Obra gris

Fotograma de ‘Cuando la fe mueve montañas’ (2002). 500 voluntarios participaron.

Dentro de una de las salas de la Casa Republicana, en la Biblioteca Luis Ángel Arango, un Volks-wagen rojo intenta subir por una empinada cuesta polvorienta, de esas que podrían estar en cualquier barrio marginal latinoamericano. Cuando suena un danzón, el carro arranca con ímpetu, pero tan pronto los músicos hacen una pausa, desordenada, el carro se cuelga y no alcanza la cima. Y no es el Himalaya, es un montecito, pero ni siquiera esa meta la logra. Sigue, eso sí, intentándolo una y otra vez sin desfallecer, hasta que el espectador es quien tira la toalla, sonriente, frente al fracaso.

La metáfora del permanente intento por llegar y no lograrlo, del sueño inagotable, es para Francis Al¿s la representación del hombre latinoamericano, y eso queda reflejado en esta exposición, titulada Políticas del ensayo. Al¿s nació en Amberes, Bélgica, en 1959, pero vive en México DF desde 1986, hecho que no solo le da autoridad para proponer sus ideas, sino que le quita el revestimiento de sabio del Primer Mundo que llega a imponer su estética, cual «predicador camuflado», como diría la artista Beatriz González.

Su mirada, ajena a la petulancia de los grandes modelos a seguir, es una crónica en constante desarrollo de alguien que ha entendido muy bien la idiosincrasia latinoamericana. «Las instituciones y la estructura del poder tratan siempre de minimizar las anécdotas -le decía el artista al curador de la exposición, Russell Ferguson-. Las anécdotas traman el tejido de nuestra existencia social».

Los episodios de Al¿s no son historias, pues estas tienden hacia la resolución. Y él no quiere ni puede resolver nada. Por eso hace pequeñas narraciones, algunas sin rumbo ni destino fijos, porque, en efecto, su imagen de estas sociedades representa a esos edificios con varillas de metal en su cubierta, esperando a ser construidos.

Pero tiene múltiples formas para mostrar sus complejas teorías, que se ven traducidas en registros de video de acciones en las que generalmente él es el protagonista, así como en meticulosos dibujos y textos escritos por él mismo.

Dos hombres, uno frente al otro, soplan sobre una hoja de papel para mantenerla a flote (La lección de música), que además le rinde homenaje al pintor francés Paul Cézanne; un par de manos escriben «REHEARSAL» (ensayo), cada letra en diferentes hojas de papel para que al manipularlas, como abriendo un libro, se completen; una desnudista se viste y se desviste permanentemente (Políticas de ensayo); un hombre se detiene en una plaza sólo a observar, a no hacer nada (Mirando hacia arriba); un grupo de recogedores de basura amontonan tal cantidad de desperdicios al final de una calle, que llega un punto donde les es imposible seguir (Barrenderos).

Paseante del siglo XIX

Flâneur fue el personaje recreado por Charles Baudelaire en El pintor de la vida moderna, un observador apasionado que establece su hogar en el corazón de la multitud, ve el mundo, es el centro del mundo y permanece sin embargo oculto. «Tales son unos cuantos de los ínfimos placeres de aquellas naturalezas independientes, apasionadas e imparciales», escribía el poeta y crítico de arte francés en 1863.

Una imagen en la que tienden a encasillar al extranjero que llega a otro país, pero con la que Al¿s no se siente cómodo. «A pesar de que podemos ver en Al¿s la condición de mantenerse aparte, el placer de ser un forastero, en especial en sus primeros trabajos, él no tiene nunca la calidad aristocrática, despreocupada, que Baudelaire otorga al flâneur -escribe el curador Ferguson-. Para Al¿s, el flâneur es un personaje muy propio del siglo XIX europeo, que se mueve con una especie de romanticismo que no tiene mucha cabida en un lugar como Ciudad de México». Por eso se burló de dicha figura mandando en representación suya a la Bienal de Venecia de 2001 a  El embajador, un pavo real que se pavoneaba por doquier.

A veces hacer algo lleva a nada es el título de una de sus acciones, en la cual él se pasea por horas por la capital mexicana, arrastrando un bloque de hielo por las calles hasta que queda reducido a una pelotita que se termina derritiendo sobre el pavimento.

El trabajo es una ironía sobre la razón de ser del arte, sobre los tan atentos intentos por tratar de entenderlo y buscarle sentido, por buscar a como dé lugar que las teorías que en otros lados y tiempos funcionaron se traten de imponer en otros escenarios que tal vez no tienen tanto que ver. De modo que, sin ser obvio, Al¿s termina siendo tremendamente político.

Ejemplo de ello es uno de sus proyectos más ambiciosos, realizado en Lima en 2002. Cuando la fe mueve montañas fue un trabajo monumental que involucró a 500 voluntarios que, con palas, buscaban cambiar un poco la morfología de una montaña. En una de las mesas de la exposición, Al¿s escribió: «El contexto político era ineludible. Esto fue durante los últimos meses de la dictadura de Fujimori. Había una gran agitación en Lima, con choques en las calles, una tensión social evidente, y un incipiente movimiento de resistencia. La situación era desesperada y requería una respuesta épica: representar una alegoría social que se ajustara a las circunstancias parecía más apropiado que meterse en un ejercicio escultórico».

Este enorme proyecto tenía para el artista belga un objetivo claro: restarle romanticismo al Land Art, escuela que produjo sus obras más admirables en los años setenta haciendo uso de la misma naturaleza para intentar reconstruir el paisaje o para llamar la atención del espectador acerca de ese paisaje que se había perdido en medio de tanto progreso urbano. Pero fiel a sus alegorías sociales, el trabajo de Al¿s en realidad no podía pretender un gran cambio. «El principio que animó a Cuando la fe mueve montañas fue: ‘máximo esfuerzo, mínimo resultado’ -relata el artista-. Se efectuó el cambio aparentemente más imperceptible por medio del más masivo de los esfuerzos colectivos».

El efecto se completó gracias a la participación de la gente. Porque en eso radica la gran diferencia de su trabajo: quien observa y concede tiempo al registro de la acción, participa. «Sin el movimiento del espectador/observador, el espejismo sería tan solo una mancha inerte, simplemente una vibración óptica en el paisaje; nuestro avance es el que lo despierta -termina el artista-. Lo mismo que es la lucha lo que define a la utopía, es la vanidad de nuestro intento lo que da vida al espejismo; es por la obstinación de nuestro intento que el espejismo cobra vida, y ese es el espacio que me interesa».


publicado por la revista Cambio