Debate Altermodernidad decolonialidad

El debate planteado por las tesis de Altermodernidad vs Estéticas Decoloniales genera un espacio de discusión muy interesante para la historia y la crítica de arte en Colombia, y de paso permite conjeturar la manera en que los artistas y el público local responden y experimentan la última modernidad entre finales de siglo XX y esta primer década de siglo XXI…

PRIMERA PARTE

El debate planteado por las tesis de Altermodernidad vs Estéticas Decoloniales genera un espacio de discusión muy interesante para la historia y la crítica de arte en Colombia, y de paso permite conjeturar la manera en que los artistas y el público local responden y experimentan la última modernidad entre finales de siglo XX y esta primer década de siglo XXI.

Este es un texto que no creo que alcance a dominar todavía los temas que aborda. Persiste como un borrador. Existen algunas generalizaciones por enderezar y ciertos vocablos que merecen revisión a la luz de nuevas perspectivas como es el de tercer mundo. En algunos pasajes se desarrolla un modelo binario que se repite en otros apartes, modelando contraposiciones que no están resueltas y que permanecen solo de manera descriptiva. Sin embargo lo publico en EP como un intento por destilar un debate al que no se le han dado los aportes necesarios para superarlo, es decir, entenderlo. Más allá de pensar que se trata de un desencuentro entre nostálgicos resentidos y ávidos progresistas, se trata de mirar en el tanque de unas aguas que simulan una peligrosa mansedumbre en el campo de juego de las prácticas locales.

ALTERMODERNIDAD/DECOLONIALIDAD       

El año pasado Bogotá fue escenario de dos encuentros teóricos que generaron un debate interesante en Esfera Pública. Ellos fueron: la “II Cátedra Franco-Colombiana de Altos Estudios Arte y Política” que contó con la presencia de Nicolas Bourriaud y “Estéticas decoloniales: sentir- pensar- hacer abya yala / la gran comarca” con la presencia de Walter Mignolo entre otros, quien además acompañó la curaduría en una muestra escenificada en tres lugares diferentes de la ciudad.

Las dos posturas de cada uno de estos protagonistas son antagónicas, y de ahí se desprende un punto de mira interesante para el observador, cuando de contrastar la pertinencia de cada una de ellas sobre el panorama de las prácticas artísticas en nuestro país se trata.

Una pregunta que siempre acecha al artista y al crítico de arte desde la condición emergente, transitiva o tercermundista, es su posición al mediar entre los discursos importados desde los centros dominantes de la cultura occidental y su propia historia, matizada por los dialectos locales, que se configuran desde una perspectiva que contempla al sujeto colonial y su manera de moverse en esta masa crítica de influencias, en algunos casos propias y en otras impuestas.

Por culturas propias se puede entender la herencia precolombina que sobrevivió al proceso de conquista y colonización en América latina, ejercido por las diferentes potencias europeas como España, Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda principalmente.

Siempre existe la tentación de encontrar un nicho de identidad propia en las culturas indígenas, haciendo que el conjunto de sus fenomenologías se integren en los discursos de la contemporaneidad artística, echando mano de la pluralidad discursiva que la posmodernidad introdujo, sin problematizar lo suficiente en las implicaciones que tal postura contempla.

De otra parte, existe por igual, la tentación provocadora de involucrar al conjunto de las manifestaciones locales en la perentoria aventura de la modernización clásica, es decir, la consabida cantinela de actualizarnos con referencia a los discursos de NYC, París, Londres o cualquiera ciudad Europea o Norteamericana, que nos venda las últimas baratijas de lo que es y deben ser, las expresiones del arte de acuerdo a los últimos aullidos de la contemporaneidad cultural dominante.

Ese viejo debate que se dio en los años 50 entre los Bachué y Marta Traba no puede ser mejor ejemplo de lo que acabo de decir.

Un tercer elemento cultural, al menos para Colombia, es el rol importante que juegan las tradiciones culturales afrodescendientes en el escenario identitario de la geografía local. Si la deuda con las tradiciones precolombinas es enorme (No existe un museo antropológico que esté a la altura de la producción que existe de las diferentes etnias indígenas), mayor es la deuda con las tradiciones de las culturas afro, tanto del pacífico como caribeñas. En ese sentido, seguimos siendo un país que está pendiente de descubrirse a sí mismo.

Por lo tanto, la pregunta que surge inmediatamente es una palabra problema, en la medida que ha sido estigmatizada por algunos discursos que ven en ella un problema esencialista, que impide su valoración a partir de otras consideraciones, como son su pertinencia y la capacidad de resistencia que ofrece, al momento de mediar en el impacto que la globalización provoca en las estructuras culturales periféricas. Esta palabra es la palabra IDENTIDAD.

Probablemente el punto más interesante del debate, resida en la capacidad de problematizar esta relación entre centro y periferia, a pesar de fenómenos como la globalización, la emergencia de otros centros de poder mundial y la horizontalidad de las comunicaciones que permite la cultura digital.

Nicolas Bourriaud desprecia cualquier discusión que tome en cuenta el asunto de la identidad, porque para él, los puntos de negociación en las prácticas artísticas contemporáneas aparecen mediados por el nomadismo y la creolización de los hábitos culturales, de donde el artista extrae una suerte de menjurje que integra en sus componentes todos los sabores del mundo, como vacuna de resistencia a la homogenización de los hábitos.

Con toda probabilidad, para el europeo actual, la palabra identidad está relacionada con la emergencia de fenómenos de ultra derecha, asociados a políticas nacionalistas, lo que genera una actitud paranoide respecto a cualquier debate donde la palabra identidad aparezca.

Sin embargo, en el espectro de culturas como la colombiana, donde existe una enorme deuda con el problema de la identidad, la estrategia decolonial apunta en la dirección correcta, al poner sobre la mesa la pertinencia de su discusión, y problematizar a fondo las críticas relaciones entre sujetos coloniales y políticas colonialistas en el contexto actual, no solo de relaciones que se establecen en el campo de las prácticas artísticas, sino en materia económica, social y política.

Siempre es interesante abordar el trabajo del artista mediante procesos  que permiten desmontar las capas culturales que intervienen en las producciones que este realiza.

En el caso particular del artista colombiano, es común encontrar una urgente necesidad de legitimar sus experiencias artísticas a partir de modelos que le ofrece la academia europea o norteamericana, como un síndrome que repite con la mayor candidez, sin encontrar en ello algún  tipo de resistencia; todo lo contrario: siempre se percibe en ello un tufo de superioridad que le indica, que el olor de las especias con que adereza sus producciones es legítimo, porque es europeo o norteamericano.

Y aquí reside uno de los asuntos más complejos, y que el debate plantea: ¿Cuál es el tipo de relación que establece el artista, entre los lenguajes que provienen desde un centro que colonizó sus costumbres, y la experiencia que le aporta la modernidad local, con sus diferentes fusiones aportadas por un tronco de inspiración española, a los que se insertan los vestigios subalternos que sobreviven de lo indígena y lo afro?

La condición de sujetos coloniales es una categoría que no ha sido suficientemente explorada en el campo de las prácticas artísticas en Colombia. Su implementación está enfrentada a la revisión de las apropiaciones, derivaciones, traducciones y modelos con que se construyen los lenguajes locales, sin que por ello tengamos que resistir a su influencia pero problematizando esta dependencia, a la luz de la experiencia colonial, y la difícil relación que significa el entramado de intereses culturales que sobreviven en esta permanente importación de insumos para la producción de commodities locales en el orden de la expresión simbólica.

En la introducción que hace Bourriaud en su libro “Radicante”, expone sus reservas hacia los estudios culturales, los estudios poscoloniales, y aquel pensamiento nacido desde una perspectiva tercermundista, que supo recoger en su momento las sospechas que todo el entramado colonial de las aventuras imperialistas de Europa y EE.UU., produjo en los intelectuales de Jamaica (Stuart Hall), Martinica (Aime Cesaire, Frantz Fanon, Edward Glissant), Palestina (Edward Said), Africa (Abiola Irele, Sédar Senghor), India (Homi Bhabha, Gayatri Spivak) o Latinoamérica (Walter Mignolo, Enrique Dussel), después que el escenario post bélico de la II guerra mundial facilitó los movimientos de liberación de los últimos países en Latinoamérica como las Guyanas, Pakistán y la India en Asia, Argelia, Nigeria y otros en África, o los países miembros del sudeste Asiático.

La defensa y búsqueda de una identidad postcolonial es y fue apenas una pregunta natural frente a una condición de dependencia en todos los órdenes, ante un invasor que en algunos casos no actuó como un modelo de civilización sino como un bárbaro.

Basta con situar los hechos en el exterminio de la población indígena en América, o en el repugnante mercado de hombres emprendido por occidente, ayudado por el oportunismo de las elites africanas, para que la memoria no sea convertida en simple nostalgia cultural de un pasado imposible. Lo que existe, es un pasado no resuelto que persigue al presente, enmascarando los eventos y ocultando unas situaciones que no han sido resueltas, como la discriminación, el asesinato, la usurpación, etc.

Es en esta coyuntura que la identidad aparece como un fantasma que recorre las producciones locales, sin que estas apunten a una definición clara de su status, en un mercado de ofertas que considera superado el tema, simplemente porque los europeos se aburrieron de lidiar con cabezas rapadas persiguiendo y maltratando sudacas, negros y amarillos, y por lo tanto la famosa palabra se les convirtió en un tema incómodo y mal guturado por los dirigentes nacionalistas y xenófobos. Un poco más de presión sobre la palabra identidad y preguntarse por ella será sinónimo de terrorismo.

Pero trasplantada a los devenires locales, adquiere una pertinencia evidente y el debate altermodernidad/decolonialidad no hace sino insistir en su validez, desde dos perspectivas diferentes:

Para Bourriaud, lo mejor es comprarse un paquete de viajes interminables alrededor del mundo, para poner en práctica el nomadismo cultural del que hace gala, descubriendo un nuevo “Orientalismo” en donde las diversidades culturales se convierten en simples objetos de colección en manos del artista radicante, aprisionadas en el corazón de unas obras que recitan el advenimiento de la primera sociedad verdaderamente terrenal, a imagen y semejanza del pensamiento dominante. Ya me imagino a cierta serie de “artistas” colombianos mirando el globo terráqueo de la mano de su chequera, para emular la última moda de París.

Es cierto, la identidad de la identidad entró en crisis, pero no por ello se puede renunciar a una recontextualización de la misma, partiendo de modelos locales de acuerdo a consideraciones que trascienden el marco operativo de las producciones simbólicas. Con esto último me refiero al papel conexo que desarrollan los componentes políticos, sociales, económicos de un país donde, precisamente, el sentido de la identidad aparece tan fragmentado, por no decir, desaparecido.

De otra parte, para Mignolo, la opción Decolonial asume una posición bastante crítica con la herencia cultural de occidente, deshojando con aguda precisión, las inevitables consideraciones colonialistas escondidas tras el discurso de la modernidad clásica, surgido como proyecto de legitimación al propio proceso de sometimiento de las culturas dominadas.

La teoría decolonialista en su acepción estética continúa la tradición posmoderna de elevar la calidad del discurso periférico, inspirado en las retóricas y discursos identitarios frente a un pasado de inspiración colonial.

Cuando asocia el tema de la modernidad con su cara oculta, pareciera querer dar un tono referencial exclusivo apoyado en la colonialidad y, de ahí, vertebrar toda la historia moderna en una singularidad totalizante, que desecha diferentes instancias de la evolución de occidente, especialmente en el campo cultural.

Ese occidente falocentrico, etnocentrista, blanco y autoritario no es un espacio monolítico, deformado en una modernidad cuyo eje exclusivo de su razón de ser está representado en el carácter colonialista de sus aventuras imperiales, como pretende mostrarlo el pensamiento decolonial.

Esta condición de la modernidad, desde la perpectiva decolonial, aparece como un pensamiento que se construye bajo la premisa del dominio, de la conquista, de la dominación. Se hace importante mirar esta construcción, porque en esta denuncia simplifica al pensamiento como una acción intrusiva, que por su propia naturaleza elimina otras posibilidades a otro pensamiento. ¿Cuál es ese pensamiento que la modernidad selecciona? El progreso. Un pensamiento que coloniza mediante la razón, a las propias fuerzas internas que habitan el espacio del pensar, tanto en el espacio privado como en el espacio público.

En países como Colombia, la modernidad que nos llega vía España es apenas una versión conservadora de los diferentes rostros que la modernidad iba construyendo en la Europa de finales de siglo XV. El espíritu de la colonialidad no es un fantasma que tan solo aparece en el momento en que Colón pisa tierras americanas. La lógica de la dominación, ya sea de individuos, de clases sociales o de etnias, pertenece a un valor ideológico anclado en la genética de la comunidad humana. La sola idea de progreso presupone una puesta en escena de dominación sobre la naturaleza y todo su universo comprendido, entre ellos los hombres como sujetos productivos.

En términos sociológicos, la aventura colonialista destruyó el ecosistema cultural de las poblaciones indígenas e incorporó en un nuevo espacio social los saberes del español emigrante, de los negros esclavos, junto a los residuos supervivientes de la cultura indígena y sus respectivas hibridaciones y sincretismos.

En el centro de esta mezcla intracultural, la cultura dominante ejerce un papel definitivo en la redefinición particular de cada una de las culturas adheridas al tronco principal representado por el invasor español.

La lengua, la religión y la organización social toman prestada de la cultura española sus valores, en una lógica de intercambio y adaptación mediante la violencia física y simbólica de la dominación armada y cultural.

Esta herida figura en el debate decolonial como un aspecto vital de su estrategia, buscando desarrollar metodologías que restituyan los valores culturales que desaparecieron en el proceso colonialista, y más que buscar una restitución nostálgica del pasado segregado, demanda el desarrollo de mecanismos que integren saberes paralelos a la discursividad dominante, inspirados en un pasado y un presente, por igual, que debe incluir los elementos culturales de razas y creencias que han sido y están marginadas de la sociedad.

Es teniendo en cuenta estas demandas de restitución de un pasado perdido y un presente ignorado, que el proyecto decolonial  afina su estrategia y define un marco operativo asociado a una especie de deconstrucción de la historia, con el propósito de desarrollar e insertar una nueva identidad que tenga en cuenta los saberes y patrimonios culturales desaparecidos bajo el proceso colonial español.

Un valor superior que inserta en su discurso la estrategia decolonial es el componente político, al observar el proceso de la globalización como un resultado natural de la colonialidad, donde la maquina capitalista instala todo su poder manteniendo intacto el proceso colonial.

La debilidad de las culturas dominadas asegura la efectividad del capitalismo global, y los valores simbólicos de la periferia cultural desaparecen bajo el influjo de la uniformización que pinta con sus demoledores patrones imperialistas, toda la diversidad patrimonial de las experiencias dominadas bajo una misma identidad corporativa.

En este contexto, el proyecto decolonial apunta a desmaterializar las estructuras significantes incrustadas en los diferentes modelos de dominación, especialmente en los componentes simbólicos, con el propósito de diseñar estrategias válidas de retoma de la vida social causada por las inestabilidades políticas y económicas de la sociedad capitalista.

Frente a la posibilidad del fracaso del capitalismo, la alternativa decolonial (Esclavitud moderna y capitalismo global) propone una suerte de economía comunal que navega en medio de la utopía y la esperanza infantil.

La brecha económica que se genera entre los países del primer mundo y los países del tercer mundo, coincide en que la mayoría de estos últimos fueron sujetos de colonización por parte precisamente de los primeros.

El desarrollo de un pensamiento tercermundista, por llamarlo de esa manera, y que encuentra sustento en los estudios poscoloniales, culturales, subalternos y decoloniales, reciben una fuerte crítica por parte de Nicolás Bourriaud, al equipararlos con el pensamiento posmoderno, e introducir en ellos una carga sospechosa de inmovilidad amparada en lo identitario.

En el eje de la discusión decolonialidad/altermodernidad aparece un complemento transversal importante: la globalización y cómo estas dos doctrinas reaccionan frente al tema.

Para el pensamiento decolonial, la globalización es una fuerza investida de componentes neocoloniales, que toma a los sujetos culturales como meras piezas de reconversión hegemónica, bajo unos postulados contraculturales que se desplazan bajo la lógica del dominio que imponen las sociedades económicamente fuertes.

Frente a la aculturización que impone la globalización, surge el tema de la decolonialidad como un dique que resiste la homogeneización del discurso cultural, cargado de una fuerza que contiene implícita la fórmula de la depredación de las singularidades, para integrarlas en una masa única de consumidores.

Nicolas Bourriaud comparte estas mismas preocupaciones frente al achatamiento de una cultura universal, amparada bajo unos mismos dictámenes que producen tendencias exclusivas que ahogan la diversidad sensible.

Sin embargo, la hibridación produce caricaturas – sugiere Bourriaud – y propone mejor la creolización, término que aplica inspirado en Edward Glissant. Otro autor que propone Bourriaud es Victor Segalen, afirmando lo siguiente:

No se trata de mezclarse con el entorno que se cruza o de fusionarse con el otro, lo que sería una nueva fuente de falsedad e hipocresía: el “sentimiento de lo diverso”, escribe Segalen, implica la necesidad de “adherir a uno de los partidos”. Nada de hibridación: si el libro (Ensayo sobre el exotismo. Una estética de lo diverso y textos sobre Gauguin y Oceanía. México, Fondo de Cultura Económica, 1989.) nos incita a la comprensión de las culturas extranjeras, es para medir mejor en qué se funda nuestra diferencia. No se puede llegar a ser Chino, pero sí a articular el pensamiento Chino; no se puede pretender una empatía que solo sería buena conciencia de turista, pero se puede traducir. La traducción se presenta pues como la piedra angular de lo diverso, como el acto ético central de ese “viajante nato” capaz de percibir lo diverso en su intensidad. Segalen le da un nombre, el éxota: el que logra volver a sí mismo luego de haber atravesado lo diverso[1].

Más adelante agrega: “Cuando un europeo vive un tiempo en Polinesia o en China, son dos realidades que compiten sin por ello anularse, porque ambas participan de un mismo espacio-tiempo: el éxota y lo exótico co-producen lo diverso por el hecho de que elaboran, por la negociación, un objeto relacional en que ninguna de las partes desaparece”…[2]

Aquí valdría la pena hacerse una pregunta: ¿qué instancia temporal aplica Bourriaud para iniciar su discurso? porque pareciera desconocer – muy intencionalmente – todo un periodo colonial donde Europa no precisamente negoció absolutamente nada, y lo suyo fue el imperio del despojo y la barbarie unilateral.

Por lo tanto, se juegan tres escenarios importantes para ubicar la condición actual: globalización, identidad y construcción del discurso alternativo.

 

Fin primera parte

 

Guillermo Villamizar

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[1] Bourriaud, Nicolas. Radicante. Adriana Hidalgo Editora. Buenos Aires. 2009. p. 73.

[2] Op. Cit., p. 74.

4 comentarios

Muy interesante que Guillermo haya decidido dar un soplo en el rescoldo de un debate que tuvo un momento interesante a finales del año pasado. Sin embargo, tal debate viene de tiempo atrás y ha continuado en otros espacios y con una diversidad de interlocutores. Por lo pronto, es importante no olvidar el esfuerzo de contextualización realizado por Mignolo, en diciembre de 2010, con el fin de plantear una conversación, en la que se tenga en cuenta de dónde viene la propuesta decolonial del arte y la estética que, sin embargo, no se agota en ninguna de estas esferas.

De acuerdo con lo anterior, escribo unas cuantas líneas que, a mi modo de ver, tocan algunas de las cuestiones plantadas por Guillermo, ante todo aclarando que en la perspectiva decolonial no se trata de construir un discurso alternativo sino una alternativa al discurso y a las prácticas de la modernidad/colonialidad.

No demos olvidar que la modernidad, desde sus inicios en 1492 hasta hoy, ha estado constituida por una matriz estructural que, en su despliegue, genera diferentes formas de colonialidad –que permanece a pesar del fin del colonialismo– subordinación y exclusión, entre ellas la colonialidad del poder, la colonialidad del ser, la colonialidad de la naturaleza y la colonialidad de la sensibilidad. Esta última, como colonialidad de lo sensible, se despliega en especial, pero no exclisivamente, a través de los regímenes del arte y la estética que hacen parte de la expansión de la matriz colonial de la modernidad, en un abanico de formas mediante las cuales se pretende, más allá de excusivo espacio del arte, abarcar la totalidad de los ámbitos de la vida.

De acuerdo con lo anterior, se puede decir que la estética y el arte modernos son constituidos y constituyentes del problema de la modernidad y su premisa mayor —el eurocentrismo—, en la medida en que forman parte de su sistema/mundo, cuya lógica medular está determinada por el capitalismo y la racionalidad científico-tecnológica. El arte y la estética modernos, en todas sus variantes y con su secreta aspiración a lo Uno (Un Arte y Una Estética válidos), expresan la matriz modernidad/colonialidad en sus modos de representación, en sus cuerpos discursivos, en sus instituciones, y en sus modos de distinción y producción de sujetos y sujeciones.

Ahora bien, la modernidad —en sus más de quinientos años de ejercicio de la colonialidad—, antes que una vía civilizatoria, ha demostrado ser, sobre todo, una ruta de barbarie, subordinación, expropiación, exclusión y muerte, que llega incluso a poner en duda la posibilidad misma de la existencia de los seres humanos y de la vida en el planeta. Por otra parte, la pretensión de universalidad moderna —con sus hábiles estrategias e ideologías, entre las que se encuentran la invención del racismo y la racialización, la violencia, la seducción y hasta la inclusión formal de los subordinados— no ha podido realizarse en su plenitud. Los vientos huracanados del progreso y la senda de la historia tampoco se han dado sin procesos continuos de resistencia, ruptura, desobediencia y discontinuidad, que son indicios no sólo del profundo desacuerdo frente a esa única vía de desarrollo, sino también de la existencia de otras rutas y sendas del saber para la construcción de lo propiamente humano.

Todo esto da lugar a la pregunta que indaga por la posibilidad de construir, no tanto modernidades alternativas, sino alternativas a la modernidad que —recogiendo los legados históricos de resistencia y lucha de individuos y comunidades— puedan convertirse en otra opción civilizatoria que decolonice cada una de las dimensiones de la modernidad en las que la acción de la colonialidad se instala y se naturaliza. En nuestro caso, esto es lo que nos permite hablar de estéticas decoloniales, que son modos de interpelación a las lógicas, las retóricas y pragmáticas del arte y la estética modernas. Aunque las estéticas decoloniales insurgen en los dominios del arte y la estética, si tenemos en cuenta que la colonialidad de lo sensible no se agota en estos dos espacios, sino que cumple sus funciones en todas las dimensiones en las que la modernidad instala su matriz reproductora, es posible pensar en estéticas decoloniales más allá del territorio del arte, en cada uno de los espacios diferenciados del sistema-mundo.

Es por esta razón que las prácticas estéticas decoloniales no se realizan en una exterioridad absoluta al sistema-mundo moderno colonial, sino en su interior mismo, en sus márgenes e intersticios, en las marcas no cicatrizadas de la herida causada por la acción colonial, tanto en los mapas del mundo como en los cuerpos de las personas y las formas de vida en las que esos mapas y marcas fueron y siguen siendo inscritos. Y aunque no se restringen al espacio de las operaciones del arte y la estética modernos, sin duda las prácticas estéticas decoloniales tienen en esos dos espacios uno de los núcleos más importantes de acción para lograr la decolonización de sus discursos, sus instituciones, sus prácticas, sus agentes y agenciamientos.

Desde una perspectiva amplia, habría que decir que las estéticas decoloniales están relacionadas en menor medida con la inversión de la estructura de la subordinación colonial —inversión que no iría más allá del cambio de las posiciones entre colonizador y colonizado— que con las potencialidades para construir una estructura de relación-diferencia no colonial, que vaya más allá de una apología del vínculo —propia de ciertas estéticas—, de algunas formas de la interculturalidad no crítica, y del multiculturalismo tolerante de la diferencia.

Las estéticas decoloniales son entonces —en su pluralidad, dentro y fuera del denominado campo del arte, como conjunto heterogéneo de prácticas capaces de realizar suspensiones a la hegemonía y totalización del capitalismo— formas de hacer visibles, audibles y perceptibles tanto las luchas de resistencia al poder establecido como el compromiso y la aspiración de crear modos de sustitución de la hegemonía en cada una de las dimensiones de la modernidad y su cara oscura, la colonialidad. El reto, además, consiste en pensar dicha pluralidad en su articulación alrededor de una opción civilizatoria Otra. 

La misma referencia de Gómez confirma el hecho del orígen de la «rebelión decolonial» en académicos tercermundistas amparados y controlados por los la academia anglosajona. El capitalismo poscolonial diseña en sus Universidades a sus propios «asaltantes» y sus «desobedientes» tercermundiatas como un niño solitario que crea amigos exóticos imaginarios con quienes poder fingir que lucha en el espectáculo público de la escena académica y artística.
    «Desde hace algo más de una década un grupo de intelectuales nacidos en países de América del Sur y el Caribe, cuyo trabajo se realiza en dichos países y en universidades de los EstadosUnidos» p.13 
Sobre el orígen de la Opción Decolonial y su origen en un encuentro entre la Universidad de Duke y la de North Carolina, hago referencia al propio Mignolo en su Manifiesto «Desobediencia Epistémica y la Opción decolonial» en mayo de 2003.
«Epistemic Disobedience and the De-Colonial Option: A Manifesto
1. A Brief History
In May of 2003, Arturo Escobar and I met with the collective from the modernity/coloniality project of Duke University and the University of North Carolina at Chapel Hill.