4213 colillas: “Haciendo uso de toda mi fuerza de voluntad pensé que debía deshacerme de aquella cama, de aquella habitación, de todos aquellos objetos que crepitaban por sí solos con una agradable veteranía y olían a perfume de amor feliz. Pero lo que me apetecía era justo lo contrario, abrazarlos.”
Orhan Pamuk, El Museo de la Inocencia, Random House Mondadori, Barcelona, 2009.
En el site Fotoblog de Turquía fue publicada el 15 de diciembre de 2009 la imagen de un edificio gris, junto a un comentario que destacaba algunas cosas: allí el Premio Nobel Orhan Pamuk construiría un museo; la obra, como nuestras amadas troneras de la Calle 26 en Bogotá, no avanzaba; y su inauguración sería en el marco del evento “Capital Europea de la Cultura Estambul 2010”. Por lo que se lee en el site de esa fiesta de integración cultural, el proyecto no iluminó Estambul con lo que sería un monumento al amor propio de alguien que, parece, ama mucho.
Hay gente que siente nostalgia y cree que en algún momento podrá dar cuenta de sus acciones en el pasado. Entre quienes extrañan su lugar de origen, por ejemplo, se buscan símbolos de arraigo; los que añoran el vigor de su juventud intentan recuperar aquellos caracteres sexuales secundarios con los cuales creen despertar interés; otros, la mayoría, sufren durante largo tiempo sin decirle nada a nadie hasta que encuentran una escucha atenta y se desquitan. Este último parece ser el caso de Kemal Basmaci, acaudalado heredero turco, que decide contactar al mismo Orhan Pamuk de la iniciativa del museo arriba mencionado para que cuente “la historia de cada una de las piezas [de El Museo de la Inocencia”, en clave de – insoportable- historia de amor. De hecho, la voz de quien suscribe el epígrafe de este articulo es la de Basmaci en una de sus incontables lamentaciones (veinte años y 648 páginas (con mapa e índice onomástico) de alharaca), por haber desperdiciado su fortuna y por sufrir mucho, mucho, mucho al haber sido incapaz de amar bien a una mujer (humilde) y despreciar a otra (acomodada). Pobre hombre.
Lo que de ahí importa –lo que importa para esta reseña-, es aquella silvestre sociología del coleccionismo que Basmaci hace a través de la voz de Pamuk, en los dos últimos capítulos donde la añoranza por la mujer perdida se va disolviendo –o acrecentando, eso depende del punto de vista del lector-, en medio de una descripción del proceso de consolidación del proyecto de reunir en un solo sitio todos aquellos objetos que pudieran representar el patológico nivel de apego que llegó a tener el protagonista de la novela por su amada (que se mata conduciendo ebria en la página 593).
En primer lugar, Basmaci no puede eludir dos clichés Occidentales: 1.) inicia su recorrido en París (para visitar aquellos “museos desiertos que tan a menudo [le salían al paso”), y 2.) considera que su actividad posee altas dosis de exclusivismo (evitando lugares “atestados y pretenciosos como el Louvre o el Beaubourg”).
Luego de esto, nos muestra su metodología: recopila información en libros y guías de viaje, viaja, se instala en un hotel céntrico, antiguo pero no sórdido, visita todos los museos y anticuarios que apuntó previamente, y, al final de cada jornada, recorre calles de barrios residenciales, buscándose en las escenas familiares que ve a través de las ventanas. En todo este proceso la proyección resulta fundamental pues le permite a Basmaci cumplir con una tarea hacia la que, en el fondo, siente aprensión: “visitando aquellos museos de París [.. de ser un recolector que se avergonzaba de lo que acumulaba, me iba convirtiendo poco a poco en un orgulloso coleccionista.”
Por otro lado, la obra configura un ameno rosario de fórmulas museológicas. Entre estas podemos encontrar:
1.- Contrastar diseños museográficos genera emociones:
“… la felicidad que proporcionan los museos no sólo es posible gracias a sus colecciones, si no también al equilibrio con que se disponen cuadros y piezas. Sin embargo, el Museo de las Cosas en Berlín [.. me enseñó que también podía ser justo lo contrario, que con inteligencia y sentido del humor se puede reunir todo, que debemos recolectar todo los que nos gusta y todo lo que tenga que ver con nuestros seres queridos, y que aunque no tengamos ni una casa ni un museo, la poesía de la colección que hemos reunido será una casa para los objetos.”
2.- El coleccionista no tiene vida:
“Yo no bebo, ni fumo, ni juego, ni soy mujeriego. Sólo tengo una manía y es coleccionar fotografías de artistas y de películas.”
3.- El coleccionista termina por arrebatarle la propiedad privada a sus seres queridos:
“Los parientes de aquellos recopiladores (de hecho, la mayoría nunca se había casado) abandonaban la casa cuando no les quedaba sitio en los cuartos llenos de montones de fragmentos de películas, fotografías y papeles, revistas y periódicos, y entonces ellos empezaban a reunir todo lo que encontraban y en breve convertían sus hogares en basureros en los que era posible entrar.”
4.- Algunos coleccionistas se mueren por coleccionar cosas:
“En diciembre de 1996 un recopilador [… murió en su casita de Tophane [… aplastado por las torres de papeles y objetos viejos que había apilado y sólo se supo de su muerte cuatro meses más tarde, en verano, a cusa del olor insoportable que salía de su casa.”
5.- El coleccionista deriva datos de una cuidadosísima observación:
“Un coleccionista que no quiso que su nombre se mencionara en nuestro libro, y cuya colección de picaportes y llaves de puertas expongo encantado [decía que cada estambulí (se refería a los varones) a lo largo de su vida agarraba aproximadamente unos veinte mil picaportes distintos.”
6.- A cualquier coleccionista la proliferación de objetos resultante de la Revolución industrial, le sirve como motivo de desesperación y análisis
“Es evidente que alguien fabricó este salero en algún sitio; siguiendo el mismo modelo, en distinos países se sacaron muchos otros a la venta utilizando materiales parecidos; y a lo largo de los añosa partir del Mediterráneo Sur y y los Balcanes, millones de familias usaron en si vida cotidiana millones de copias del mismo salero. [… Luego llegaba otra oleada de saleros que ocupaba el lugar de los antiguos [… y la mayor parte de la gente olvidaba aquellos útiles con los que se habían pasado una parte importante de la vida sin ni siquiera darse cuenta de las relaciones sentimentales que habían establecido con ellos.”
Finalmente, la digresión más afortunada se encuentra en el capítulo titulado precisamente “Coleccionistas”, donde el Basmaci-Pamuk nos obsequia lo siguiente:
“Con el paso de los años y gracias a mis viajes por el mundo y a mis experiencias en Estambul descubrí lo siguiente: existen dos tipos de coleccionistas:
“1.- Los Vanidosos, que se enorgullecen de sus colecciones y quieren exhibirlas (generalmente aparecen en la civilización occidental).
“2.- Los Vergonzosos, que ocultan en un rincón lo que han reunido (una actitud nada moderna).
“En opinión de los Vanidosos, los mueso son la consecuencia natural de sus colecciones. Según ellos, una colección se hace, fueran cuales fueran los motivos para iniciarla, para al final exhibirla con orgullo en un museo [… En cambio, los Vergonzosos reúnen por reunir. Como ocurre con los vanidosos, en un primer momento recolectar objetos es para ellos –como el lector podrá deducir de mi caso- una respuesta, un consuelo y hasta una cura para un dolor en sus vidas, un problema o incluso un instinto oscuro. Pero como la sociedad en la que viven los Vergonzosos no le da la menor importancia a los museos, la recopilación no se vive como algo respetable que servirá de aportación a la ciencia y a la educación, sino como una vergüenza que hay que ocultar. Porque en el país de los Vergonzosos, las colecciones no se consideran como una erudición útil, sino como algo que evidencia la herida del coleccionista tímido.”
Repasando esas notas, no deja de antojarse como un ejercicio valioso el recomendar a todos aquellos amigos nuestros que piensan pedir un préstamo o aspirar a una beca para especializarse en Historia del Arte o Museología que cuando enfrenten en algún momento de sus carreras el tema del coleccionismo se acerquen a fuentes que vayan más allá del expoliadísimo encuentro entre Walter Benjamin y Eduard Fuchs. Una forma de hacerlo puede ser la de saltarse 601 páginas de El Museo de la Inocencia y leer cómo un hombre predominantemente chalado se crea un pequeño andamiaje teórico para demostrar y demostrarse que esa tarea en realidad no es tan desquiciada, ni tan costosa, al tiempo que no es tan agradable, ni tan amena, ni tan glamorosa, como algunos supondrían. Sobre todo los directores de colecciones privadas.
Guillermo Vanegas