El réquiem, el animero y los escogidos. El treno, los gallinazos y los cargueros. Las auras, los fantasmas, la Llorona y las Magdalenas. El arte acompaña, consuela, propicia una condolencia pública, finalmente llega. Lo que quiere decir que llega al final, después del evento lamentable. Y llega para escuchar el lamento, también para propiciarlo, para darle lugar a la comunidad del dolor. El arte llega al final, demasiado tarde. Llega junto con el forense, el sepulturero y el sacerdote. Llega con la tumba o para declarar su ausencia. Llega tarde, aunque finalmente llega. No podría ser de otro modo. El artista no es el testigo directo, no es el sobreviviente (superstes); es más bien un testigo de segunda mano, propiamente ocupa el lugar del tercero (terstis) que simboliza y representa las pérdidas.[1] Llegar tarde, dice Bal, “significa incapacidad, no solo para estar presente, sino para ser testigo del acontecimiento” (2014, 207). El sobreviviente, quien estuvo presente, es aquel que puede hablar por aquellos que no pueden, pues están desaparecidos, muertos o enmudecidos. En ese sentido, el testimonio es “una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia de decir” (Agamben 2000, 153). En un contexto en el que permanentemente se niegan los hechos, las obras de arte revelan que los asesinatos, las desapariciones y las masacres realmente ocurrieron.
La testificación, desde luego, se formaliza mediante recursos propiamente artísticos. Allí no se encuentra el tipo de testimonio capturado por el sistema judicial o el compilado por el historiador. Tampoco es la clase de testimonio que el técnico forense extrae de los restos humanos y objetuales.[2] Si bien el arte que se ocupa de la violencia puede recurrir a restos de cosas y de cuerpos, su propósito no es científico sino metafórico y metonímico. Mediante estos recursos las obras remiten, sistemáticamente, al cementerio, el féretro, el nicho fúnebre y la mortaja. Por ejemplo, en la obra “Atrabiliarios” (1992-93) de Doris Salcedo, no hay
“…cadáveres literales, ni hay sepulcros, ni se llevan a cabo ritos funerarios. Seguimos en una galería, solos frente a la instalación. Pero ocurre que tampoco hay cadáveres en el lugar del horror que la obra evoca e invoca. De golpe, la violencia, que es el referente de esta obra, queda literalmente expresada” (Bal 2014, 39).
En esta sugestiva reflexión, en la que constantemente se habla de entierro, dos cosas se ponen en evidencia. Por un lado, el procedimiento realizado por Salcedo, que Bal llama metáfora negativa, y, por el otro, la eficacia de tal recurso: de golpe el referente se expresa de modo literal. Y otra cuestión: que, en todo caso, seguimos en una galería. Una vez más nos percatamos, siguiendo a Adorno, que “museo y mausoleo están relacionados por algo más que una proximidad fonética”. Pero a diferencia de Adorno, para quien el observador no mantiene una relación vital con los objetos que contempla, muchas de las obras en las que la tumba está presente, expuestas en iglesias, galerías y museos, muestran lo contrario, que el museo/mausoleo permite que los familiares de personas asesinadas y desaparecidas establezcan una relación vital con sus seres amados a partir de las imágenes y de los objetos expuestos. La relación vital es una cosa, la otra es la sintomática aparición de la metáfora fúnebre en el arte colombiano. El arte llega tarde. Sin ser conscientes de ello y de modo no deliberado, tal vez los artistas se hayan transmutado, simbólicamente, en forenses, sacerdotes y sepultureros. Doris Salcedo hace plegarias mudas, Beatriz González sepulta a las auras que estaban vagando, Yorlady Ruiz conduce a las almas hacia el cementerio, Erika Diettes convierte en lápidas los objetos que le donaron, Juan Manuel Echavarría se interesa por la práctica mortuoria de adoptar muertos, Gabriel Posada “se muere” para que su cuerpo sea llevado a la isla de la Calavera. Las imágenes fúnebres y forenses irrumpen de manera profusa, de manera obsesiva podría decirse. En algunos casos se transforman, y de ser indiciales se convierten en imágenes simbólicas, como ocurrió con “Réquiem NN” de J. M. Echavarría en el montaje que se hizo para la exposición “Ríos y Silencios”, llevada a cabo en el MAMBO entre octubre de 2017 y enero de 2018 (imagen 1). De su exhibición típicamente galerística, fue adquiriendo volumen hasta convertirse en un mausoleo. La imagen se convirtió en una Cosa: la profusión y la repetición de los nichos se elevaron hasta alcanzar la condición de mausoleo.
La colección de las imágenes que daba cuenta de un fenómeno religioso y antropológico, su documentación, fue dando paso a la construcción de un lugar que contiene un interior vacío y oscuro. La multiplicidad de lápidas fue conformando una unidad sepulcral. Si con “Auras anónimas” Beatriz González le puso “[…] lápida a estas tumbas vacías para colaborar con el descanso de esas almas;[3] con el mausoleo de “Réquiem NN” se realizó un procedimiento inverso: darle el necesario vacío a esas lápidas sin nombre. En ambos casos se construyó un interior que contuviera el vacío, que le diera lugar a ese vacío. Echavarría coleccionó imágenes de lápidas para realizar “Réquiem NN”. Beatriz González lleva décadas coleccionando imágenes de sepulcros y ataúdes mediante el recorte de notas de prensa. El primer recorte de su colección en el que se muestra una galería de nichos fúnebres es, precisamente, una fotografía del Cementerio Central (imagen 2 superior izquierda), el lugar en el que 33 años después realizará “Auras anónimas”. En el pie de foto se decía:
“Con un crucifijo entre el saco, otro cerca a su brazo derecho y trozos de una jardinera entre el brazo y el costado derechos, aparece el desvalijador de tumbas muerto a tiros de escopeta en la madrugada de ayer en el Cementerio Central.”[4]
El profanador de tumbas yace descalzo y con la cara ensangrentada. Al fondo, la galería mortuoria y un hombre de pie con la “cabeza cortada”. La siguiente foto de su archivo en la que se referencia un féretro (imagen 2 superior derecha) muestra a una mujer con los brazos en alto: “[…] parece pedir clemencia al Todopoderoso […] Compungida, otra señora observa el féretro que contiene los restos de una de las víctimas”.[5] La noticia es por el accidente en una plaza de toros cuyo desplome dejó 500 muertos. Poco a poco el archivo se irá transformando: de la compilación de notas rojas a la compilación de notas sobre el conflicto armado: “¡ADIOS HIJO MIO! Exclama, abatida, la madre del agente José Over Cruz Vega, una de las víctimas del atentado contra una patrulla Antinarcóticos en el Magdalena. Cruz ofrendo su vida el día que cumplía 21 años de edad” (imagen 2 inferior centro).[6] De ahí en adelante las referencias visuales con féretros están acompañadas de procesiones de personas cargando ataúdes, dolientes llorando sobre los lechos mortuorios de las víctimas, con titulares como: “Las masacres: de Caloto a San Agustín”,[7] “Conmovedor sepelio de las víctimas de la matanza”,[8] “Retaliación de las FARC en Urabá”,[9] “A Apartadó la están crucificando”,[10] “Asesinan a 14 campesinos en la vereda La Horqueta”,[11] etc. Haciendo el seguimiento exclusivo de las notas con imágenes de féretros o tumbas, el archivo de González muestra la transformación de la violencia en Colombia, la degradación del conflicto hacia finales de la década del ochenta. Visualmente su archivo testimonia sobre esa degradación: de la guerra de combates a la guerra de masacres. Compilado, el archivo revela la repetición sintomática de las tumbas y los féretros, su apabullante presencia en la cultura visual. La repetición incesante de los mismos gestos que González busca una y otra vez en sus pinturas: brazos alzados, palmas de las manos que cubren los rostros doloridos, cuerpos derrumbados sobre féretros, manos dispuestas para la plegaria (imagen 3). Cuerpos que cargan otros cuerpos: las siluetas de los cargueros repetidas en los 9.857 nichos sellados en “Auras anónimas”, un museo/mausoleo en sentido literal. La repetición serial de esas imágenes es inseparable del modo serial con el que se ejecutan los asesinatos y las masacres. La presencia sistemática de las tumbas en el arte colombiano es el síntoma dejado por los desastres de la guerra, imágenes que retornan tantas veces que han terminado por convertirse en parte del relato de nación.
Beatriz González recuerda que el 9 de abril de 1948 muchos cadáveres fueron apilados en los corredores de los columbarios del Cementerio Central, y aquellos que no fueron identificados fueron enterrados como NNs en fosas comunes. En los columbarios convergen las historias de La Violencia, los NNs y las exhumaciones. El sector de los columbarios fue cerrado para realizar un proyecto de renovación urbana en el centro expandido de la ciudad, así que las galerías fueron derrumbadas luego de exhumar los restos que allí reposaban.[12] No obstante, un último proyecto de renovación urbana no pudo realizarse por cuestiones técnicas, así que uno de los conjuntos de los columbarios quedó en pie dejando a la vista la oscuridad de los nichos vacíos durante algunos años. Un conjunto arquitectónico difícil de ver, de dirigirle la mirada en un contexto de violencia, no solo de asesinatos sino de desapariciones forzadas que impiden que los dolientes despidan a sus muertos mediante un ritual fúnebre. La oscuridad de los nichos vacíos y su repetición a escala serial acentúa la ausencia de cuerpos sin entierro o, en otra imagen igualmente siniestra, la sensación de que los muertos hubieran salido de sus tumbas, de que hubieran regresado y sus almas estuvieran vagando en el mundo de los vivos. Esta segunda imagen es la que González vio y la que la llevó a proponer una acción de sellado de las tumbas con el nombre “Auras anónimas” (imagen 4).
“…todos los seres humanos tienen un aura y si uno desaparece, el aura queda (…) Se llama Auras anónimas porque nadie sabe la cantidad de personas que pasaron por esos columbarios. Imagínense: cada siete años una persona distinta. Las auras estaban flotando en el aire de Bogotá y estaban esparciéndose y había que concentrarlas, había que encerrarlas con una lápida. Lo que yo quería era ponerles lápida a estas tumbas vacías, para colaborar con el descanso de esas almas”.[13]
La evidencia antropológica y psicoanalítica demuestra que con el ritual fúnebre se ayuda a que el muerto se dirija al mundo de los muertos. Cuando la muerte no resulta adecuadamente simbolizada, los muertos regresan y acosan a los vivos. Por tal razón, una de las funciones del duelo es dejar descansar simbólicamente a los muertos, el ritual funerario contribuye a aflojar los lazos con ellos y situarlos en un espacio diferente. Cuando esto ocurre, es posible empezar a conformar nuevos lazos con los vivos. Lo que hace Beatriz González -no a partir de los nombres de víctimas específicas sino invocando innumerables auras anónimas-, es colocar en un espacio adecuado a esas almas para las que no ha habido llanto ni rito funerario, pero no solo colocarlas sino sellar el espacio para garantizar que no regresen, una acción que recuerda las pesadas piedras sobre los sarcófagos, cuya función era precisamente esa, asegurar que los muertos no regresen:
“El duelo es mucho más que una muerte biológica real. También se trata de dejar a alguien descansar simbólicamente. Cuando alguien muere, a menudo nos comportamos como si no estuviera completamente muerto. Hablamos en susurros alrededor de un ataúd, y somos cuidadosos de no calumniar a los muertos con comentarios malévolos o irrespetuosos. Los rituales de entierro estudiados por antropólogos muestran la misma precaución: cada medida debe ser tomada para asegurar que los muertos no regresen para tomar venganza contra nosotros. Tapas pesadas de ataúdes o piedras atadas al cuerpo, romper los huesos de sus piernas para que se mantengan inmóviles, encantamientos y amuletos para refrenar sus ataques, y toda una serie de sacrificios y símbolos tienen esta función paliativa, protectora” (Leader 2011, 105).
En una reciente entrevista, Beatriz González señala que “Colombia no va a tener paz si no hay duelo”.[14] Durante las últimas décadas algunos artistas colombianos han explorado ese camino. Para alguno críticos, sus acciones, obras y procedimientos son una instrumentalización del dolor de las víctimas. Esta opinión, sin embargo, no ha logrado salirse del marco estrecho de lo que indistintamente llama instrumentalización. Simbolizar las pérdidas humanas y ritualizar su muerte es un paso indispensable para que la condolencia pública acontezca, para que tengamos la capacidad de llorar las muertes ajenas como si fueran propias. Butler (2010) señala que cuando una vida no es digna de ser llorada, estamos declarando que esa vida no fue digna de ser vivida. En un lugar donde las masacres y los asesinatos extrajudiciales son una rutina, el asesinato de tres periodistas ecuatorianos sirve como un espejo en el que podemos ver el reflejo de nuestra propia infamia, como le sucedió a María Jimena Duzán cuando la invitaron a un encuentro de periodistas en Quito: “les envidié esa capacidad de indignación que les vi en sus ojos y que percibí en el tono de sus voces y me dio pena contarles que en mi país las muertes ya no causan ni indignación ni desconcierto.”[15] El duelo, eso que señala Beatriz González, es la capacidad de condolerse por la muerte de los demás. Y como no es cualquier muerte de la que estamos hablando sino la muerte producto de la infamia, la condolencia que debe buscarse es pública ¿No es acaso el arte uno de esos lugares en donde se pueden mover las emociones y los sentimientos? ¿No es acaso el ámbito de la creación aquel en el que quizás lleguemos a conmovernos?, ¿de movernos como nación?, ¿de cambiar el relato del odio por el de la reconciliación? Sin la capacidad de condolencia por la muerte de los otros, sin la capacidad de duelo público, estaremos condenados a la repetición.
Elkin Rubiano
Bibliografía
Agamben, Giorgio. 2000. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III. Barcelona: Pre-Textos.
Bal, Mieke. 2014. De lo que no se puede hablar. El arte político de Doris Salcedo. Medellín: Universidad Nacional de Colombia.
Butler, Judith. 2010. Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Madrid: Paidós.
Centro Nacional de Memoria Histórica. 2014. Textos corporales de la crueldad. Memoria histórica y antropología forense. Bogotá: CNMH.
García, Daniel. 2015. “Historia y memoria en el Cementerio Central de Bogotá”. Karpa 8. Los Ángeles, California State University: http://www.calstatela.edu/misc/karpa/KARPA8a/Site%20Folder/garcia.html
Leader, Darian. 2011. Duelo, melancolía y depresión. Madrid: Sexto Piso.
Notas
[1] “En latín hay dos palabras para referirse al testigo. La primera, testis, de la que deriva nuestro término ‘testigo’, significa etimológicamente aquel que se sitúa como tercero (terstis) en un proceso o en un litigio entre dos contendientes. La segunda, superstes, hace referencia al que ha vivido una determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está, pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él” (Agamben 2000, 15).
[2] “En el ámbito forense, cuando a alguien se le ha quitado la vida, el cadáver tiene la valiosa información que permite descubrir qué paso y cómo. Por ejemplo, las huellas y evidencias físicas halladas dan cuenta del final de su vida, de los medios y mecanismos utilizados por quien le quitó la vida, de lo que es posible también inferir cómo era la estructura mental y carácter del victimario o perpetrador, y sus posibles estrategias y motivaciones para haber cometido el acto violento” (CNMH 2014, 38).
[3] Beatriz González. 2016. “Reclaiming the Aura”: https://www.youtube.com/watch?v=53mot1qktwM
[4] “Muerto profanador de tumbas”. 1978. El Tiempo, agosto 12.
[5] El Tiempo, enero 22 de 1980 [recorte de prensa sin título].
[6] El Tiempo, enero 4 de 1991 [recorte de prensa sin título].
[7] El Tiempo, mayo 8 de 1994.
[8] El Tiempo, febrero 5 de 1995.
[9] El Tiempo, octubre 31 de 1995.
[10] El Tiempo, abril 6 de 1996.
[11] El Tiempo, noviembre 22 de 1997.
[12] La historia del Cementerio Central de Bogotá, así como el destino de los columbarios y las decisiones políticas sobre si conservarlos o derrumbarlos, aunque resultan de interés para la historia urbana y los lugares de memoria en la ciudad, no es una línea argumentativa que esté en relación con las reflexiones hechas en este documento: las relaciones entre la imposibilidad del duelo y las prácticas artísticas que buscan simbolizar las pérdidas como una forma de alivio para los familiares de personas desaparecidas. No obstante, una indagación juiciosa sobre este tema puede consultarse en García (2015), quien hace un análisis sobre cuatro formas de memoria colectiva coexistentes en el Cementerio Central y sus alrededores. Mediante el análisis de prácticas, representaciones y discursos que tienen lugar en estos espacios, el autor indaga por los conflictos y diálogos que existen entre cuatro formas de memoria colectiva: memoria nacional, memoria mágico religiosa, memoria artística y memoria histórica. También el autor señala algunas tensiones y contradicciones en la acción de Beatriz González, dentro de las cuales vale la pena destacar que aunque la artista insista en que el arte político contemporáneo “debe ser efímero y en una ruptura completa con la tradición del arte monumental apoyado por los estados nacionales (…) la artista expresa desesperación ante la posibilidad de la demolición de los columbarios en donde está instalando sus Auras anónimas. Esta obra, que lleva cinco años en exhibición, no puede negar su carácter imponente y su voluntad de permanencia, aspectos que comparte con el arte monumental que según la artista, debe ser a toda costa superado. De hecho durante los últimos meses, el distrito ha construido senderos alrededor para recorrer y contemplar esta intervención, que contra todas las reglas del discurso sobre el arte efímero, parece estar conquistando la permanencia de los monumentos que decoran la ciudad.” (García 2015).
[13] Beatriz González. 2016. “Reclaiming the Aura”: https://www.youtube.com/watch?v=53mot1qktwM
[14] https://www.semana.com/nacion/articulo/beatriz-gonzalez-colombia-no-va-a-tener-paz-sin-duelo/586997
[15] https://www.semana.com/opinion/articulo/homenaje-a-tres-periodistas-ecuatorianos-asesinados-por-maria-jimena-duzan/566056
1 comentario
Excelente artículo. Una remarca sin embargo : si el tema es un elemento fundamental e indisociable de la obra, la obra de arte no está contenida en el tema. Así, para dar un ejemplo fuera del campo de lo macabro, «las Meninas» de Velázquez no son simplemente el retrato de unas princesas españolas.
Es probablemente muy pronto para que podamos ver en Colombia otra cosa que el duelo que se encuentra en esas obras – entre otras razones, porque el duelo llega solo «después», es decir cuando la tragedia ha terminado y no es nada claro, desafortunadamente, que este sea el caso en Colombia – pero vale la pena recordar que esas obras contienen algo más que duelo.