Sin título. De la serie Superrubias. Andrea Aragón, 2010.
Sobre (y contra) la fotografía: razones para otro arte a propósito de Photoespaña’ 10
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Si la modernidad cabe entenderse como el pacto mefistofélico para perpetuar un instante donde pueda condensarse toda la sed de infinito ansiada por una razón que comenzaba a titubear con la tragedia que le era ya inherente desde el principio, la postmodernidad, aún después de todo, no ceja en su empeño de librarlo todo a una carencia de sentido que apunta al mismo lugar: salvarse, a última hora y, como quien dice, de penalti injusto.
Cabría esperar que el arte hubiera aprendido lo que le va en el envite y hubiera dejado drenar sus estructuras hasta la disolución de todo remanente temporal que cupiera bajo sus estructuras. Pero ya se sabe, la temporalidad lineal, además de correr pareja al imperio de la presencia de todo ser presente, está ineludiblemente ligado a eso tan caro al ciudadano medio: la emoción, la búsqueda insana de todo lo que huela a ‘experiencia’.
Claro que algo se huele, como no podría ser de otra manera; claro que el ciudadano medio, escaldado como está de los sinsabores del sinsentido en que todo lo artístico y estético ha caído, prefiere la siesta onanista que el tedio cultureta. Y es que el instante, ahí donde se prefiguraba la tan ansiada autonomía de la razón ilustrada, tuvo noticias casi desde su mismo origen de su “gran otro” en la figura camaleónica de lo sublime. Porque ya Kant evidencia, en su concepto de sublime, lo precario de la escisión de los dominios del arte y la moral, y, sobre todo, el insondable vacío en que descansa su concepto de belleza.
Así pues, las diferencias son más bien escasas a primera vista: si el instante, la promesa salvífica de sentido en que quedó cifrada la ilustración, no es hoy más que un ahogado suspiro de terror, el espectáculo circense en que ha caído la sociedad entera no es más que el síntoma para la enfermedad de nuestro tiempo. “El espectáculo organiza con destreza la ignorancia de todo lo que sucede e, inmediatamente después, el olvido de lo que, a pesar de todo ha llegado a conocerse”: Guy Debord supo ver en la por entonces más que incipiente sociedad del espectáculo los beneplácitos de un sistema que permite contemplar pero que no incita a juzgar y que da por bueno todo lo que ve con tal de no verse presa, otra vez, de los sinsabores de un espera, de una terrorífica espera.
Y si decimos que las diferencias son aparentemente mínimas es por que el arte ha hecho dejación de sus principios y ha decidido correr junto a lo espectacular y lo transbanal de unos medios de reproducción que saben bien que toda referencia al instante debe quedar amparada en una reproducción a velocidad límite y donde, de esta manera, el mismo arte tenga la función de ayudar en el proceso disolutivo de lo real. La temporalidad del arte va de la mano de la inmediatez de la telepresencia, de unos efectos de superficie que dan fe del ‘nunc’ absoluto en que ha caído toda temporalidad. Y es que, como sostiene Virilio, “el ‘aquí’ ya no existe, todo es ‘ahora’”.
En esto como en todo, la televisión tiene mucho que enseñarnos. Como dispositivo emocional a escala mundial, la televisión lleva a cabo el tour de force que necesitaba la actual economía del telesimulacro. No ya arañar bocados de ficción para anestesiar el dolor que pudiera causarnos la realidad, sino comprender la realidad como simplemente generadora de ficción. Así, en el espectáculo de la nada que nos propone, incluso la existencia del mundo llegará a ser problemática al haber sido absorbida toda por la televisión.
Así las cosas, para gran parte del arte contemporáneo, el instante no deja de ser lo mismo que para los demás ámbitos en que han caído los mundos de vida fenomenológicos: un sustrato con el que amasar un divertimento fugaz, una herramienta para calmar un poco este horror tan mortal que es el sabernos víctimas sin futuro en un mundo en plena devastación.
Sin embargo y por el contrario, la misión del arte no debería de ser otra que liberar al instante del poder despótico del signo. Su sino debería ser el de estar en perpetua crisis, jugando con aquello precisamente que queda olvidado y arrinconado en la producción del simulacro a escala global: el dolor. El arte ahora más que nunca debería de poder remitir a unas estructuras temporales donde se evidenciase el trauma del olvido, donde el instante, siempre bajo el yugo de la maquinaria altamente tecnificada de la presencia, fuese realmente liberado del poder despótico del signo-mercancía.
Quizá el grito de horror sea consustancial al ser humano, quizá no haya forma de acallar el terror endémico en que se ha convertido la falta absoluta de porvenir, pero por el momento, y en decir de Adorno, al arte no le cabe otra que “tomar sobre sí toda la oscuridad y toda la culpa del mundo” y poner “toda su felicidad en reconocer la infelicidad; su belleza, en rehusar toda apariencia de belleza”.
Total, y en resumidas cuentas, que el horror que el arte, en la negatividad de su propio concepto, ha de volcar sobre sus espaldas es tanta, tanta la pesadumbre, el remordimiento y el resentimiento, que no solo es que sea imposible hacer poesía después de Auschwitz, sino que el mismo arte opta en mayor medida por desentenderse de sí mismo y hallar anclaje en la servidumbre maquínica que rinde al instante, instante este, claro está, como temporalidad siempre presente del capital en la velocidad límite de su movimiento.
Unas palabras de Félix de Azúa en un reciente congreso pueden dar perfecta cuenta de este estado de ambivalente latencia en que se encuentra un arte endiosado en el momento mismo de hallar sepultura: “casi medio siglo de estética negativa nos instiga a creer que la etapa terminal del arte es definitiva y ya no habrá nuevas crisis sino la institucionalización de la última, lo que indicará, en efecto, su desaparición como concepto. Da que pensar que sea la financiación estatal e institucional la que mantiene con vida el grueso de la producción post-artística, como si ésta formara parte de los engranajes del estado, entre el ministerio de sanidad y el de educación”. Difícil mayor precisión en menor espacio: el arte podrá ser cualquier otra cosa, salvo él mismo.
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El actual festival Photoespaña’10 es uno de esos acontecimientos que, a poco que uno se fije con el aparato conceptual que hasta aquí hemos anotado, causa un sofoco estival difícil de digerir. Así dicho, pareciera que nos quejamos de vicio, que nos disgustamos de ver Madrid entero lleno de esos cartelitos amarillos que indican que dentro se pueden contemplar ‘arte’, que no nos alegramos de que alguien halla visto las bondades de poblar a la cuidad entera con fotografías. Pero, para comprender hacia donde queremos apuntar con este breve ensayo, creo que lo más conveniente será refrescar brevemente lo que hemos entendido por ‘cultura’ en las últimas décadas.
La cultura, el denso magma sobre el que se eleva cualquier construcción artística, cualquier ensayo de crítica como pueda ser éste, ya no remite a una instancia metadiscursiva con capacidad de otorgar beneplácitos, sino que, en el camino de ida y vuelta que ha supuesto la expansión de la cultura en la economía y viceversa, aquella, la cultura, no es más que un discurso más, un efecto de superficie al amparo del simulacro de turno. Consecuencia de esto que apuntamos puede ser el actual estado del arte y que más arriba hemos tratado de delinear: en la lógica del capitalismo tardío, tanto da igual hablar de disolución del arte como de autonomía del arte debido a que la superación objeto/sujeto se da como estetización generalizada, estando de esta manera difuminados los contornos que antaño separaban al vida del arte.
Sin embargo, a pesar de ser ya impotente a la hora de hacer emerger grandes relatos homogenizadores, la cultura sigue teniendo entre sus capacidades aquella que la califica como el mejor marco sociopolítico de sujeción de la diversidad. Porque en la labor de seguir proponiendo modelos para la producción de subjetividad es donde la cultura sigue siendo la instancia-poder privilegiada.
Esto, y que a primera vista, dado que las políticas de la diferencia son las que parecen llevar la voz cantante, no sería nada a criticar, es el enésimo “tour de forcé” del simulacro del hipercapital: dar a entender a la ciudadanía que la cultura ya no es eso tan de Freud que genera un malestar debido a la represión de las pulsiones, hacer comprender que ahora es el juego de las identidades lo que conforma el a priori con el que empezar a jugar, es la trampa de una cultura que ha sabido que, siguiendo a Boltanski y Chiapello, la represión más perfecta es la que toma la forma de una bien simulada aculturación.
Dar entonces gato por libre, proponer ámbitos de interrelación social donde, de hecho, no haya nada que compartir sino un gregario narcisismo a expensas siempre del divertimento más banal, del ocio más abotargado, es la estrategia perfecta de un capital que sabe que tiene en la producción de simulacros a su más fiel de los aliados.
La cultura entonces se ha erigido en la más perfecta de las instancias productivas de unas subjetividades que tienen en la anestesia emocional su marca de clase. Y es que, si esta cultura disfrazada de ideología del capital es el mecanismo al que ha de plegarse toda subjetividad que desee emerger a la superficie, lo propio será mantener el campo de posibilidades para la acción real a buen recaudo. Si la aculturación es la tecnología preferida pro el capital, la forma que esta toma es la de mantener toda posibilidad bajo mínimos. Chantal Mouffe lo dice bien claro: “todo lo que tiene que ver con el papel que juegan las pasiones en la creación de identidades colectivas, todo aquello que tiene que ver con el deseo, con el inconsciente, y de forma más general con la cultura, se oculta”. Es decir, los campos de potencialidades libidinales son prefigurados por los dispositivos de producción, cada uno desea aquello que se el permite y, así, la jugada sale maestra: si el efecto es anterior a la cusa, el reino del simulacro es absoluto y cada uno vive en su telerealidad preferida, aquella precisamente que cree haber deseado.
Cerrar la alternativa al hipercapitalismo, esa y no otra es la misión de todo lo que huela a cultura. Un arte entonces enmarcado dentro de lo institucional, un arte estatal, no dejaría de ser, por tanto, un arte en contra de su propio concepto, un arte que hubiese cerrado las puertas de su caudal utópico antes incluso de haber emergido, una arte, retomando a Félix de Azúa, que este de igual a igual con la sanidad y la educación en cuanto a instancias praxeológicas encaminadas al bienestar del ciudadano.
La conclusión es aterradora: si sanear nuestra salud requiere de la sanidad estatal, curar nuestra silente anhelo de sabiduría, nuestra humana inquietud por comprender todo aquello que nos rodea, requiere de unos engranajes estatales que nos lo dan ya todo mascadito y, como no, con ganancia siempre para el capital. El último descubrimiento de éste, la paradójica ecuación entre cultura y ocio, ha terminado por dar el tiro de gracia a un todo discurso cultural con posibilidad utópica. Si Marcuse ya denunciaba que el sistema requería “que el ocio sea una pasiva relajación y una recreación de energía para el trabajo”, si descubría que “la técnica de la manipulación de masa ha tenido que desarrollar una industria de la diversión que controla directamente el tiempo de ocio”, unos pocos años de vida más le hubiesen dado para ser testigo de cómo el ocio se unía con su otrora rival, la cultura, para crear el más poderosos de los dispositivos hipercapitalistas.
El arte entonces ha terminado por ser el delegado de esta instancia productiva en la que el capital cifra buena parte de su triunfo. Tendiendo puentes entre la cultura y el ocio, el arte, en la deriva específicamente negativa de su concepto, apalabrándose precisamente con aquello que en principio debería luchar, con el legado burgués de la Ilustración, ha terminado por convertirse en el dispositivo perfecto para el control de subjetividades y enmascaramiento de lo que cabría cifrar como “realmente” cultura: todo aquello llamado a crear ámbitos para que surja la posibilidad, todo aquello cuya función fuese la regeneración de utopías lejos del poder maquínico del instante-presente, todo que ayude a, con Jameson, “romper nuestras ideas heredadas al respecto del futuro: romper este futuro prefabricado”.
Y es que el arte ha venido a subsumir los dos preceptos necesarios para el triunfo del capital: máximo de circulación y máximo de control, todo, además, parametrizado para que nunca pase nada. El arte dicta sus sentencias sobre aquello que debe de ser conservado en el archivo memorístico de la cultura y apuesta por la fugacidad inmediata, haciendo de la pulsión de archivo la estética preferida para un arte que ha hecho indistinguible e hiperpermeable la membrana que separa el espacio mediático del submediático. El arte disuelve toda novedad en la instantaneidad que el capital necesita para su triunfo. Y así, reduciendo el instante a la temporalidad siempre de la presencia, consigue que la circulación del capital sea absoluta.
Además de esto, el arte realiza, en un mundo devastado, el vínculo que pueda aún mediar entre sujeto y predicado; panfletos periodísticos arengando a culturizarnos durante el fin de semana (la exposición que no hay que perderse, el artista del momento), todo para clamar nuestra sed de ‘sentirnos vivos’ una vez por semana. El arte pone coto al horror de saberse un excluido ya que, en su socialización, se lleva a cabo la sutura a la ruptura que media entre los registros psíquicos y sociales de individuo. El control, en definitiva, es absoluto: el arte ha llevado a cabo la mascarada ideológica que necesitaba el capital para su victoria absoluta.
3
Si ya lo hasta aquí dicho puede hacernos pensar en Photespaña´10 como en uno de esos festivales hechos para mayor gloria del divertimento colectivo en tiempos de calor, en lo que sigue vamos a intentar de mostrar hasta qué punto no es sólo esto así, sino que ya el título de la muestra, unido a una crítica creemos que justa aunque violenta hacia la práctica fotográfica actual, pueden hacernos caer en la cuenta de unas necesidades, las del arte, que distan mucho de hallar en estas entelequias ociosas satisfacción mínima.
De lo ya apuntado puede inferirse que el arte, en mayor o menor medida, será político o no será. Si el arte ha de operar el sentido de una cultura, y si ésta ha de comprenderse siempre como un abrir el sentido al futuro de una posibilidad radical, entonces lo político y el arte han de ir de la mano en la labor de llenar siempre por completo el campo de posibilidades para la acción.
Pero, aún así, decir que el arte ha de ser político o que lo político ha de quedar indisociado del arte, no es decir mucho si enfrente tenemos una política del simulacro y un arte de lo transbanal. Para abrir la lata de las posibilidades que le han sido ninguneadas al arte, para ser capaces de pensar un futuro otro que el ya de por sí dado por las economías de lo hiperreal, creemos que la teoría psicoanalítica puede sernos de gran ayuda.
De ella nos serviremos para delinear un triple régimen, el escópico, el económico y el de la imagen y, a partir de ellos, pensar las coordenadas en que ha de moverse un arte que realmente lleve a cabo el proceso negativo que ha marcado su destino en estos últimos 50 años, al tiempo que veremos que, en muestras como esta de Photoespaña’10, el arte no deja de silenciarse a sí mismo, de enmascararse en bufonadas y en ser correveidile de una ideología al servicio siempre de un control constituido ya como instancia autoproductiva de subjetividades y de una circulación del capital a velocidad límite.
Retrotrayéndonos casi un siglo, ya el psicoanálisis el Freud renegaba de la idea ilustrada de civilización y cultura como aquello llamado a dotar de autonomía y autosuficiencia al sujeto, para dejar abierta la posibilidad del crimen como comienzo inequívoco de la cultura. Todo lo referente a la cultura descansaba en un malestar constitutivo que emanaba de una culpabilidad irreparable por el hecho de haber matado al padre. La cultura entonces es para Freud un pacto entre iguales para olvidar este parricidio primitivo. “No es decisivo si hemos matado al padre o si nos abstuvimos de hacerlo: en ambos casos nos sentimos culpables”: es esta culpabilidad junto con la pulsión de muerte y destrucción que anida en el ser humano lo que toda cultura viene a calmar de forma represiva.
Pero lo fundamental aquí es algo que solo el estructuralismo supo ver y que más tarde Lacan se encargó de desarrollar. Si bien es cierto que la cultura puede comprenderse como instancia represiva en cuanto en tanto vela por los deseos comunes en detrimento de los particulares, lo cierto es que esta represión emana primeramente desde el mismo sujeto en relación a que es la renuncia al incesto y a la totalidad imaginada y sin fisuras, la aceptación de la ley del padre que impide tanto lo uno como lo otro, la condición necesaria para su entrada en la sociedad.
Así, “matar al padre” no es solo el acontecimiento fundamental para una psique que se sabe ya desde entonces culpable, “matar al padre” no es ya un instrumento coercitivo construido por instancia alguna. Levi-Strauss fue el primero en percatarse de la verdadera dimensión interpretativa del mito: de lo que habla ese mito es de qué significa interiorizar al padre. Y es que al interiorizarlo dejamos vacío su lugar y podemos incorporarnos al orden simbólico del lenguaje y del deseo, a la historia y a la cultura.
Así, toda entrada en la cultura conlleva un situarse el propio sujeto en un lugar vacío, flotante. Ya solo decir esto nos sitúa ante en sujeto siempre en fuga, nómada. Lacan remite la existencia del sujeto al concepto de extimidad: un afuera que está en el centro mismo del sujeto. Y es que si hasta entonces el sujeto era un significado fijo que se hacía dotar de significantes, ahora la primacía viene del lado precisamente del significante. Es él el que impone su poder para situarse en una topología siempre dinámica donde ninguna significación puede nunca cerrarse. El cierre imposible de toda significación redunda en el hecho fundamental de que se establece una separación entre “el sujeto del enunciado” y el “sujeto de la enunciación”. No decimos un lenguaje, sino que el lenguaje nos dice. Ecos de Heidegger son aquí innegables: no vivimos en el ser, sino que el ser nos vive; el asiento del Dasein es el abismo (Ab-grund) en que queda cifrada una existencia que se da como comprensión de un ser siempre oculto, y que, solo en su ocultarse, terminará por desvelarse. El ser nos vive, nosotros no vivimos el ser; el lenguaje nos dice, nosotros no decimos el lenguaje.
Si el sujeto por tanto es fulminado en la imposibilidad de darse razones debido a que toda significación ha de ser modulada, aunque sea en su impropiedad, por el significante, no por el significado (sujeto), obvio entonces que al sujeto le sea usurpado todo poder, incluido aquel de ser demiurgo de la realidad. Ahora es el objeto, no el sujeto, el que impone su ley: para Lacan es la inscripción del sujeto en el objeto mediante su mirada lo que define la subjetividad.
Así entonces, toda subjetividad queda al amparo de un punto de ceguera, un punto en el que se mira la mirada, un punto que es nuestra propia visión pero devuelta por el objeto. Y decimos de ceguera porque ese punto, ahí donde vendrían a coincidir la mirada del sujeto que mira con la mirada devuelta por el propio objeto, es de todo punto incognoscible. Ese punto es el punto siempre en fuga donde el significado y el significante nunca vienen a coincidir, es lo inasible de toda existencia, es ahí donde podemos toparnos de bruces con todo el horror: es lo Real.
Y es que en Lacan, pese a lo que se pueda inferir de lo dicho anteriormente, no existe ni una superación de la relación dialéctica sujeto/objeto ni tampoco un poder omnipotente del objeto: lo que existe es únicamente “lo otro”, el tercero en discordia, lo imposible. Así, siempre, en toda mediación, el lugar para que surja lo imposible, el objeto causal siempre en huida, el “objet petit a”.
Porque es ahí, en ese lugar incognoscible y perdido pero siempre como simulando estar dado a nuestra mirada, donde remiten todos nuestros deseos, donde toda subjetividad emerge. Ese punto de contacto permanece irreductible a toda simbolización ya que no deja nunca de reinscribirse, de volver siempre al mismo lugar. Eso, justo eso, es lo que no podemos ver: porque de verlo, nos enfrentaríamos con todo el dolor de lo Real, con todo el sinsentido de nuestra existencia. De ahí que nuestra relación con la realidad sea siempre sintomática; de ahí también que, como ha dejado dicho Ignacio Castro Rey, “el vínculo con lo real sea fantasmático y el fantasma no sea otra cosa que la obra que el significante ha realizado en lo real”.
Y es que, si nos está prohibido ver la verdad completa, la mediación con lo Real ha de estar siempre camuflada, distorsionada, convertida en fantasma de su propia realidad. A esto es a lo que Lacan llama la “pantalla tamiz”. El sujeto, comprendiendo que nunca podrá ver el objeto tal cual es, que en el camino de su mirada ésta se topa con su propio reflejo devuelto por el objeto, opta entonces por renunciar al objeto y reemplazarlo por significantes. El acceso al mundo del lenguaje entonces conlleva de por sí el propio acceso al mundo de la socialización y la cultura. Dicho de una vez, en la comprensión de la realidad, el sujeto tiene que hacer mediar lo simbólico para eludir de esta forma el brutal encuentro con lo Real.
Si en la apropiación de la realidad siempre hay un punto ciego, un área de ceguera donde queda precisamente inscrito el sujeto en la mediación simbólica que lleva a cabo a través de la “pantalla tamiz”, todo proceso cultural consistirá entonces en cerrar tal inscripción de manera lo más creíble e indolora posible, haciendo para ello mediar un aparato simbólico lo suficientemente potente como para que ni siquiera se tenga la impresión de que todo mirar está velado, para que, obviamente, nadie quede ciego en el mirar. Así, por fin, estar inscrito en la cultura es taponar, rellenar con imágenes propuestas por la propia cultura, ese punto de ceguera.
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Hasta aquí podríamos tener un primer atisbo de lo que debería de ser el arte: la misión del arte sería reabrir el punto de ceguera que nos instituye como subjetividad y, a través de esa apertura, mirar lo Real de nuestra existencia y de nuestros deseos.
Todos los alegatos arriba apuntados en contra de la mayor parte del arte producido en nuestros días tendrían, de ser cierta tal misión para el arte, una estupenda razón de ser. El arte, confabulado con la economía del hipercapital no produce más que imágenes que, lejos de intentar otro régimen escópico, ayudan en la sedación a que toda subjetividad es conducida a través de la cultura. El arte entonces, y siguiendo lo ya apuntado, vendría a seguir la estrategia favorita de un capital en cuyas manos ha recaído el poder de redirigir la simbolización de cualquier mirar.
Que esta misión reservada para el arte está muy lejos de ser efectiva en un mundo que ha hecho del simulacro telemático ontología fundamental, es algo que no es ni siquiera discutido. Hoy en día el arte parece preocupado por una única cosa: seguir el ritmo de creación de imágenes impuesto por el poder maquínico del capital. La sentencia de Baudrillard haciendo resaltar que “el arte ha perdido el deseo de la ilusión a favor de una elevación de todas las cosas a la trivialidad estética y se ha vuelto transestético” es de una apabullante actualidad. Y es que el arte, arrinconado por la estetización generalizada de todos los mundos de vida, solo sabe encontrar acomodo entre lo espectacular, lo trivial y lo banal.
La economía del capital, funcionando a velocidad límite, lleva acabo una profusión de imágenes encaminadas a llenar todos los instantes del simulacro en que ha caído la realidad. Así, el arte, al querer postularse aún como instancia productora, no tiene más remedio que seguir la vorágine en que la producción de imágenes ha caído. Para hacerlo los pasos son bien precisos. Lo transestético de Baudrillard, esa querencia a hacer saltar por los aires toda determinación histórica, conceptual o crítica, tiene su continuación en las siguientes palabras de Boris Groys: “en la actualidad, el término ‘arte contemporáneo’ no designa sólo al arte que es producido en nuestro tiempo (sino que) más bien demuestra cómo lo contemporáneo se expone a sí mismo en el acto de presentar el presente”. La asombrosa claridad de estas declaraciones no dejan lugar a la duda: el arte es la instancia preferida por una economía que ha sabido encontrar en la cultura a su aliado más potente merced al beneplácito con el que todas sus imágenes llegan al individuo. Y es que, nada como jugar en campo rival para ganar de calle. Simulando una torpe rebeldía, el arte realiza la hazaña de desconectar todo marchamo de crítica hacia el sistema. Jacques Rancière, siguiendo esta línea, ya ha acertado en desenmascarar una doble evidencia: “la evidencia de que las formas de dominación que obtienen hoy en día nuestras sociedades son indestructibles y la evidencia de que aquellos que se rebelan contra aquellas formas de dominación son los mejores cómplices del sistema”.
Así entonces, desconectado de su matriz crítica, el arte no tiene más remedio que plegarse al régimen de lo hipervisible en que la realidad ha caído. Todo sucede tan deprisa que el instante es deglutido por el poder de la imagen–signo autoproduciéndose como efecto de superficie: tantas cosas que ver que la mirada no se queda retenida en nada. Todo es fugaz, cambiante, ni siquiera lo espectacular nos hace inmutarnos. Nuestra conciencia se ha habituado al estrés permanente que supone la novedad radical, al tiempo que hacemos de ese régimen ontológico realidad plena: nada es real si no es ficcionado por la telerealidad global, por el simulacro telemático. Y es que la hiperrealidad nos conviene: el horror se silencia, la masacre se convierte en entretenimiento de masas, el frikismo adquiere rango de pathos homoguenizador, el infantilismo es norma de conducta generalizada. El imperio de lo hiperreal es el imperio de una cultura que ha sabido desde el principio que para triunfar, nada como dar satisfacción a los propios deseos de una sociedad entera que ya no sueña con los quince minutos de fama diagnosticados por Warhol, sino con un instante en el videodrome en que la globalidad se ha convertido.
Por tanto, el arte, la verdadera misión del arte, debería de ser la de proporcionar una economía de la imagen lo suficientemente potente como para poder transformar los actuales regímenes escópicos de la hipervisibilidad en otros donde poder violentar los deseos de unas sociedades idiotizadas en sus regímenes panópticos y autodisciplinarios. Solo desde ahí se podría, a través del potencial resignificativo de tales imágenes, abrir el espacio cultural a un verdadero ámbito de lo político, donde toda acción tuviese su propio campo de aplicación praxiológico y donde toda reflexión estuviese encaminada no ya a sedar o aterrorizar existencias frustradas, sino a reabrir un horizonte de posibilidades siempre nuevas.
La misión del arte sería entonces proponer utopías nuevas, utopías que creen una dilación en el sistema, una falla, una ruptura, una apertura en el régimen escópico sostenido por el poder, utopías cuya misión sea, como sostiene Jameson, “romper/interrumpir el futuro y lo abrirlo para nosotros de nuevo”.
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Si pensamos entonces que el arte debería de apuntar hacia ese lugar vacío que toda cultura trata de silenciar y olvidar, si para ello pensamos que debería de dinamizar y problematizar los regímenes escópicos actuales, no solo el de la hipervisibilidad, sino todos aquellos que queden cifrados en el régimen de la presencia, la última parte de este ensayo iría dirigido a sacar a la luz las verdaderas posibilidades que encuentra el arte en la práctica fotográfica.
A lo antes apuntado acerca de Photoespaña’10, algo que de igual modo y sin otro particular podría postularse de la mayor parte de festivales ‘estatales’, habría que añadir el tratar de desvelar las ocultas estructuras y razones de porqué las instancias-poder nos suministras determinados propuestas artísticas y no otras. Es decir, si el arte, en la disolución al que ha sido dirigido por la propia negatividad de su concepto, es más otra instancia de control que algo con verdadero carácter utópico, en algún punto debe de operarse el engaño, en algún momento se debe de poder oír la risa sarcástica del poder maquínico del signo-mercancía.
Y es que pensamos que, si como hemos dicho, de proponer otros regímenes escópicos se trata, la fotografía, gran parte de la fotografía a nuestro entender, no hace más que hacer perdurable el actual régimen de la presencia problematizándolo lo justo y necesario para fustigarlo, incluso severamente, en sus bases, pero siempre con cuidado de no pasarse de la raya.
La práctica fotográfica se ha hecho fuerte ahí justo donde (casi) ningún problema causa al actual régimen escópico de la hipervisibilidad. Proponiendo otros simulacros más, trata de problematizar el simulacro global y telemático en el que vivimos pero de alguna manera sus efectos son desconectados. Y es que la fotografía trabaja al mismo nivel que la economía del simulacro del hipercapital: apropiacionismo, procesos de resignificación de imágenes, proponer relatos ‘diferentes’ a aquellos que nos son dados ya como tales por los mass media y por el poder, operar una diferencia en los grandes relatos procurados por la historia y la crítica, son sin duda estrategia que de modo alguno hay que minusvalorar. Pero quizá, y ahí es donde queremos poner el acento, se nos antojan demasiado blanditos para una economía del capital que trabaja a destajo y que sabe bien que lo que le conviene es operar con efectos de superficie más que con causas profundas.
Así por tanto, las estrategias más queridas a la fotografía mas ‘avantgarde’, aquellas como el emplazamiento, el desplazamiento, la sobreposición o estratificación de materiales visuales, se nos antojan ingenuas prácticas artísticas, encaminadas más a hacer viables grandes propuestas estatales como esta de Photoespaña’10 que a operar una apertura en los actuales regímenes disciplinarios de la mirada.
Si cada etapa de la economía del capital ha propuesto sus particulares regímenes escópicos y, con ello, una determinada episteme escópica, lo cierto es que el actual nivel en que ha devenido el poder maquínico del signo necesita de otras experiencias para poder enfrentarse a él con algún atisbo de prosperar en la producción de utopías. En este sentido, si el arte ha de generar unos imaginarios colectivos capaces de operar el cambio, por descontado que debe de ir al paso con los modos técnicos usados por el hipercapital en sus funciones simbólicas e imaginarias. Si estamos de acuerdo con Deleuze en que “a cada tipo de sociedad se puede hacer corresponder evidentemente un tipo de máquina: máquinas simples o dinámicas para las sociedades de soberanía, máquinas energéticas para las disciplinarias, máquinas cibernéticas y computadoras para las sociedades de control”, es obvio que los agenciamientos colectivos capaces de proponerse como dispositivos que no sumen para el capital han de ser capaces de, siempre desde la máquina usada por la correspondiente instancia-poder, proponer otra manera de mirar y de conocer.
Con esto, no creemos estar separándonos mucho de las ideas de Benjamin, para quien existía un punto de intersección entre las potencialidades utópicas de liberación y los nuevos modos de expresión producidos por las tecnologías de lo visible de cada momento.
Así pues, y sin querer meter a toda la práctica fotográfica en un mismo saco, de donde el arte ha de ser capaz de resignificar utópicamente la imaginería propuesta por el sistema, no es de las imágenes-presencia de la fotografía, sino de la imagen electrónica, imágenes que en su devenir puro fantasma atesoran una extraordinaria capacidad para condicionar la vida del deseo y del afecto. Porque si es ahí, en lo fantasmagórico de unas imágenes que permanecen flotantes y efímeras donde en la actualidad se está jugando todo lo referente al deseo y la producción de sentidos, el arte debe de ir al centro justo de aquello que lo está desconectando precisamente de sus promesas de autonomía. Y es que en el actual estadio del poder del capital, es la imagen electrónica la que, como bien ha dicho José Luis Brea, “fulge con el brillo breve de la mercancía en su captura total de los flujos de deseo”.
La imagen electrónica, como producida por la actual maquina desiderativa, es la que condiciona las estrategias seguidas por la economía política contemporánea y, como tal, es desde ella desde donde ha de operarse una nueva forma de mirar, de conocer y de, sobre todo, producir subjetividades. Es, en definitiva, desde la imagen electrónica desde donde ha de trazarse una diferencia en la mirada de la hipervisibilidad, desde donde ha de diseminarse unos modelos narrativos que todavía cuentan siempre con recargo para el capital, y desde donde, en su inespecífica ubicuidad, en su productibilidad infinita, poder insertarse en el núcleo duro del que emana toda nueva posibilidad. Porque es en ella, en la imagen electrónica, donde está el germen de la siempre otra posibilidad, de la diferencia que une diferencias posibilitando la producción de una novedad: es en ella donde se decide la apropiación de nuestros deseos por la actual maquinaria del capital, y donde, al mismo tiempo, hacer viable una alteridad desde donde empezar a generar diferentes procesos de construcción identitaria.
Es, por tanto, a partir de la imagen electrónica desde donde el arte ha de ser capaz de proponer nuevas maneras de otorgar sentido a los procesos culturales. Jugando en el propio terreno de las perfectas máquinas disciplinarias y moldeadoras del deseo, el arte ha de operar una diferencia, un punto de desconexión en la red que funciona como dispositivo hipervisual, una reverberación en el actual régimen escópico y proponer un punto de ceguera ya no mediado ni silenciado por la maquinaria libidinal del simulacro telemático.
Por último, está fugacidad efímera de las diferencias que posibilitan en cada momento un ‘entre’ diferente y novedoso desde donde hacer surgir una inter-legibilidad encaminada a potencializar el sesgo emancipatorio de toda formación subjetiva, hará gala de un dispositivo-memoria totalmente diferente, no anclado en la temporalidad de la presencia que privilegia el instante como momento en el que la voluntad de poder del signo-mercancía se hace presente, sino una instantaneidad que se proyecta siempre al futuro como actualidad-diferencia siempre renovada. En esta nueva temporalidad, temporalidad de la diferencia siempre presente, ve Jose Luis Brea el nuevo estatus utópico surgido de esta nueva cultura post-archivística. Si antes eran las utopías, ahora son las futurotopías lo que posibilitarán paradójicas arqueologías del futuro, líneas de fuga de una nueva temporalización donde no esté todo ya jugado desde el principio a expensas del instante-presente.
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Ir más allá de lo hasta aquí dicho en relación a la imagen electrónica sería sobrepasar con creces las dimensiones de este breve ensayo. Pero, con lo ya dicho, creemos haber puesto las bases para una recodificación de toda práctica artística en un doble sentido: por una parte, desmembrarse de toda práctica institucional, práctica que como he tratado de poner sobre la mesa no hace más que silenciar cada vez más el oprobio enmascarador en que queda cifrado toda práctica cultural (ahora más que nunca al hacer viable la ecuación ocio=cultura); y, por otra, ser muy críticos con los procesos productivos llevados a cabo por el arte en su tarea de generar imágenes, con el firme propósito de desvelar los puntos de hermanamiento del arte con las estrategias del capital en su labor de producir subjetividades.
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Javier González Panizo