El migrante y la gestión de la alta cultura

Recuerdo el testimonio de una artista colombiana que, tras ganar una beca para una residencia en Alemania, me confesó su temor ante lo que le habían advertido: un incremento del racismo en ese país. No es sencillo ignorar estas advertencias, especialmente en un contexto en el que partidos de derecha se posicionan como la segunda fuerza política y, sorprendentemente, algunas corrientes de partidos de izquierda también proponen políticas antimigratorias.

El debate sobre la migración se ha convertido en uno de los ejes que define las orientaciones políticas a nivel mundial. Este tema jugó un papel decisivo en la reelección de Trump, ha dividido a la comunidad europea entre países con políticas migratorias estrictas y aquellos que optan por fronteras más abiertas, y también influye en regiones como Oriente Medio, Colombia, Chile, entre otras.

Si simplificamos un asunto tan complejo, podemos distinguir dos grandes posiciones: quienes apoyan la migración y quienes se oponen a ella. Cada postura se sustenta en una variedad de argumentos que abarcan desde interpretaciones legales de constituciones y acuerdos internacionales, estrategias de conflictos asimétricos, obligaciones morales basadas en creencias religiosas, cálculos macroeconómicos apoyados en estadísticas demográficas, hasta consideraciones sobre las tasas de criminalidad.

Recuerdo el testimonio de una artista colombiana que, tras ganar una beca para una residencia en Alemania, me confesó su temor ante lo que le habían advertido: un incremento del racismo en ese país. No es sencillo ignorar estas advertencias, especialmente en un contexto en el que partidos de derecha se posicionan como la segunda fuerza política y, sorprendentemente, algunas corrientes de partidos de izquierda también proponen políticas anti migratorias.

Sin embargo, el racismo en Alemania no se asocia de manera directa a una tendencia política clara; es más bien una sombra que se hace visible cuando las condiciones de luz permiten distinguirla con claridad.

Es innegable que las artes han florecido gracias a la migración. A lo largo de la historia, artistas han llevado consigo técnicas, estilos y conocimientos de un lugar a otro. Desde los escultores medievales que trabajaron en catedrales distantes a su tierra natal, pasando por pintores holandeses, franceses y españoles que emprendieron el “grand tour” a Italia, hasta los artistas de corte que se desplazaban para realizar encargos en palacios lejanos. Incluso en el siglo XIX, artistas de diversas partes del mundo convergieron en París, transformándola en un epicentro creativo. Sin la influencia de estos movimientos migratorios, la evolución de la pintura americana del siglo pasado, entre otros ejemplos, habría sido muy diferente.

Esta libertad de movimiento, tan vital para la creación artística, ha dado lugar a situaciones en las que se crean áreas grises en cuanto a la legalidad migratoria. Afortunadamente, muchos trabajadores culturales pueden viajar a residencias y participar en proyectos en distintos lugares sin tener que someterse a las estrictas normativas de visas de trabajo. Esta flexibilidad, que permite a los artistas ejercer su labor sin la rigidez de las leyes migratorias y tributarias, es un valor que debemos proteger y defender.

En mis escritos anteriores he desarrollado un vocabulario propio para analizar cómo opera el mundo del arte, muchas veces como un sistema que reproduce dinámicas de exclusión y expropiación. Uno de los conceptos clave en este análisis es el “simulacro de lo político”, que se refiere a aquellas posturas políticas adoptadas de manera inmediata y superficial, en busca de reconocimiento social y beneficios, en lugar de reflejar una posición genuina y profunda.

No es difícil entender por qué muchos en el ámbito cultural defienden la migración. Sin embargo, en medio del intenso debate entre quienes están a favor y en contra, es fundamental reconocer cuándo lo que parece ser una postura política auténtica se transforma en un simulacro.

Sentirse bien consigo mismo.

Un director de museo en Múnich compartió en su perfil personal una nota periodística en la que se recogía su discurso de la noche anterior, en el que defendía la migración destacando que el equipo del museo incluye personas de 19 nacionalidades. Es, sin duda, un gesto loable que merece una reflexión y un mayor contexto.

Alemania, a diferencia de algunos de sus vecinos europeos, no ha impulsado históricamente la presencia de migrantes o extranjeros en los altos niveles administrativos de sus museos. En mis años de experiencia trabajando en este país, no he encontrado un curador latinoamericano en una posición de liderazgo o dirección de museo, ni he conocido a curadores asiáticos desempeñándose en roles similares. Un ejemplo significativo es el de un curador africano, quien, gracias a su esfuerzo, tenacidad y capacidad política, llegó a ser director de la Haus der Kulturen der Welt. Pero este espacio, creado desde sus inicios —como un obsequio de los estadounidenses a la Berlín occidental—, se concibió para promover la internacionalización de la ciudad y funcionar como una “casa de las culturas del mundo”. Hasta hace poco, el equipo curatorial de la colección del Estado de Renania del Norte, a pesar de proclamarse un museo global, no contaba con curadores que no fueran alemanes.

Este marcado enfoque local en la gestión cultural a veces se traduce en situaciones curiosas. Por ejemplo, un magazín de arte que se presenta como “internacional” cuenta únicamente con recensores alemanes. Hace unos meses, en una edición dedicada a la Bienal de Venecia y al “Sur Global”, los articulistas eran los mismos, quienes se habían convertido en referentes en temas del sur, a pesar de existir una amplia cantidad de profesionales y excelentes escritores originarios de esas regiones que trabajan en Berlín.

El debate sobre la migración en el ámbito de las artes también ha generado nuevas oportunidades laborales. Lamentablemente, en ocasiones estas oportunidades no benefician directamente a los migrantes, sino que son aprovechadas por algunos profesionales alemanes, que se han consolidado como “expertos” en temas relacionados con el Sur Global, la migración, África, Asia o Latinoamérica. Esto les permite abrir nuevas cátedras universitarias o acceder a posiciones curatorias orientadas al “reach out”, y, de esa manera, obtener fondos gubernamentales asociados a políticas pro migratorias.

Pero, ¿cómo no comprender estas estrategias en un sistema cultural tan precario, donde conseguir financiamiento o un puesto de trabajo puede resultar casi un milagro? No es difícil imaginar la frustración de algunas excompañeras de universidad al enterarse de que el puesto al que habían aspirado fue finalmente ocupado por una persona latina, a pesar de las críticas y protestas previas contra ciertos discursos políticos. Ser pro migración también es una cuestión de sentirse bien consigo mismo.

La cuota

Recientemente, le escribí al director del Museo de Múnich exponiéndole una argumentación similar a la que he compartido anteriormente. Aunque reconoció ciertos aspectos de mi crítica, comentó que la situación está cambiando y citó como ejemplo a la directora de un museo de origen argentino.

Después de 18 años de trabajo en el ámbito cultural, mi intención al describir la gestión en Alemania es más despertar una reflexión que simplemente criticar. Sin embargo, aún parece que algunos se mantienen aferrados a visiones del pasado.

El ejemplo que ofreció el director se refería a una persona de padres alemanes que creció en Argentina y regresó a Alemania para terminar el bachillerato y cursar estudios universitarios. Aunque su experiencia internacional es valiosa, no encarna del todo lo que entendemos por la vida de un migrante.

El concepto de “cuota” a menudo permite a diversas administraciones y grupos sociales sentirse bien consigo mismos, realizar ciertos gestos simbólicos con fines políticos y, a la vez, obtener fondos. En el caso de las artes alemanas, esta “cuota migratoria” se cumple, en parte, gracias a los artistas de todo el mundo que llegan para contribuir a la cultura del país. Las academias de arte cuentan con un número significativo de estudiantes extranjeros, y ciudades como Berlín se han convertido en auténticos crisol de talento cultural internacional. Esta dinámica resulta muy positiva: es eficiente en costos, de fácil mantenimiento, excelente para promover la imagen del país en el exterior y, a la vez, impulsa procesos de gentrificación urbana.

Sin embargo, surge una pregunta interesante: ¿qué sucede cuando esa “cuota” busca emanciparse? ¿Qué ocurre cuando quienes inicialmente eran invitados a participar se vuelven lo suficientemente hábiles y capaces para gestionar fondos, definir sus propias políticas culturales y ocupar puestos de liderazgo? ¿Cómo se transforma el rol de aquellos que ya no desean ser simplemente porteros, cuidadores o personal de limpieza del museo, sino protagonistas de la narrativa cultural que ayudaron a crear? En ese momento, la presencia migrante puede volverse incómoda para ciertos sectores, lo que a menudo conduce a intentos de censura o restricción.