El robo como obra de arte

Documenta y el caso de Roger Bernat: el robo como obra de arte

I

En eso de tomar el pulso a la realidad, al mundo, al sistema o a lo que cada uno piense que hay que tomarle el pulso, en la labor de desenvolvimiento del arte en el propósito firme de llevar a cabo su misión o tarea, Documenta este año, como todo el mundo ya sabe, se ha desdoblado en dos sedes: la clásica de Kassel y la de Atenas. Razones hay varias pero lo principal es que ese pivotar sobre la ciudad griega, protagonista en estos últimos años de muchas de las contradicciones del propio sistema (si no incluso injusticas y desafueros) podría permitir al arte llevar a cabo con mayor capacidad esa tarea para la que ha sido convocado.

Pero pese a la buena voluntad del equipo ejecutor –Adam SzymczykPaul B. Preciado a la cabeza– todo queda un poco en standby, a la espera de cuál es esa labor que solo el arte puede llevar  a cabo y cuál es el potencial y valor añadido que la dupla Kassel-Atenas puede crear sobre la ya de por sí escasa confianza que se tiene en el arte.

No obstante, y mientras llegan los resultados, algo si podemos poner ya en el haber de esta edición, la catorce, de Documenta: haber propiciado, en ese descentramiento que supone la bicefalia y la pluralidad de núcleos, una implementación en el nivel de contradicciones del propio arte. Desde mi punto de vista, esta es una de las pocas cosas que todavía le queda al arte, la más alta misión que sin duda se le puede encomendar –servir de atalaya desde donde mostrar las paradojas del sistema– y donde reside todo su interés. Claro que, para ello, no debe de jugar con las cartas marcadas y ponernos sobre preaviso. Es decir: no debe de anticipar la jugada maestra que hará desencadenar una serie concreta de contradicciones o paradojas. Pero al mismo tiempo la obra tiene, ha de tener siempre, el firme propósito de ser “obra de arte”, de poderse llamar así y de poder participar del estado de excepción del que goza el ámbito de lo artístico. Esta es la primera de las contradicciones y que, en tanto que no nos interesa en este momento, solo apuntamos: cumpliendo el llamamiento de ser “obra de arte”, la propia obra desoye ese impulso a la mostración de contradicción a la que el arte debe de apuntar. Diciéndose como obra de arte no cumple el destino del arte.

Pero continuemos. Si, decimos, ha de dejar su propósito en suspenso, ha de liberar a su significación de una finalidad concreta, es su propia inserción en los canales de distribución, su propio devenir mediático, la donación de sentido que ha de dejarse en manos de la comunidad, lo que de modo siempre a posteriori calificará una obra de arte (si ha sido capaz de remodelar cierta reconfiguración de lo sensible, de recortar la lógica de los tiempos, lugares y competencias). Dicho de otra manera, una obra de arte ha de correr el riesgo de llegar a ser otra cosa: de llegar a ser arte pero por otras vías, no por el modo canónico de inserción en la esfera de la estética autónoma sino como contraefecto de ese desplazamiento en la frontera de lo simbólico que previamente ha realizado.

Si decimos todo esto es porque ese doble pivotaje entre Kassel y Atenas está dejando momentos memorables, dignos de tenerse en cuenta para, en un futuro cercano, entrar a diseccionar el arte contemporáneo de principios del siglo XXI.

II

Como modelo operacional desde donde hacer emerger un sentido alternativo a las lógicas que rigen la relación Kassel-Atenas, vertidas como no en la relación Alemania-Grecia que ha llenado las noticas económicas en la última década, muchos artistas han apostado por el “trayecto”, el que va de una ciudad a otra, como forma catártica capaz de remodelar el paisaje –económico, social y político– que ha mediado entre ambas naciones, haciendo de esta relación alternativa modelo ejemplar para las más variopintas cuestiones que asolan nuestro mundo.

Y la idea no es mala. Puede resultar inane, impotente, ridícula para las cuestiones que nos traemos entre manos o fracasada. Pero esos son calificativos que solo desde una querencia hacia una politización de la estética como en la que estamos sumidos pueden dejarse aflorar, siendo por el contrario la mínima resistencia, la comunicación interrumpida, la estética de la microhistoria, de la deriva, de la negación, del fracaso o la monumentalización de lo transitorio, moldes desde donde el arte, pensamos, es capaz de mostrar la impunidad de las lógicas de adiestramiento y burocratización en la que estamos sumidos. Como ejemplos puede citarse el trayecto de Nikhil Chopra (Kolkata, 1974), la obra Adonis de Sokol Beqiri (Peja, Kosovo, 1964), el Athens Ingot Project (Copper) de Dan Peterman(Minneapolis, 1960) o el traslado de la tienda de mármol de Rebecca Belmore (Upsala, Ontario, 1960).

Pero ha habido una pieza que, aún tratándose de uno de estos casos de desplazamiento, deriva y trayecto, ha sido capaz de mostrar más que cualquiera de los anteriores ejemplos. Nos referimos a la obra de Roger Bernat (Barcelona, 1968) The Place of the Thing. Y si lo ha conseguido no ha sido por el potencial con que carga en sí misma de forma ontológica la obra sino, todo lo contrario, por toda esa serie de dispositivos e injerencias que hemos indicado más arriba la obra necesita para concretar su finalidad. Lo ha sido porque, en su trayecto, ha pulsado de manera tan poco atinada todos los resortes de la eficacia estética, ha resuelto tan mal la supuesta distancia estética, que ha sacado a la luz variadas y múltiples contradicciones. Lo ha sido porque, digámoslo de una vez, ha confiado tanto en el poder y capacidad del propio arte que ha terminado por desbarrar de la forma más tragicómica posible.

¿Paradoja de que sea en el equívoco de una sobrepujanza de las condiciones del arte donde se resuelva de manera efectiva el entuerto de mostrar las contradicciones tanto del sistema capitalista como del arte? Quizá. Pero ahí es donde hemos de movernos para, en el trabajo de la crítica, no nos quedemos en la cómica valoración de obras o en la pamema de una adjetivación que no hace sino seguir la bola a la impotencia del arte.

III

La obra alude a la noción de Thingplatz, recintos abiertos que imitaban por una parte a los cosos primitivos donde los guerreros germanos se reunían y por otra a los anfiteatros griegos, y de Thingspeil, forma de entretenimiento teatralizado en la época nazi, realizado en los Thingplatz, donde a través de movimientos perfectamente organizados de sincronización y simetría la comunidad sentía la llamada personal a vivir épica y míticamente su nacionalidad, identidad y raza, y donde la audiencia era al mismo tiempo el autor y el espectador, creándose así una realidad teatralizada, el formateo de una virtualidad que tomaba la forma de lo real.

Como el propio Bernat escribe en un texto alojado en su página web, “hoy en día, como parte del desdoblamiento definitivo del capitalismo espectacular, el Nazi Thingspiel ha llegado a ser una pálida profecía de todas las variadas clases de ‘gimnasias del consenso’ que el siglo XXI ha proporcionado a las masas de consumidores, todas ellas basadas en la estratégica superposición de lo político, lo cultural y lo religioso”. Y continúa poniendo algunos ejemplos: funerales, deportes de grandes estadios, liturgias culturales, el misticismo del fitness o las mismas redes sociales.

Dicho todo esto, la obra de Bernat pretendía reactualizar el Thingspiel nazi de acuerdo a un nuevo proceso de resemantización de una cosa, en este caso una copia de una piedra de mármol –la “piedra de los juramentos” frente a la que se inició el juicio a Sócrates en el 399 a. C.– que, después de recorrer varios colectivos atenienses, sería llevado a Kassel y enterrado en la Thingspaltz que hay parece ser a las afueras. En el camino la falsa piedra devendría ofrenda diplomática, regalo arqueológico, pieza de arte contemporáneo, monumento, etc. En definitiva: pasaría de ser una inexpresiva piedra a ser un objeto digno de atención cultural, cargado con todas las significaciones que haya atesorado a lo largo de su periplo.

Ni que decir tiene que el proceso alude a la generación de consensos e identidades, a la lógica del don y la acogida que cimiento toda sociedad, al carácter siempre fetichista del arte que no puede dejar de funcionar como transacción de valor. La piedra, en su traslado, mostraría la pluralidad de tensiones que modelan la sociedad, haría “visible” el pacto ficcional con el que la colectividad se con-forma. Sería, el devenir de la obra de simple fake a estar recargado semántica y simbólicamente, la teatrificación de las fuerzas sociales que nos configuran, la promulgación de una verdad que es simplemente construida en tanto que ficción y recorte del espacio de las competencias. Las resonancias van en amento ya que la palabra alemanaThing es el origen del thing inglés, es decir: de la cosa, algo que puede ser continuamente desplazado en su significado, renombrada, re-fetichizada, siempre que haya un suficiente consenso para hacerlo.

Si según queda apuntado en la propia web de la Documenta, para Bernat la “democracia no es solo una forma de gobierno sino una manera de representar la realidad”, las travesía de la piedra, de Kassel a Atenas y entre las propias asociaciones atenienses, prefigurarían el tensionado de una dinámica de fuerzas para la que el propio traslado de la piedra sería huella y traza, efecto representacional preciso de la realidad en la que nos movemos. Igual que el Thingspiel nazi muestra la lógica de las sensibilidades y al jerarquización precisa de ciertos valores que da forma a la sociedad nazi, el traslado de la piedra tendría el mismo efecto de expresión y delineado de nuestras fuerzas, valores y sensibilidades.

El propio artista concluye muy bien el texto al que nos referimos dando, por una parte, cabida al propio fracaso de la pieza –al hecho de que no motive nada más que indiferencia y ningún tipo de participación– y, por otra parte, apuntando que no serán verdades o historias lo que la piedra llevará a Kassel sino “mitos y cuentos, fantasmas y mentiras”.  Y es que Bernat parece conocer bien la noción de historia que fue válida hasta Aristóteles: el hecho de que es la poética quien da forma a la historia: lo contradictorio, lo irrepresentable, lo inútil, la desmedida, lo simulado, es lo que va tejiendo la historia en tanto que acontecimiento. Si el traslado de la piedra quiere ser un acontecimiento es solo tomando la poética –en su general desmedida– como puede, hubiera podido, conseguirlo.

Indicaciones del Thingplatz a las afueras de Kassel

IV

Pero el problema empieza justo donde termina los buenos propósitos –estéticos y teóricos– de la obra porque, y aunque parece ser que estaba previsto por el artista, la piedra fue robada por un colectivo LGBTQI de refugiados, desplegándose entonces y sólo entonces una serie de momentos paradójicos entre el hacer dentro de las coordenadas más o menos seguras del arte –un arte que ha de guardar siempre, para bien o para mal, un aliento de autonomía– y su operar en la frontera difusa donde se abre al territorio del no-arte. Si como dijo Rancière lo interesante del arte sucede cuando entra en contacto con el no-arte, el robo ha motivado una serie de momentos, sobre todo a raíz de la incomprensión de la que ha hecho gala el artista, dignos de tenerse en cuenta.

El robo de la pieza, en tanto que exceso al que el arte –deudor de ese cierto nivel de autonomía con el que ha de cargar al menos para ser contextualizado dentro de un determinado régimen de realidad– no puede hacer frente, dejó al descubierto la incapacidad del arte, la necesidad que tiene de cubrirse las espaldas, de dar una de cal y una de arena, de ser, en definitiva, un agente doble que trabaja para ambos bandos. Y si así ha de ser para ser fiel a ese double bind que supone por una parte incidir en la realidad y por otra parte ser fiel a los dictados estéticos de la “finalidad sin fin” y de la disyunción y suspensión en cuanto a metas y propósitos, no es menos cierto, por otra parte, que es necesario concretar los centros neurológicos de este conjunto de paradojas para comprobar cómo sismógrafos el momento efectivo en el que se encuentra el arte contemporáneo.

El error se encuentra, a nuestro juicio, en el punto 3 del escrito que el artista ha alojado en su web como precisa contestación a los hechos. “Sabíamos desde el principio que la piedra podría ser robada, y de alguna manera era parte del propósito general del proyecto el ser secuestrada o incluso destruida”, apunta con acierto. Pero a continuación tira todo por la borda: “esa es por lo que decidimos tener dos copias más”. Si el arte ha de mantenerse fiel a su capacidad –mínima– de mostrar las paradojas y contradicciones del sistema, el zafarse de la suspensión estética vía proponiendo otras dos piezas nos parece una de las cosas más incomprensibles que un artista haya podido hacer. Incomprensible, decimos, porque deja claro que el artista no comprende los mecanismos de cuestionamiento del propio arte y porque deja dicho que su propósito es hacer triunfar al arte caiga quien caiga, que todo el tinglado del trayecto no es sino una pamema circense porque al final todo será reconducido dentro del arte, asimilado a una distancia determinada, concreta, validada por todo un sistema que no tiene problema en saludar y dar la bienvenida a cierta disidencia. Si en palabras al El Cultural apuntó que «lo único que está decidido de antemano es el lugar de salida, porque la piedra, desde hace miles de años, está en el ágora ateniense», de los últimos acontecimientos solo se puede deducir su falsedad. El error de Bernat ha sido no haber tenido los arrojos de, habiéndoselo puesto en bandeja, mantener su piedra en la indecibilidad que se merecía, de haberla consignado dentro de un destino bien diferente al que se le tenía asegurado –dentro de la institución-arte– desde un principio.

Pero la cosa ya toma tintes macabros en el punto 5: “¿pensáis que si nosotros o Documenta hubiéramos pensado que la piedra tiene algún valor en sí mismo, hubiera sido entregada tan fácilmente y sin garantías a cualquier colectivo que lo pida?” Lo dicho: el artista tira la piedra y esconde la mano. O, mejor dicho, pretende nadar y guardar la ropa. Deja al arte en su suspensión metodológica pero en cuanto el efecto se sale de las coordenadas de lo apropiado para el propio arte, aparece la mano dictadora e inquisitorial.

Falla de nuevo al apuntar que si el colectivo en cuestión quiere atacar al “establishment” debería de haber ido al EMST y haber, allí mismo, perpetrado un robo de una obra de arte REAL, enfatiza. Nada más lejos de la realidad: es solo el operar en la frontera del arte, ahí donde lo autónomo y lo heterónomo se conjugan, lo que puede de alguna manera aunque a largo plazo incidir en la noción de arte. El “ataque” al arte plenamente autónomo, reconocido como tal e ingresado en lo mausolítico del museo no tiene mayor recorrido que aquel que le lleva directo a la prisión. Si un artista no comprende estos mecanismos de validación, hegemonía y excepcionalidad que solo tiene el arte ya ínsito dentro de lo aprobado pero que aún está en ciernes en su propia obra es que, contra lo que cabía esperar, no ha entendido la profundidad con que contaba su obra ni mucho menos el momento de despliegue dialéctico del destino del arte

Con lo que sí que estamos de acuerdo es cuando apunta que “Gracias a los refugiados LGBTQI el proyecto ha adquirido una mayor visibilidad de lo que nunca lo había hecho”. Pero, claro está, no a través de esa ristra de puyas con que colma una carta publicada en contraindicaciones.net y en esferapublica.org donde zanja el asunto basculando hacia la visibilidad que el colectivo ha logrado: “¿cómo queréis ser mencionados en el programa de Kassel? Ojalá podamos ver lo más pronto posible vuestra acción y las fotografía de ello en la web”. Ha adquirido mayor visibilidad pero no a costa del supuesto morbo –casi nulo– que pueda desatar el robo de una obra de arte de tal calibre sino porque ha evidenciado que el rey iba desnudo, que la deriva de la piedra era solo una pamema para hacer ingresar más tarde la piedra en el sacrosanto recinto de Kassel –y ahí está, en la Neue Neue Galerie– con todo el boato que el propio arte en una época de desprestigio aún se esfuerza en mantener.

Y para acabar: “si robar una piedra falsa porque pensáis que simboliza algo o tiene algún valor es la única acción política de la que sois capaces, quizá deberíais chequear vuestra agenda política o vuestros parámetros artísticos”, sentencia Bernat en tono más bien cínico. Pero se le podrían devolver con mayor dosis de realidad: si humildemente hubiese respondido a la Documenta que la piedra simplemente, en su quedar en suspenso respecto a sus propósitos y metas, se había perdido o había sido robada, que había tomado una deriva que lo hacía incapaz de ser reconducida a la institución-arte, hubiera de ese modo puesto el dedo en la yaga, hubiese mostrado la distancia estética que el propio arte ha de mantener con sus juegos políticos, nos hubiese enseñado que aunque la sobrepujanza de sus pretensiones va en la honda de querer auparnos a un estadio de emancipación superior, el arte –todo el arte que se muestra en la Documenta– queda referido a una reconducción programática, a un pastoreo institucionalizado de su efectos.

El robo no suponía sino una inversión en todo el planteamiento de un arte que no puede dejar de estar institucionalizado, de estar referido a una medida determinada respecto a esa realidad en la que trata inútilmente de incidir: el robo no suponía sino la obra maestra de esta Documenta, la concreción del estado de deriva del propio sistema democrático y social en el que estamos insertos. Pero todo esto el artista no lo vio. Quizá, lo más seguro porque no pudo, porque al fin y al cabo el poder ideológico del sistema-arte nos hace estar continuamente persiguiendo no los sueños del arte sino los nuestros, vernos reconocidos, rubricada nuestra firma de algún evento: queremos llegar a ser alguien sin entender que el arte solo trabaja con los que no son nadie.

 

Javier González Panizo

 

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Una red de refugiados LGBTQI con sede en Atenas secuestró el domingo una escultura presentada en Documenta 14, en un acto de desafío a la renombrada mega exposición. La pieza, comisionada por el artista español Roger Bernat, consistía en una réplica de la llamada “piedra de juramento” en la que el juicio de Sócrates tuvo lugar en Atenas en 399 aC.

2 comentarios

A parte de escribir como el culo, González Panizo comete algunos errores: el principal es desconocer la dinámica de los eventos. Es tan fiel a su dogma crítico y a su norma de sobre-excitación (el crash entre arte y no-arte) que prefiere quedarse con la idea de que «una obra de arte ha sido robada». Cuando no fue ni robo, ni obra, ni arte.

Es más, reivindicando la «verdad» del acto del colectivo pierde de vista el simple hecho de que quienes recondujeron la obra a la esfera del arte fueron precisamente quienes la “robaron”. De dos maneras: sintiéndose ellos artistas y tildándonos de artistas a nosotros. Mientras que la existencia de las copias era precisamente lo que mejor ratificaba la sustancial extraterritorialidad del objeto a toda lógica museística, estética o crítica.
Las piedras no son más que el molde desechable en el que se reflejan los diferentes colectivos. En Atenas con ironía o indiferencia y en Kassel –como bien demuestra el sofoco de Panizo– con la religiosidad de un colectivo, el de los visitantes de la D14, incapaz de sustraerse a la noble tarea que les ha sido encomendada.

Con su llamamiento constante a la urgencia de desmantelar las lógicas circulares del mercado del arte, González Panizo parece pasar por alto que su escrito (en el que se permite hablar de «errores de los artistas» y dictar conductas poéticas armónicas con su idea de que el arte es hijo del discurso y no la inversa) es parte de esa labor de reducción de lo artístico a lo cultural que pretende estigmatizar.
No solo porque siendo crítico es en el fondo otro parásito de un sistema que ha basado en la salvación y la condena todo su sistema de valores. Sino porque su pasión por lo Real (y por todos sus sucedáneos en el orden de la acción) es a su vez totalmente ideológico, vagamente snob y sutilmente fascista.
Parte, en suma, de la misma distorsión mental que en su tiempo impulsó a los burgueses a excitarse con cualquier acción violenta emprendida por los pobretones.

Su ignorancia del lugar en el que situar la piedra es en el fondo muy representativa de la determinación histérica que comparte con el colectivo ateniense: necesita clavarla en un lugar simbólico donde rentabilizarla discursivamente. González Panizo necesita afirmar que, al declararse “obra de arte”, la obra desoye la alta misión que le ha sido encomendada: enseñar las contradicciones del sistema. Solo que para hacer tal afirmación Panizo se siente obligado a definir la piedra (the Thing) como «obra de arte» para luego poder fundamentar su crítica. Y acto seguido, cosa que resulta especialmente trasnochada, definir qué es arte y qué no lo es. Esta visión sustancialista del arte es la que le concederá a él la autoridad soberana de ubicar el “robo de la piedra” en el inaudito dominio del «arte verdadero» (que es verdadero porque supuestamente no pretende ser arte). Y no se da cuenta de dos cosas: 1) Que el robo fue dictado por impulsos patéticamente estéticos. No fue en ningún momento una operación política, y a su torpeza política, ética y cultural es a lo que apuntó nuestra respuesta. Y 2) Que el problema no es decidir qué es arte, sino determinar si lo que se proclama arte es bueno (bueno como arte o, en ausencia de mérito estético, bueno para cualquier otra cosa).

Nadie duda de que, como bien apunta el título del artículo, el robo de la piedra fuera una «obra de arte». La cuestión es decidir si la obra en cuestión era buena artísticamente (y no lo era). Aunque González Panizo siga fiel a la demencial idea de que todo cuanto es torpe en el dominio de lo real es automáticamente bueno en el dominio de lo artístico; nosotros defendemos el principio por el cual lo político y lo artístico no se hallan en una relación de compensación (que delega al discurso crítico la autoridad de integrar y reequilibrar la insuficiencia relativa de los dos ámbitos) sino en una relación severa de imbricación (el buen arte es también buena política: por eso el buen arte, si no lo destierra, supone al menos un importante desafío a la necesidad y funcionalidad del comentario crítico).

O más simplemente: no es que el arte se halle en el territorio de la ficción y la política en el de lo Real. Arte y política son regímenes ficcionales altamente homogéneos. Cualquiera (colectivo o Panizo) que pretenda reivindicar la supuesta superioridad política de una acción supuestamente real, está simplemente haciendo un arte malo y una política mala. Nada es más fascista que el fetichismo de la realidad.

Señor Bernat: teniendo en cuenta que usted apostilla que, en referencia clara a mí, “siendo crítico es en el fondo otro parásito” lo cierto es que muchas ganas de perder el tiempo en contestarle no he tenido. Sin embargo, y subrayando que mis opiniones y valoraciones son solo para su obra y sus escrito y en ningún modo para su persona, y pidiéndole disculpas si en algún momento he usado un adjetivo que pudiera incomodarle me dispongo a entrar al debate.
Antes que nada creo que todo se debe a un mal entendido entre su forma de entender el arte y la mía. Quizá estén en las antípodas. Yo creo que su obra es una muy buena obra: abandonada a la intemperie de la indecibilidad política de los sujetos, va dejando su rastro de impotencia, malestar, rebeldía, …, va siendo investida por los diferentes agentes socio políticos de Atenas. Lo que pasa es que dejada en ese estado la obra no pasaría de ser (y aunque ya es mucho) buena: partiría de ese estado más bien definido y acotado (autónomo malgré tout) que es el arte (pues usted, quizá también mal que le pese, es artista, trabajando para un evento de arte llamado documenta, etc) y hace su periplo para, y aunque en condiciones diferentes, regresar de nuevo a un mundo del arte del que no habría sido capaz de mover demasiadas cosas. Pero, continuando con mi interpretación, es el robo de la obra lo que desorienta a la obra de su meta original, y lo que SOBRE TODO logra investirla con (y aquí podemos usar varias aproximaciones) el objet petit a del arte contemporáneo, con la irrupción de lo Real (en terminología lacaniana), con la imposibilidad del arte contemporáneo: el hecho de que si se cumplen las metas del arte éste desaparece pues es sustituido por la política; el hecho de que si se toman en serio las premisas del arte éste toma la forma de la política. (Creo que esto lo he explicado mejor en el texto). Y haciendo patente este gesto, encarnando de este modo las contradicciones del propio arte, la obra adquiere una verdadera dimensión de estética.
Usted piensa lo contrario: que son ellos, los del colectivo LGTBI, los que han clausurado el devenir de su obra dotándola de un adjetivo, obra de arte, que usted parece no querer para su trabajo. Esto me deja un poco perplejo: ¿desde dónde trabajo usted, desde qué exterioridad?, ¿qué afuera es el suyo para decir que son ellos, los otros, los que dotan a su trabajo de “obra de arte”? Porque, claramente, eso de que es la existencia de copias lo que salvaguarda la “sustancial extraterritorialidad del objeto a toda lógica museística, estética o crítica” no hay quien lo comprenda. AL menos yo.
​Usted señala: “el problema no es decidir qué es arte, sino determinar si lo que se proclama arte es bueno (bueno como arte o, en ausencia de mérito estético, bueno para cualquier otra cosa). Nadie duda de que, como bien apunta el título del artículo, el robo de la piedra fuera una “obra de arte”. La cuestión es decidir si la obra en cuestión era buena artísticamente (y no lo era)”. Según mi interpretación esto no es así: lo que el arte debe de lograr es hacer patente el nudo de contradiciones y paradojas desde donde él mismo (y el sistema capitalista) opera. Eso es, independientemente de que lo logre un colectivo LGTBI de Atenas o cualquier otro agente, arte bueno. Sin más. En nada afecta que sus motivaciones políticas puedan ser ridículas, que su puesta en escena sea irrisoria.
Según todo esto que digo, el texto que usted aloja en su web no es acertado porque, desde mi punto de vista, usted debería de haber dejado la obra en su indebilidad hasta el final, corriendo todo tipo de riesgos: llegando, como fue el caso, a encarnar la contradicción propia del sistema-arte, o llegando, quien sabe, a no significar nada. Es por ello lo que apunto en el mi texto: “una obra de arte ha de correr el riesgo de llegar a ser otra cosa: de llegar a ser arte pero por otras vías, no por el modo canónico de inserción en la esfera de la estética autónoma sino como contraefecto de ese desplazamiento en la frontera de lo simbólico que previamente ha realizado”.
A más a más, teniendo esto en cuenta, la otra tesis que usted enarbola para contradecirme es insustancial. Usted dice que “el robo fue dictado por impulsos patéticamente estéticos. No fue en ningún momento una operación política, y a su torpeza política, ética y cultural es a lo que apuntó nuestra respuesta”. A esto ya hemos contestado: los fines del colectivo (que pueden ser tan banales como las chorradas con que nos manejamos a diario) son insustanciales para la lógica propia del arte (al menos, claro está, de esta interpretación de arte que manejo).
En definitiva: igual usted esperaría que su obra hubiese sido investida por otros agentes más sabios, más estéticos, más políticos, etc. Ahí sí que se hubiese dado eso que usted apunta: “el buen arte es también buena política”. Pero bajo mi punto de vista, y aquí podríamos resumir lo antagónico de nuestras posiciones, es todo lo contrario: el arte debe de hacer patente la política –la buena y la mala–, el reparto de competencias sobre el que se fundamenta la realidad, la sociedad: más aún, el arte debe de mostrar lo ideológico de toda formación política.
Creo que con esto basta. Y ni mucho menos creo tener la toda y completa razón.