Las exposiciones del Museo Allende en Sao Paulo y en Santiago ponen de relieve la cuestión de las formación de las colecciones públicas. Esa es una historia que falta. Otra más. ¿Qué se puede decir de la historia de la formación de las colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) y del Museo de Arte Contemporáneo (MAC)?.
Al menos disponemos de datos precisos sobre la formación de la colección de la Pinacoteca de la Universidad de Concepción. Aunque son datos a los que no se les ha sacado el partido analítico apropiado.
Cuando vino a Chile Bart de Baer, el curador belga que fuera asistente en Documenta 9, aquella a la que fue invitado Eugenio Dittborn, como es obvio para una visita ilustre, lo llevamos al MNBA. Fue allí que delante de un Nemesio Antúnez sorprendido y ofendido, sostuvo la siguiente consideración: “ustedes podrían hacer la mejor exposición de mala pintura francesa del siglo XIX”. Se refería a la pobreza de nuestra colección, pero la convertía en una plataforma positiva, ya que permitiría al público francés enterarse del tipo de pintura de exportación que enviaban a nuestros países, gracias a la complicidad de agentes chilenos que traían las obras de los artistas que eran famosos en el mercado de su tiempo.
Eran aquellos que ocupaban la escena mediática cuando se marginaba a los primeros impresionistas. Hace veinte años pudo haber sido una muy buena exposición de mala pintura francesa, con lo cual nos habríamos posicionado como el museo latinoamericano de mejores malas pinturas. Se puede hacer una gran exposición con malas pinturas o con pinturas mediocres. Se puede hacer una muy mala exposición con buenas pinturas. Todo descansa en las condiciones de manejo de las colecciones. Sin embargo, en esas condiciones juega un rol fundamental el modo cómo unas obras, por ejemplo, ingresan a un acervo. Pensemos un poco sobre un gran operador chileno que hace una importación de pintura a comienzos del siglo XX y que le va mal en el negocio. No hay mercado para esas pinturas. ¿Qué hace este señor? Consigue que el Estado de Chile le compre las pinturas. Esta sería una hipótesis muy plausible para explicar el inicio de una colección y sus opciones “estéticas”. El modelo de comportamiento oligarca posee un valor proverbial: el Estado recoge las fallas de una importación privada. Allí donde el privado produce la falla, el Estado pone el parche. Es un modelito garantizado. Después, en el tiempo, las empresas del Estado que fallan, las compran los privados a precio realmente conveniente, se convierten en zares de una actividad, pero como no tienen apellido nobiliario, se dedican a comprar pintura y arman una colección, para sellar su ingreso en la oligarquía, gracias a sus audacias empresariales permitidas en un campo de gran represión laboral. Las colecciones de pintura sirven para que los privados faltos de apellido laven la suciedad simbólica de su origen migrante y demuestren a sus antepasados que en una sola generación, finalmente, pudieron hacerse de una pequeña América. Todo eso se sella en su imaginario con adquisiciones compulsivas de pintura chilena nobiliaria, que en el mercado internacional, en verdad, posee un valor realmente menor.
El caso es que las colecciones existen, en este terreno, para saldar deudas de clase y tapar el hueco real de los efectos de un crimen. Como sería el caso de exitosos fabricantes de armas reconvertidos a las actividades vitivinícolas y culturales en zonas de cultura rural consideradas Premium; es decir, allí donde se forjó la nacionalidad chileno-quinchera de este país.
¡Vaya! ¡Lo que se puede lograr con una colección!
Justo Pastor Mellado