que las nociones de víctima, testigo, memoria y reparación simbólica resultan centrales en el arte y las prácticas artísticas que se ocupan del conflicto armado en Colombia (y de manera creciente teniendo en cuenta el posible escenario del postconflicto), es necesario indicar, del mismo modo, que el repertorio tanto creativo como interpretativo no se agota en la agenda descrita. Y, de algún modo, el propósito del siguiente dossier consiste en recopilar investigaciones que dan cuenta de un registro más amplio. Precisamente, resulta significativo comenzar esta compilación con el ensayo “Arte en y más allá de la violencia en Colombia” de María Margarita Malagón-Kurka; allí, la autora se ocupa de las obras de Clemencia Echeverry y Oscar Muñoz, artistas cuyos trabajos se identifican comúnmente con la violencia en Colombia; no obstante, en el ensayo se propone un giro interpretativo en el que se desidentifica la centralidad de la violencia explorando las dimensiones antropológicas presentes en sus obras. En el ensayo de Daniel García, “Historia y memoria en el Cementerio Central de Bogotá”, se realiza un análisis sobre cuatro formas de memoria colectiva que coexisten en el Cementerio Central de Bogotá y sus alrededores. Mediante el análisis de prácticas, representaciones y discursos que tienen lugar en estos espacios, el autor indaga por los conflictos y diálogos que existen entre las cuatro formas de memoria colectiva (no circunscritas, únicamente, al tema de la violencia en Colombia): memoria nacional, memoria mágico religiosa, memoria artística y memoria histórica.

Si los anteriores trabajos descentran la cuestión de la violencia posibilitando un registro interpretativo más amplio, los siguientes textos se ocupan, propiamente, de la violencia contemporánea en Colombia. El texto de Manuela Ochoa y Camilo Leyva, “Conceptos para la construcción del archivo digital: Oropéndola Arte y Conflicto”, muestra tanto el contexto como los conceptos básicos que se utilizaron para el desarrollo de la investigación y la implementación del archivo digital Oropéndola Arte y Conflicto (www.oropendola.com.co). Los conceptos trabajados son el archivo, la memoria y el trauma. A partir de éstos se desarrolla el planteamiento curatorial y se exponen las palabras clave que dan orden al archivo: transformación, testigo, mujer, narración, desaparición, tierra, conmemoración, duelo y resistencia. El trabajo de Oscar Moreno Escárraga, “Mi casa mi cuerpo: relato de un proceso colectivo de creación artística”, documenta un trabajo de arte participativo e investigación social realizado con tres familias en situación de migración forzosa que habitan el barrio Bellavista Parte Alta de la periferia sur de Bogotá; en este trabajo se relatan los tránsitos de vida de las familias en referencia a la casa como lugar de actualización de memorias, de resignificación de prácticas culturales y de proyección de imaginarios y deseos a largo plazo. Por último, cerramos el dossier con el ensayo “Operation Check: Visuality of Success” de Claudia Salamanca. Aunque este trabajo no hace referencia a obras de arte, se concentra en formas de visualidad que construyen discursos en torno al conflicto armado en Colombia, específicamente la autora hace un análisis de la retórica audiovisual con ocasión de la Operación Jaque; específicamente, Salamanca plantea la hipótesis de que la estrategia militar no se separa de la estrategia mediática, estrategia que sobrepasa las fronteras nacionales y se inscribe en el espacio global de la guerra.

Con estos cinco trabajos se pretende mostrar un panorama en el que, desde diversos enfoques teóricos y metodológicos, se indaga por las relaciones entre el arte y la violencia en Colombia, con un énfasis particular: el análisis de formas simbólicas no circunscritas específicamente a la noción de “obra de arte” (Moreno y Salamanca), la desidentificación de obras de arte tradicionalmente interpretadas en clave de conflicto armado (Malagón) y las contradicciones y diálogos que se construyen cuando de construcción de memoria colectiva se trata (García). En medio de estas diferentes perspectivas, los lectores encontrarán un amplio repertorio de obras de arte y prácticas artísticas que asumen el conflicto armado en Colombia de manera directa (proyecto Oropéndola-Ochoa y Leyva).

 

Elkin Rubiano*

 

*Este texto es la presentación del dossier “Arte y memoria en Colombia”, Revista Karpa (8).

 

Bibliografía

Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia: Pre-textos, 2009. Impreso.

Grupo de Memoria Histórica. Trujillo. Una tragedia que no cesa. Primer informe de memoria histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, Bogotá: Editorial Planeta, 2010. Impreso.

Hartog, Francois. “El tiempo de las víctimas”. Revista de Estudios Sociales 44 (dic. 2012): 12-19. Impreso.

Koselleck, Reinhart. Modernidad, culto a la muerte y memorial nacional. Madrid: Centros de Estudios Políticos y Constitucionales, 2011. Impreso.

Malagón, María Margarita. Arte como presencia indéxica. La obra de tres artistas colombianos en tiempos de violencia: Beatriz González, Oscar Muñoz y Doris Salcedo en la década de los noventa. Bogotá: Universidad de Los Andes, 2010. Impreso.

Mouffe, Chantal. En torno a lo político. Buenos Aires: F. C. E. 2007. Impreso.

Ortega Martínez, Francisco A. (2011) “El trauma social como campo de estudios”. Trauma, cultura e historia: reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio. Ed. Francisco Ortega. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2011. 17-61. Impreso.

Rancière, Pierre. El desacuerdo, Buenos Aires: Nueva Visión, 1998. Impreso.

Rubiano, Elkin. “Las formas políticas del arte: el encuentro, el combate y la curación”, Revista Ciencia Política 9. 1 (junio 2014): 70-86. Impreso.

Sierra León, Yolanda (2014). “Relaciones entre el arte y los derechos humanos”. Derecho del Estado 32 (enero-junio 2014): 77-100. Impreso.

 

Notas

[1] Artistas como Alejandro Obregón, Luis Ángel Rengifo, Carlos Granada, Norman Mejía y Pedro Alcántara.

[2] Los casos estudiados por Malagón: Oscar Muñoz, Beatriz Gonzáles y Doris Salcedo.

[3] El punto de quiebre señalado por Malagón, es el siguiente: “A mediados de los años ochenta, se dio un giro significativo, tanto en la producción artística, como situación política del país (…) La toma del Palacio de Justicia en 1985, que duró dos días, fue un punto crucial para algunos artistas, como Beatriz González y Doris Salcedo quienes consideraron la toma como un punto de quiebre en la historia colombiana. Estos sucesos motivaron a éstas y otros artistas a cambiar la dirección de sus obras” (29-30).

[4] La Ley de Víctimas ordena crear el Centro de Memoria Histórica (art. 147). Será un establecimiento público del orden nacional, adscrito al Departamento Administrativo de la Presidencia de la República, con personería jurídica, patrimonio propio, autonomía administrativa y financiera y sede en Bogotá. Funciones (art. 148): diseñar, crear y administrar un Museo de la Memoria; administrar el Programa de Derechos Humanos y Memoria Histórica, que tendrá como funciones el acopio, preservación y custodia de los materiales que recoja o de manera voluntaria les sean entregados por personas naturales o jurídicas sobre violaciones e infracciones y la respuesta estatal ante tales violaciones (art. 144).

[5] “Cuando flaquea la verdad judicial, se eleva el papel de la memoria: ésta se convierte en un nuevo juez” (Grupo de Memoria Histórica 2010, 28).

[6] “Reconocimiento del sufrimiento social que fue negado, ocultado o suprimido de la escena pública bajo el impacto mismo de la violencia” (Ibíd.).

[7] “En el ejercicio de memoria las víctimas individualizadas, locales y regionales, pasan a víctimas organizadas, víctimas-ciudadanos, creadores de memorias ciudadanas. En Colombia la violencia paraliza y destruye, pero también ha obligado a la movilización y generación de nuevos liderazgos” (Ibíd.).

[8] “El río Cauca ha sido empleado como “fosa común” (…) profundizando de esta manera el anonimato de las víctimas arrojadas en su cauce (…) entre 1990 y 1999 se practicaron 547 necropsias a cadáveres recuperados de las aguas del río Cauca (…) el fenómeno de los cuerpos flotando en las aguas del río Cauca no sólo es continuo en el tiempo, sino que se extiende a lo largo del río” (Grupo de Memoria Histórica 67).

[9] La ley define la reparación simbólica de la siguiente manera en el art. 141: Toda prestación realizada a favor de las víctimas o de la comunidad que tienda a asegurar la preservación de la memoria histórica, la no repetición de los hechos, la aceptación pública de los mismos, la solicitud de perdón público y el restablecimiento de las víctimas.

[10] Precisamente se ha optado por la palabra “curación” en lugar de “reparación” para evitar confusiones. Aquí es indispensable hacer la siguiente aclaración: la reparación simbólica, en el marco de la Ley de Víctimas, se debe entender desde la lógica de la reparación integral: “Desde el punto de vista de la reparación integral, las obras realizadas por las víctimas o por los artistas como parte de su voluntad transformadora, por iniciativa propia, no pueden ser consideradas como parte de la reparación integral, por los menos por tres razones:

  • Porque el responsable de la reparación a través del arte es el mismo responsable del perjuicio o daño causado a las víctimas, independientemente de que la obra sea diseñada y ejecutada por las víctimas.
  • Porque es injusto que además de sufrir el daño se obligue a las víctimas a una especia de autorreparación a través del arte o que se tergiversen sus manifestaciones de resistencia como elemento para minimizar las obligaciones de los responsables.

Porque la obra de arte de las víctimas tiene por objeto el reclamo, la lucha, la resistencia y no el desagravio por el daño que otros le han causado” (Sierra León 99).

1 comentario

Qué buena exposición, Elkin. El arte como vehículo para la sanación interior en procesos que se adelanten con comunidades como las víctimas del conflicto, es muy buena alternativa. Viendo el otro lado de las bondades de este trabajo, los artistas también se verán beneficiados, se presenta como una alternativa para la generación de ingresos y con esto me refiero a los artistas plásticos, sonoros, teatro, etc. Tanta guerra, desde la independencia hasta ahora, ha dejado mucha sangre, el arte ayuda a disolver.

Si las universidades, colectivos, agremiaciones, etc. advierten esto, comprenderán que aquí hay una necesidad que cubrir y los artistas puedan contribuir a sanar a otros.

Saludos,

Alvaro.