“¡Vamos a pintar el Museo!… ¡No, no pinten el Museo!”

Imagine que, como siempre, hay un gobierno que quiere distanciarse de su predecesor inmediato, busca parecer incluyente y sabe que una parte de su estructura burocrática está destrozada por la corrupción, el desmadre y la anomia. Ahora piense que para trabajar mejor (y cumplir con varias promesas de campaña –sobre todo las hechas a distintos grupos políticos y económicos-), este gobierno debe implementar varias reformas.

Manifestantes reunidos en el atrio del Museo Nacional de Colombia, durante las protestas convocadas a raíz de la propuesta de reforma a Sistema de Educación Superior en Colombia. Fotografía: Daniel Iannini/El Espectador.com

1. Imagine que, como siempre, hay un gobierno que quiere distanciarse de su predecesor inmediato, busca parecer incluyente y sabe que una parte de su estructura burocrática está destrozada por la corrupción, el desmadre y la anomia. Ahora piense que para trabajar mejor (y cumplir con varias promesas de campaña –sobre todo las hechas a distintos grupos políticos y económicos-), este gobierno debe implementar varias reformas.

Entre otras, decide modificar las condiciones de financiación de la educación superior, abandonándola al criterio de la empresa privada. Como siempre, hay quienes no están de acuerdo con esta ley y organizan manifestaciones. En este caso, la protesta es alegre y pacífica y, como siempre –además de apelar al uso de lemas y estimular la exhibición espontánea de talentos habitualmente sumergidos bajo el peso de la vida real-, incentiva la pulsión por la grafía en aerosol. Como siempre, los textos escritos son tomados de un repertorio de frases hechas y a veces, mal escritas (lo cual no importa, puesto que ahora no se trata de evaluar los efectos de la desatención a la ortografía ni la esclerosis de la literatura de protesta en Colombia. En otro momento se podría hablar sobre esto).

Durante la marcha, la gente se detiene para organizar a su audiencia: reunidos frente a lugares especiales elevan la voz y vocalizan con mayor atención sus estribillos. Esperan que los trabajadores de bancos, empresas de servicios, entidades extranjeras o del Estado, conozcan mejor sus consignas. Uno de estos puntos en la carrera séptima es el cruce con la Calle 26.  Y el 7 de abril de 2011, el número de participantes era tan grande que una amplia porción del grupo alcanzó a quedar frente al principal museo del país. De ese grupo algunas personas se acercaron a la fachada del Museo Nacional para escribir dos frases hechas (“La U Pública se defiende”, “Fuera bases militares”) y otra que casi nunca se había visto en situaciones similares (“Museo para la gente”). Al darse cuenta de lo que sucedía, otros integrantes de la manifestación les reclamaron a los escritores-muralistas por hacer eso, al tiempo que les pedían no rayar (más) las paredes del museo.

2. Escribir en una pared sirve para dar cuenta de una opinión ante un auditorio flotante; por esto, su medida de éxito tendrá que ver con su ubicación. En el gesto de rayar el Museo Nacional hay una implicación obvia, que sus autores adivinan y que tiene un amplio peso en el imaginario del público general. Superando el hecho de que la pilatuna sirva de trofeo al autor del graffiti (sobre todo si hay una fotografía del hecho o si ésta aparece en una red social), vale la pena volver sobre el contenido de la frase “Museo para la gente”, y cruzarla con uno de los problemas que enfrenta permanentemente toda organización cultural patrimonial a partir del instante mismo de su fundación: ¿cómo dar cabida al mayor número de aportes provenientes del tejido social inmediato?

Un lugar común exitoso afirma que un museo es una entidad anquilosada. Periódicamente, dicha afirmación genera reclamos por un mayor dinamismo o una actualización radical. En el caso del Museo Nacional de Colombia, esta posición se ha visto contrarrestada por un extendido esfuerzo de su equipo de trabajo por generar actividades que lleguen a un amplio número de usuarios. Si se observan los indicadores de sus exposiciones más concurridas o el número de asistentes a la programación de su auditorio, la cota de éxito es bastante satisfactoria.

De otra parte, al examinar las decisiones curatoriales que ha tomado esta entidad, puede decirse que la tensión habitual entre sujetos representados y sujetos encargados de permitir la representación no ha sido escamoteada tras el parapeto de la especialización o del burdo reclamo de exclusivismos étnicos o de clase, sin dejar de enfrentar por esto conflictos con algunos gremios intelectuales. De ahí que cuando algunos autores describen en su momento al Museo Nacional como “un lugar blindado para lo que se entiende como ‘arte contemporáneo’” o cuando cuestionan el “limitado interés que su administración ha manifestado respecto del arte contemporáneo”(1), sea necesario insistir en que la cuestión merece revisarse con mayor atención.

Desde esa perspectiva, la curaduría de arte e historia del Museo Nacional viene haciendo algunas apuestas por abrir el umbral de la representación de la producción cultural del país. Y hay gente, mucha, que ve esto con buenos ojos. En cierta forma, la contención del impulso literario-reivindicatorio de los escritores-muralistas de la manifestación del 7 de abril en la fachada del Museo por parte del mismo grupo que los acompañaba permite entender que parte del ejercicio institucional del Museo Nacional es respetado por una amplia porción de la ciudadanía. Ahora bien, si los autores del graffiti pensaban que lo que contiene ese Museo no habla de ellos, deberían evaluarse las actividades que realiza esta entidad y su esfuerzo constante por darlas a conocer. No basta con programar una oferta de servicios, además de esto es imprescindible multiplicar su difusión

3. Es posible que toda entidad cultural se considere como un espacio de diálogo. Sin embargo, la verdad es que jamás logrará cumplir con este cometido a pesar de que se empecine en demostrar lo contrario. En algún momento y de alguna forma deberá utilizar cierto rasero de selección y por esa vía terminará dejando algo afuera. Al recibir de parte de un segmento del público un reclamo por el tipo de  representación a que éste ha sido sometido, puede que una institución cultural apenas comience a hacerse consciente de haber invisibilizado algo. Y el asunto no se limitará a ofrecer disculpas y tratar de resolver el error.

En el caso del Museo Nacional de Colombia, a las críticas habituales respecto a sus condiciones políticas de origen o el lugar de albergue de su colección permanente, habría que añadir la persistencia de una negación que gran parte de la población no aprecia con claridad pero que, al ponerse en evidencia resulta bastante molesta. Al preguntarse por su representación dentro del relato curatorial del Museo Nacional, es posible que muchos integrantes del público no dejen de verse como consumidores que irán por lo menos una vez en su vida a ese sitio, pero que difícilmente verán alguno de los objetos que consumen o valoran, o respetan, exhibido allí. Si se tiene en cuenta que los debates por la inclusión de las minorías étnicas, religiosas y culturales o la apertura de la representatividad en las entidades culturales colombianas son asuntos que maduraron en gran medida tras la firma de la Constitución de 1991, y que, como ya se ha dicho, la apertura hacia relatos no hegemónicos es un proceso que no se da de la noche a la mañana y ante el cual el Museo Nacional no ha permanecido inmutable, cuando se evalúa la manera como las expresiones del amplio segmento poblacional que encarna a la clase media colombiana son representados (o no) allí, el vacío se hace patente.

En algunos momentos, las películas o los guiones de Dago García han sido la unidad de medida para analizar (mal) esta capa social. En otras ocasiones, la apropiación de productos culturales de consumo masivo ha permitido reconocer la existencia de un estrato que teme a la pobreza y sabe que debe anhelar la comodidad material, aunque esta llegue siempre tarde. Para muchas personas, la mejor ocasión para acudir al Museo Nacional durante la década de los noventa fue la exhibición de la Copa América o del premio grammy que recibió el grupo Aterciopelados. Y eso está muy bien, pues permite contemplar la materialización de un logro que podrían, hipotéticamente, considerar como suyo. Sin embargo, en ese esquema de consumo cultural el desbalance tiene que ver con el lugar donde se ubica la mirada: el espectador va a ver algo que procede de un estrato cultural diferente al suyo. En ese sentido sí, es invitado a ver, el problema es que eso que mira es algo ajeno.

Aparte de esto, sus prácticas de comportamiento, los objetos con que trata de adornar su cotidianidad, la música que acompaña su vida, la ropa que viste, la homogenización cultural a que se ve sometido y que casi siempre saluda con agrado, no se muestran en la narración que hace el Museo. Y esto, que de hecho hace parte importante de una población permanentemente en crisis y permanentemente endeudada, son argumentos que le dan la razón a la persona que pedía con un graffiti un Museo para la gente. Si esa persona termina su carrera universitaria y si cuenta con la fortuna de trabajar en aquello para lo cual se formó, y si puede viajar a otros países y ver cómo se han activado algunas iniciativas de exhibición mediante el rescate de las prácticas culturales de la clase media, bien podría extrañar lo mismo en el museo donde hizo su rayón.

Ahora bien, también valdría la pena preguntarse por la normalización que introduciría este gesto sobre una práctica cultural. No está lejos la época en que un gobierno canonizó el uso de un sombrero producido entre los valles de dos ríos que inundan anualmente los departamentos de Córdoba y Sucre y explotó obscenamente el uso de esta prenda como parte de los atavíos que identificarían “lo colombiano” en cualquier parte del mundo. El problema es complejo, y su solución puede que no sea la mera inclusión: qué tal que  alguien pida que lo dejen aparecer en un espacio y lo repita varias veces. Qué tal que por cansancio lo dejen hacerlo y qué tal que, por eso mismo, pase a convertirse en una representación de algo. Si eso sucediera, ¿qué podrían decir quienes aun no han sido visibilizados? La molestia que generan los reclamos por ver y ser visto no se detiene en la observación, llega hasta la crisis de la interpretación. De ser alguien que exige tener existencia cultural a alguien que es una caricatura, casi siempre no hay ni siquiera un paso.

 

Guillermo Vanegas

Notas

1.- Jaime Cerón, “Rodeando los bordes”, en María Inés Rodríguez, ¿Las ilusiones perdidas?, Arte Dos Gráfico, 2003-2004, pág. 13.