Vacaciones Discursivas

¿Cuánto durarán las vacaciones de esta cofradía de la verborrea? Mucho: semestre a semestre, año a año tras la renovación de sus gabelas y cátedras como cosmo-político-teórico-artistas, década tras década en foros virtuales, congresos y bienales; durará mientras haya oídos cándidos. Al final de El talento, la mujer desflorada le dice al que se la come a cuento: “Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído la conversación de ustedes y estoy orgullosa”.

Lucas Ospina hace una crítica a los artistas que pasan más tiempo leyendo sobre arte que haciendo arte.

En El talento, un cuento breve de Anton Chejov sobre los altibajos del último día de vacaciones de un artista, Yegor Savich corta cualquier ilusión de compromiso con la servil lloricona con la que ha intimado todo el verano, hija de la dueña del hostal donde se hospeda: “Un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres”. Él debe ser libre para departir con sus colegas Ukleikin y Kostilev, una trinidad habituada a consagrar con vodka su misal de quejas y procrastinación.

Savich, pintor de género, muestra su único cuadro escondido bajo la cama, “un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas”, Ukleikin, pintor de paisajes, pintarrajea una crítica fútil y pasan a las libaciones. Kostilev, artista de “asuntos históricos”, clama: “¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano”. Los tres “hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo”, dice Chejov, y diagnostica: “No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte empezando.”

Chejov se burla de esos artistas “libres” y ultramontanos del siglo XIX, pero su sátira alcanza a los cosmopolitas de hoy en día que viven en el deleite de sus propios discursos, ebrios con el destilado de su cháchara viciada pero rigurosamente académica, suspendidos en la nube gaseosa de sus abstracciones, atrapados en la inercia de su locuacidad. La tiranía de la palabra evade la patria del gesto y se adentra en el berenjenal de las explicaciones: antes de entrar a una exposición hay que leer una parrafada, antes de mostrar un hecho hay que nominarlo y luego ser nominado por los nominadores. El verbo se impone, la imagen calla, los engolados de la estética, analfabetas de la imaginación, andan a rastras con las muletas del discurso —antes moderno, luego posmoderno, ahora “decolonial” y “altermoderno”—, los estudiantes pasan más tiempo leyendo sobre arte que viendo o haciendo arte, y cuando el efecto se ha antepuesto a la causa piensan que por pensar en palabras ya están pensando, olvidan que los artistas solo deben meditar con su medio de expresión a la mano.

¿Cuánto durarán las vacaciones de esta cofradía de la verborrea? Mucho: semestre a semestre, año a año tras la renovación de sus gabelas y cátedras como cosmo-político-teórico-artistas, década tras década en foros virtuales, congresos y bienales; durará mientras haya oídos cándidos. Al final de El talento, la mujer desflorada le dice al que se la come a cuento: “Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído la conversación de ustedes y estoy orgullosa”. Y finaliza Chejov: “Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.”

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Lucas Ospina

publicado por Arcadia