“Todo se ha desvanecido. Al sentarme en el tren, me dije “Ahora voy a vivir entre la gente; quizá no sé nada, pero va a empezar para mí una nueva vida”. Me resolví a cumplir con mi deber firme y honradamente. Tal vez fuera pedírseme más. Quizá me tomen por un niño. ¡Pues, bueno! A lo mejor me toman también por un idiota, y verdad es que cuando estaba tan enfermo lo parecía. ¿Cómo voy a ser un idiota, cuando me doy cuenta de que la gente me cree un idiota? Cuando entro en un sitio donde hay gente, pienso: “Me miran como si fuera idiota; sin embargo soy inteligente y ellos no se dan cuenta.” El idiota, F. Dostoievski.
Lejos del enigma queda la sola estela de un lugar demasiado habitado y vuelto a ocupar. Un lugar destruido y pisoteado, a veces también dando lugar al espectáculo, la risa y la impostura. En fin, el lugar de un error. ¿Qué hacer con él?
Indudablemente es un derrochador de tiempo quien impunemente se dedica a rellenar libretas. En la época del ahorro del tiempo y los efectivos métodos de escritura y almacenaje electrónicos, éste, quién ha preferido llamarse a si mismo aborto (¿Del arte? ¿De lo humano? ¿De la Universidad? ¿De las instituciones?), dispone de tiempo y es esa disposición la que almacena en sus libretas, saturadas de notas y dibujitos y sellos. Como queriendo que el derroche sea una huella del tiempo malgastado en no hacer nada.
En el lugar, cosas que ni yo mismo alcanzo a precisar, porque no he visto con mis ojos como estaba dispuesto todo, pero me lo he podido imaginar a través de las descripciones disponibles y de una crítica reciente que me llamó la atención por su notoria contradicción al hablar de las libretas.
El crítico señalaba que quizá habían sido elaboradas rápidamente y esto me hizo pensar que insinuaba que incluso habían sido realizadas la noche anterior al evento, como esas tareas o ensayos colegiales que se elaboran a último momento pero quieren dar la impresión de algo más. El crítico afirmaba que las libretas habían sido fabricadas con rapidez. Casi en serie. Para la ocasión. Imaginé a alguien frenético llenando y llenando libretas. Lo que me parecía hasta cierto punto inverosímil. Yo suelo llenar pequeñas libretas con notas y quizá si alguien las viera dispuestas en una mesa podría pensar atrevidamente que fueron llenadas sin esfuerzo la noche anterior. Pero esto de las libretas. Del que llena libretas. Sin propósito. Porque sí. Sabe que cada nota corresponde a un momento, a un tiempo en que algo se leyó o se pensó. A un día en que nos levantamos y comenzamos a leer la novela dejada la víspera. Y de pronto aparece la idea, la ocurrencia, y vamos a nuestro cuaderno y la anotamos, y quizá, anotemos también otra cosa. Y nos dé por dibujar algo. Y el dibujo en cuestión nos regrese de nuevo a ese nada qué hacer en que nos ocupábamos. Hasta una nueva ocasión en que nos da por volver a anotar alguna cosa. Entonces la libreta se va llenando con el ritmo de su propia inercia. Sin método. Sin técnica alguna. Con el sólo propósito de llenar otra libreta.
El crítico pasaba por alto todo eso quizá porque nunca se haya dado a la afición de las libretas. Lo suyo es la crítica, tal vez hasta sea artista, o gestor, o también un profesor de artes motivado por la idea de llegar a ser un crítico.
Sin embargo, algo en las libretas despertó su sospecha o curiosidad. Lo sorprendía la meticulosa letra con que fueron escritas. Hasta el punto de considerar envidiable esa escritura, o para ser más preciso, esa caligrafía. Como yo suelo usar libretas pequeñas me esmero también por hacer una letra mas pareja y pequeña, pero por una manía de hacer algo de algún modo.
En la pantalla – una página de libreta – de las tantas exhibidas y que no he podido ojear en directo. Amplío la imagen y trato de rastrear eso que llamó la atención del crítico.
La letra en cuestión. Apretada. Diminuta. Envidiable. Y lo que el crítico llama taxativamente iluminaciones, para catalogar lo inútil. Para abarcar críticamente en el espacio de lo mensurable, su fortín, libretas iluminadas!
Veo al derrochador, al aborto, él mismo ha pedido que lo llamemos así, descolgando el afiche con su fotografía que me recuerda la indumentaria profesoril, saco y buzo y barba, y por supuesto, sonrisa. Afiche que comenzaba a desprenderse y que llamó también la atención del crítico como signo de la improvisación reinante de una muestra en la que realmente, así parece afirmar, no había nada qué mostrar.
Efectivamente el lugar era la constancia de algo que subrepticiamente se filtraba en el espacio delatando su impunidad, su estar fuera de lugar.
A todas luces, obsesionado con la figura del bufón. Un artista bufón. O un payaso. Un idiota.
Ahora lee con interés las palabras del crítico, lamenta dice, que el crítico no aprecie el arte de sus libretas y las confunda con artilugios de utilería conceptual. También las salas de exhibición parecen teatros donde queda la costumbre de rellenar los espacios vacíos.
A fin de cuentas en las libretas ha pasado todo su tiempo. El tiempo que ha podido robar al trabajo y a sus horas de descanso. A su pereza. Son en cierto sentido su vicio secreto. Y tal vez no debieron abandonar su anonimato de cosas inútiles.
El derrochador se ve forzado a declarar, en realidad, todo apuntaba a desmantelar al joven aprendiz de artista. Burlar esa impecabilidad con que se enlista en las filas del arte y se convierte en otro artista profesional.
Dice- quería desprofesionalizar…
Pero su voz es tan bajita.
Hace tiempo el crítico en cuestión cerró la puerta y se fue a otro lugar dejándolo solo. Dejando solo al hombre que habla solo y saca su libreta y toma un apunte.
Claudia Díaz
Enero 14 de 2013
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Pseudo Albarracín
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