Dos elementos que tienen que ver con la mirada se ponen en juego en la actual crisis de la universidad Nacional.
El primero, que el problema central no es el que parece a primera vista; el segundo, relacionado íntimamente con el anterior, que la estrategia oficial ha sido la de invisibilizar sistemáticamente a la oposición acudiendo preferentemente a la descalificación pura y simple.
El primero: hay un marcado énfasis en las declaraciones de las directivas de la Universidad en el supuesto de que los problemas son planteados por un pequeño grupo de inconformes con las medidas que la beneficiarían. Pero no, más allá de créditos, duraciones de planes, etc. el problema de fondo que se discute es el del gobierno universitario: quién toma decisiones, en dónde, con qué elementos de juicio, cómo participa o no participa la comunidad en esa toma de decisiones, qué consecuencias sociales tienen éstas, quién paga el costo. El problema del gobierno universitario debe ser tan viejo como la Universidad misma y no se va a resolver tampoco ahora, pero la discusión alcanza al sentido mismo de la institución universitaria y el papel de la educación en las políticas gubernamentales. Esos son los temas de alto vuelo que una administración que escasamente ha podido resolver la legalidad de su presencia (habría que recordar que el nombramiento de Marco Palacios como rector fue impugnado y finalmente anulado, para que -después de imponérsele a la comunidad universitaria- con la mayor frescura del mundo renunciara aduciendo simplemente “motivos personales” dejando tras de sí un caos institucional que pesa mucho más –me temo- que el descontento de unos cuantos inconformes por el número de créditos de su carrera) pero dista mucho de resolver su legitimidad, no desea que sean vistos por la opinión pública y para ello recurre a la descalificación de sus adversarios en el debate.
Ese es el segundo punto. Javier Pinzón remite un artículo de Francisco Cajiao publicado, ¡qué casualidad!, en El Tiempo. Nunca antes habíamos visto un formidable despliegue publicitario como el de ahora en relación con los problemas de la Universidad Nacional. Cada rato encontramos esta clase de escritos que reiteran la benevolencia de las directivas de la Universidad, que han escuchado pacientemente a la comunidad, explicándole hasta el cansancio las bondades de unas medidas; el otro día vimos en El Tiempo un ofensivo anuncio de página entera (¿cuándo han visto ustedes un anuncio publicitario de la Universidad, y de esa magnitud?), los correos electrónicos oficiales de la Universidad reciben todo el tiempo correos de grupos de estudiantes y de profesores que exhortan a la defensa del derecho a estudiar y a trabajar y rechazan las solicitudes de derogatoria de la reforma –en tanto los documentos de los representantes profesorales deben circular por cadena de direcciones… eso sin hablar de los comunicados oficiales. Y hay un factor común en ellos: la negativa a aceptar que exista una oposición pensante, organizada y con argumentos. Un solo ejemplo:
“La universidad dispone de mecanismos de participación amplios y suficientes y allí deben jugar el conocimiento y la democracia. Esto implica que no todos quedarán contentos con los resultados de los procesos, pero no justifica de ninguna manera que quienes pierden se sientan con derecho a paralizar la universidad. No tienen derecho legal, pero, sobre todo, no lo tienen en el ámbito de una ética del bien público.
Algunos de los opositores han dicho ante los medios flagrantes mentiras con más demagogia que argumentos, en tanto que el rector de la universidad se ha esforzado por invitar al diálogo y a la discusión serena. Incluso, ha pospuesto decisiones ya tomadas para no obstaculizar las conversaciones.”
Ya lo sabíamos: las directivas sí han consultado, la oposición no tiene argumentos, solamente intereses particulares. Se nos ha dicho de todo: profesores perezosos que no queremos trabajar, moncayistas nostálgicos opositores per se, que no sabemos leer, que atacamos sin documentarnos, que nos oponemos al bien común, y muchas otras cosas. Sin embargo, algunos de nosotros insistimos en que las décadas de ejercicio docente y algunos estudios que hemos hechos nos dan el respaldo suficiente para discutir los modelos educativos o –como es el caso presente- la ausencia de un modelo pedagógico en esta reforma y que a pesar de toda la información recibida seguimos pensando que la reforma tiene problemas graves y que las cosas no son tan sencillas. Aunque ya alguien lo señaló, insisto en invitar a consultar esta página: http://www.upinion.org/, uno de los lugares que recoge seriamente los aparentemente inexistentes argumentos de gran parte de la comunidad.
Claro, y aquí termino, no debemos olvidar que Francisco Cajiao –vinculado a la Secretaría de Educación del Distrito- representa con mucha coherencia un pensamiento que ya definió los rumbos de la educación básica, así como José Luís Villaveces, -exsecretario de educación del distrito, quien también publicó en el Tiempo un artículo que se publicó en esfera pública con argumentos muy parecidos a los de Cajiao-, y que ese pensamiento debe ser visto con mucho respeto. Pero también habría que preguntarle a los profesores de básica y media qué piensan de políticas como la ampliación de cobertura a cualquier costo, la promoción automática o la desaparición de la educación artística, definida cuando nuestra actual ministra de educación fue Secretaria de Educación del Distrito.
Miguel Huertas