Usted escribe un texto. Lo escribe porque lee y, como dice el español Vila Matas, con la lectura pasa lo mismo que con la pornografía: a uno también le dan ganas. Así que usted lee y le dan ganas de escribir. Lo que escribe tiene que ver con arte porque usted tiene experiencia en eso, la tiene porque estudió algo que tiene que ver con eso o porque ve arte en exposiciones, eventos, películas, música y libros, y como lee, escribe. Si usted hubiera estudiado odontología tal vez escribiría sobre dientes, sobre el blanco sobre blanco de los diferentes tipos de blanqueamiento, sobre la industria dental, sobre las asociaciones de dentistas, sobre los pacientes, sobre los tipos dolor y de cómo el dolor singulariza —no se puede compartir un dolor de muelas—, sobre el sonido de la fresadora y el diseño de sonrisa, pero no, como usted está en lo del arte entonces escribe sobre arte.
Y escribe para publicar, no para hacer anotaciones o hacer borradores que nunca van a tener un título y un punto final. Usted escribe un primer texto que tiene que ver con arte, lo escribe para publicar, lo escribe porque no lo puede evitar, alguien le pidió que escribiera, usted pensó que tenía algo que decir y aceptó, o lo escribió porque sí, porque cada vez que iba al baño en la mitad de la noche, las frases estaban ahí, escribiéndose, y de regreso a la cama se escribían comienzos y finales y esto no lo dejaba dormir, o usted pudo dormir pero solo luego de escribir una o dos frases en un papel o en el computador, y se fue a dormir en calma con la sensación de que algo tomó forma ahí, pero al día siguiente, usted, tan despierto como el sol, vio que solo apuntó una idea desechable, secundaría, algo que parecía lúcido en la noche pero es solo una idea banal, así que usted, por ahora, renuncia a escribir. Se toma un café y lee lo que tenga a la mano, la caja del cereal, la revista de una aerolínea, un clásico olvidado, un informe económico, una noticia de actualidad, o se distrae y oye una canción y, cuando menos lo piensa, de nuevo las ideas están ahí, instaladas en su cabeza y se comienzan a escribir, le toca ponerse en la tarea porque siente que tiene algo singular que decir y que solo le falta dedicarle un tiempo y trabajar en la forma de decirlo.
Usted, acostumbrado a no escribir, se adentra en la maratón de la escritura, y lo pone todo ahí, todas sus ideas, todo, y si tiene un límite de caracteres porque se trata de un encargo para un impreso, se pasa, le toca editar, renunciar a cosas, y una vez se publica, usted no queda contento, o nunca llega a un acuerdo con el que le hizo el encargo, o no lo publican, o usted lo publica en una página de internet, completo, sin edición, en un foro donde otros publican o en algún sitio que usted abrió, y nadie comenta, al impreso no llega ninguna carta o artículo con acuerdos y desacuerdos, y si lo publica en internet no hay comentarios, o si los hay, dan la impresión de no haber leído bien lo que usted dice, o si lo leen bien prefirieren hablar de usted, de sus intenciones, de su resentimiento, lo comparan con un eunuco —porque usted es un mero observador, no un actor—, y usted se defiende, no le basta con escribir su texto sino que participa en el foro, bien sea con un lenguaje cancilleresco de refutación o con el contraataque como estrategia defensiva, y el hilo de comentarios se extiende, y un tiempo después, cuando el asunto se enfría, lo que escribió parece más una justificación, un intento de justificación, un error. No importa, así son la cosas, la comunicación es un misterio, usted escribe y nadie lo lee, y si alguien lee, lee lo que quiere leer, como quien oye solo lo que quiere oír, y entiende algo diferente a lo que usted quiso decir, tratar de convencer es estéril, o también es que usted no logró decir lo que quiso decir, usted piensa que sí pero no fue así, queda exhausto y con una leve sensación de humillación, de ridículo público, ¿quién se cree?, ¿qué le da derecho a opinar sobre el trabajo de los otros? Usted no quiere que ese momento anticlimático se repita, usted deja de escribir.
Usted habla con personas, personas de arte, los alumnos en sus clases si usted es profesor, o amigos, artistas algunos, colegas si usted hace arte o pretende hacerlo, o personas que hablan de arte porque sí, por distracción, por diletancia, por afición, o hablan por pura procrastinación, para hacerle el quite al momento creativo, por evasión, y oye cómo todos son críticos cuando hablan, dicen lo que les gusta y lo que no, expresan, en esas conversaciones privadas, pequeñas, cerradas, el amor y el odio que sienten hacía algunas cosas, su duda, con convicción, algunos lo hacen bien, defienden en público a sus amigos pero no dudan en cantarles sus verdades en un uno a uno demoledor, o al contrario, atacan a sus amigos cuando no están presentes y cuando están con ellos son melosos en un uno a uno adulador. Usted ve cómo en esas conversaciones, a punta de rumores, se tejen pequeñas teorías conspiratorias para criticar las pequeñas conspiraciones de otros que no están en la reunión, ve cómo se habla con nombres propios, con el qué, cuándo y cómo del periodismo, solo que este es un periodismo casero, intimo, privado, de nicho, de feudo, de ocasión, de cónclave, usted ve cómo unas voces complementan otras, cómo hay consensos y disensos. Usted los oye y se oye hablar en esos diálogos críticos, desparpajados, en los que todos, al parecer, tiene su opinión y esperan su turno para expresarla, incluso sin oír a los demás, solo se impacientan por su turno en la fila para participar en ese ritual de la crítica, un concierto polifónico, un afán de comprender, aunque el arte no tenga sentido, las cosas tampoco lo tienen, son las personas las que le dan sentido al arte, a las cosas. Usted se pregunta por qué estás conversaciones, tan opinionadas, se quedan en el aire, por qué lo que se piensa en privado no se dice en público, no se comparte, se publica, es claro que los hechos son criticables, ahí está la crítica como posibilidad, como espacio contingente, el problema, al parecer, está en darle una voz, en público, en publicarla y firmarla, en asumir a nombre propio lo que simplemente está en el aire.
Usted escribe un texto, vuelve a escribir, de nuevo sus ideas y las de otros, las que usted oyó, las ajenas y las propias toman forma en su cabeza, arman líneas de texto, usted intenta esquivarlas, seguir con su vida, con su trabajo, con la amistad que tiene con algunas de las personas que hacen cosas criticables. Usted quisiera quedarse en la cómoda calidez del elogio, en un honesto entusiasmo, en los aciertos, o en una criticadera en abstracto y a un personaje lejano sin la menor incidencia en su deambular, evitar, con astuta discreción decirlo todo, hablar pero no criticar, pero criticar, para usted, es aceptar, es un acto de amor que intenta comprender algo en toda su extensión, no solo de manera parcial, no como un ejercicio temeroso de respaldo mutuo o de relaciones públicas, usted escribe para comprender, porque quiere comprender, y siente que todos lo hacen por esa misma razón, pero usted lo hace público, lo escribe, lo publica, por vanidad, claro está, para los otros, claro está, por una pretensión didáctica, para que otros también comprendan pero, ante todo, para poder seguir adelante con su vida, para poder dormir tranquilo así la vigilia se le complique por lo que publica. Usted sigue adelante, trata de ignorar las consecuencias, no se presta mucha atención a sí mismo, no se victimiza, no se erige como sufridor ni como apóstol condenado por esparcir a los cuatro vientos verdades no reveladas. Usted no es ningún mártir ni un profeta, no es el mesías que separara lo sano de lo enfermo, lo bueno de lo malo, ni apuntala un nuevo canon, no, usted solo escribe porque lee, no lo puede evitar, le tocaría dejar de pensar para dejar de armar esas frases solo por el placer de cerrar con una palabra que quería usar o con una idea que le produjo placer pensar, pero eso es imposible, la mente nunca para de pensar, las ideas causan placer, incluso físico.
Usted publica un texto y luego otro, bastan dos textos publicados para que digan que usted hace crítica de arte, que usted es un crítico de arte, a usted el término le parece grandilocuente, y además simplón, porque encasilla, es como si quisieran obligarlo a que ocupe ese lugar y abogue por la causa y graduarlo de abogado del arte, o de la crítica de arte, y que usted diga, con cara compungida, que vivimos tiempos difíciles para la crítica de arte y darse así una importancia gremial o generacional para plantear la necesidad de la crítica de arte, pero usted sabe que la crítica no tiene un lugar o disciplina, usted es profundamente superficial, usted lee la filosofía como si fuera literatura y la literatura como si fuera filosofía, a usted le interesan más las historias que la Historia del Arte, antes que ser un crítico de arte, o académico o funcionario en una institución, usted quiere o pretende ser un escritor, un lector que lee para escribir, su compromiso no es con la academia o con su institución, así su filiación académica o institucional sean las que propician el espacio para que tengan lugar sus actos de lenguaje, su material son las palabras, y en el acto de escribir está implícita la crítica, usted sabe que no hay palabras neutras, que toda forma de escritura es una toma de posición, incluso desde su posición usted usa la crítica para ampliar el espacio de su posición, para no ser un administrador de la rutina o un funcionario de la repetición, para —empleado o desempleado— poder acceder a ese espacio inevitable, abierto, inagotable.
Usted sabe que la crítica de arte siempre está naciendo y agonizando, usted lo vive día a día en sus devaneos. Usted sabe que la crítica se puede historizar, que tiene sus actores, muertos, vivos y muertos en vida, usted lee sobre eso, se interesa, se aficiona, no sabe dónde va a encontrar una frase o una idea que le sirva a su escritura, y usted escribe porque lee, porque cada vez que quiere dejar de escribir oye y lee a otros y en vez de esperar, impaciente, su turno en una conversación, escribe. Usted escribe porque el juego del lenguaje es infinito, porque es un juego y usted juega en serio, como juegan los niños, sin dejar que el juego se vuelva solemne, o un mero encargo, o una obligación, o un trabajo, porque aunque siempre le cueste trabajo escribir usted tiene claro que escribir no es un trabajo.
Usted escribe y sigue escribiendo porque no tiene un estilo para escribir, tiene muchos estilos, tantos que usted deja que primero los hechos se escriban sobre usted, y que encuentren, entre el berenjenal de su cabeza, el sendero propicio para su escritura, impredecible siempre, en unos casos burlón y ligero, en otros analítico y extensivo, la única regla para escribir es que no hay reglas, o que si las hay, hay que olvidarse de ellas, usted lee la imagen a la luz de diferentes fuentes de iluminación, desde el comunicado de prensa hasta el precio a la venta, desde lo que dijo el artista en una entrevista hasta lo que no quiso decir, usted no desecha nada, usted quiere comprender. Usted se ensaya en el ensayo sin nunca saber bien qué hace un ensayista, cada vez que firma es usted mismo pero a la vez es otro, es muchos, porque escribir es la oportunidad de ser otro, y ese editor secreto que le ayuda a editar sus textos es usted mismo, así sea usted u otra persona, y la crítica que a usted le hacen es solo una extensión del mismo ejercicio de escritura, porque si usted fuera los otros se criticaría de igual manera, pues uno vive en guerra consigo mismo y con el mundo, y nadamos contra la corriente, como el salmón, bajo la promesa de un contagio constante de rejuvecimiento.
Usted escribe porque va a una exposición de arte y cree que nadie va a escribir sobre lo que está ahí, o lo que esta escrito es predecible, un ejercicio verbal más más cercano a las relaciones públicas que a un ejercicio amplio de interpretación. Usted siente que la misma libertad que tuvo el artista para hacer esa exposición es la misma libertad que usted tiene para escribir.
Usted va a una la exposición y alguien a la salida le pregunta por su opinión, usted responde que todavía no sabe qué piensa y que solo va a saberlo cuando escriba. Usted escribe un texto, lo publica. La vida sigue, es parte de la eterna conversación.
2 comentarios
Ay, ¡Si yo fuera escritor!
La confesión, un género literario.
«Yo leo, yo escribo sobre arte»
Lucas Ospina
Escribo un texto. Lo escribo porque leo y, como dice el español Vila Matas, con la lectura pasa lo mismo que con la pornografía: a uno también le dan ganas. Así que leo y me dan ganas de escribir. Lo que escribo tiene que ver con arte porque tengo experiencia en eso, la tengo porque desde que nací estoy metido en ese mundo, porque veo arte en exposiciones, eventos, películas, música y libros, y como leo, escribo. Si hubiera estudiado odontología tal vez escribiría sobre dientes, sobre el blanco sobre blanco de los diferentes tipos de blanqueamiento, sobre la industria dental, sobre las asociaciones de dentistas, sobre los pacientes, sobre los tipos dolor y de cómo el dolor singulariza —no se puede compartir un dolor de muelas—, sobre el sonido de la fresadora y el diseño de sonrisa, pero no, como estoy en lo del arte entonces escribo sobre arte.
Y escribo para publicar, no para hacer anotaciones o hacer borradores que nunca van a tener un título y un punto final. Escribo un primer texto que tiene que ver con arte, lo escribo para para una revista, o lo escribo porque no lo puedo evitar, o porque alguien me pidió que escribiera y pensé que tenía algo que decir y acepté. O lo escribo porque sí, porque cada vez que iba al baño en la mitad de la noche, las frases están ahí, escribiéndose, y de regreso a la cama se escriben comienzos y finales y no me dejan dormir. O me puedo dormir pero solo luego de escribir una o dos frases en un papel o en el computador, y me voy a dormir en calma con la sensación de que algo ha tomado forma ahí. Pero al día siguiente, tan despierto como el sol, veo que solo había apuntado una idea desechable, secundaría, algo que parecía lúcido en la noche pero era solo una idea banal, así que, por ahora, renuncio a escribir. Me tomo un café y leo lo que tengo a la mano, la caja del cereal, la revista de una aerolínea, un clásico olvidado, un informe económico, una noticia de actualidad, o me distraigo y oigo una canción y, cuando menos lo pienso, de nuevo las ideas están ahí, instaladas en mi cabeza y se comienzan a escribir, me toca ponerme en la tarea porque siento que tengo algo singular que decir y que solo me falta dedicarle un tiempo y trabajar en la forma de decirlo.
Acostumbrado a no escribir, me adentro en la maratón de la escritura, y lo pongo todo ahí, todas mis ideas, todo, y si tengo un límite de caracteres porque se trata de un encargo para un impreso, me paso, me toca editar, renunciar a cosas, y una vez se publica, no quedo contento, o nunca llego a un acuerdo con el que me hizo el encargo, o no lo publican, o lo publico en una página de internet, completo, sin edición, en un foro donde otros publican o en algún sitio que abrí alguna vez, y nadie comenta. A la revista no llega ninguna carta o artículo con acuerdos y desacuerdos, y si lo publico en internet no hay comentarios, o si los hay, dan la impresión de no haber leído bien lo que digo, o si lo leen bien prefirieren hablar de mí, de mis intenciones, de mi resentimiento, me comparan con un eunuco —porque soy es un mero observador, no un actor—, y yo me defiendo, no me basta con escribir el texto sino que participo en el foro, bien sea con un lenguaje cancilleresco de refutación o con el contraataque como estrategia defensiva, y el hilo de comentarios se extiende, y un tiempo después, cuando el asunto se enfría, lo que escribí parece más una justificación, un intento de justificación, un error. No importa, así son la cosas, la comunicación es un misterio, yo escribo y nadie me lee, y si alguien lee, lee lo que quiere leer, como quien oye solo lo que quiere oír, y entiende algo diferente a lo que quise decir. Tratar de convencer es estéril, o también puede ser que no logré decir lo que quise decir, pienso que sí pero no fue así, quedo exhausto y con una leve sensación de humillación, de ridículo público, ¿quién me creo?, ¿qué me da derecho a opinar sobre el trabajo de los otros? No quiero que ese momento anticlimático se repita, dejo de escribir.
Hablo con otras personas, personas de arte, los alumnos en mis clases, mis amigos, artistas algunos, colegas, o personas que hablan de arte porque sí, por distracción, por diletancia, por afición, o hablan por pura procrastinación, para hacerle el quite al momento creativo, por evasión, y oigo cómo todos son críticos cuando hablan, dicen lo que les gusta y lo que no, expresan, en esas conversaciones privadas, pequeñas, cerradas, el amor y el odio que sienten hacía algunas cosas, su duda, con convicción, algunos lo hacen bien, defienden en público a sus amigos pero no dudan en cantarles sus verdades en un uno a uno demoledor, o al contrario, atacan a sus amigos cuando no están presentes y cuando están con ellos son melosos en un uno a uno adulador. Veo cómo en esas conversaciones, a punta de rumores, se tejen pequeñas teorías conspiratorias para criticar las pequeñas conspiraciones de otros que no están en la reunión, veo cómo se habla con nombres propios, con el qué, cuándo y cómo del periodismo, solo que este es un periodismo casero, intimo, privado, de nicho, de feudo, de ocasión, de cónclave, veo cómo unas voces complementan otras, cómo hay consensos y disensos. Los oigo y me oigo hablar en esos diálogos críticos, desparpajados, en los que todos, al parecer, tienen su opinión y esperan su turno para expresarla, incluso sin oír a los demás, solo se impacientan por su turno en la fila para participar en ese ritual de la crítica, un concierto polifónico, un afán de comprender, aunque el arte no tenga sentido, las cosas tampoco lo tienen, son las personas las que le dan sentido al arte, a las cosas. Me pregunto por qué estás conversaciones, tan opinionadas, se quedan en el aire, por qué lo que se piensa en privado no se dice en público, no se comparte, se publica, es claro que los hechos son criticables, ahí está la crítica como posibilidad, como espacio contingente, el problema, al parecer, está en darle una voz, en público, en publicarla y firmarla, en asumir a nombre propio lo que simplemente está en el aire.
Escribo un texto, y lo vuelvo a escribir, de nuevo mis ideas y las de otros, las que oí, las ajenas y las propias toman forma en mi cabeza, arman líneas de texto, intento esquivarlas, seguir con mi vida, con mi trabajo, con la amistad que tengo con algunas de las personas que hacen cosas criticables. Quisiera quedarme en la cómoda calidez del elogio, en un honesto entusiasmo, en los aciertos, o en una criticadera en abstracto y a un personaje lejano sin la menor incidencia en su deambular, evitar, con astuta discreción decirlo todo, hablar pero no criticar, pero criticar, para mí, es aceptar, es un acto de amor que intenta comprender algo en toda su extensión, no solo de manera parcial, no como un ejercicio temeroso de respaldo mutuo o de relaciones públicas. Escribo para comprender, porque quiero comprender, y siento que todos lo hacen por esa misma razón, pero lo hago público, lo escribo, lo publico, por vanidad, claro está, para los otros, claro está, por una pretensión didáctica, para que otros también comprendan pero, ante todo, para poder seguir adelante con mi vida, para poder dormir tranquilo así la vigilia se le complique por lo que publica. Sigo adelante, trato de ignorar las consecuencias, no me presto mucha atención, no me victimizo, no me erijo como sufridor ni como apóstol condenado por esparcir a los cuatro vientos verdades no reveladas. No soy ningún mártir ni un profeta, no soy el mesías que separa lo sano de lo enfermo, lo bueno de lo malo, ni apuntalo un nuevo canon, no, yo solo escribo porque leo, no lo puedo evitar, me tocaría dejar de pensar para dejar de armar esas frases solo por el placer de cerrar con una palabra que quería usar o con una idea que me produjo placer pensar, pero eso es imposible, la mente nunca para de pensar, las ideas causan placer, incluso físico.
Publico un texto y luego otro, bastan dos textos publicados para que digan que hago crítica de arte, que soy crítico de arte, a mi el término me parece grandilocuente, y además simplón, porque encasilla, es como si quisieran obligarme a que ocupe ese lugar y abogue por la causa y graduarme de abogado del arte, o de crítico de arte, y que diga, con cara compungida, que vivimos tiempos difíciles para la crítica de arte y dar así una importancia gremial o generacional para plantear la necesidad de la crítica de arte. Pero yo sé que la crítica no tiene un lugar o disciplina, yo soy profundamente superficial, leo la filosofía como si fuera literatura y la literatura como si fuera filosofía, me interesan más las historias que la Historia del Arte, antes que ser un crítico de arte, o académico o funcionario en una institución, quiero o pretendo ser un escritor —un lector que lee para escribir—, mi compromiso no es con la academia o con mi institución, así mi filiación académica o institucional sea la que propicia el espacio para que tengan lugar mis actos de lenguaje o que mis actos de lenguaje puedan incidir de forma negativa sobre mi avance en el escalafón o permanencia en la institución, donde la política parece ser un “calladita te ves más bonita”, como le decían las abuelas a sus nietas con el ánimo de casarlas bien. Mi matrimonio no es con eso, con lo institucional, es con las palabras, y en el acto de escribir está implícita la crítica, sé que no hay palabras neutras, que toda forma de escritura es una toma de posición, incluso desde mi posición uso la crítica para ampliar el espacio de mi posición, para no ser un administrador de la rutina o un funcionario de la repetición, para —empleado o desempleado— poder acceder a ese espacio inevitable, abierto, inagotable.
Sé que la crítica de arte siempre está naciendo y agonizando, lo vivo día a día en mis devaneos. Sé que la crítica se puede historizar, que tiene sus actores, muertos, vivos y muertos en vida, leo sobre eso, me intereso, me aficiono, no sé dónde voy a encontrar una frase o una idea que sirva a mi escritura, y escribo porque leo, porque cada vez que quiero dejar de escribir oigo y leo a otros y en vez de esperar, impaciente, mi turno en una conversación, escribo. Escribo porque el juego del lenguaje es infinito, porque es un juego y yo juego en serio, como juegan los niños, sin dejar que el juego se vuelva solemne, o un mero encargo, o una obligación, o un trabajo, porque aunque siempre me cueste trabajo escribir tengo claro que escribir no es un trabajo.
Escribo y sigo escribiendo porque no tengo un estilo para escribir, tengo muchos estilos, tantos que dejo que primero los hechos se escriban sobre mí, y que encuentren, entre el berenjenal de mi cabeza, el sendero propicio para mi escritura, impredecible siempre, en unos casos burlón y ligero, en otros analítico y extensivo, la única regla para escribir es que no hay reglas, o que si las hay, hay que olvidarse de ellas. Leo la imagen a la luz de diferentes fuentes de iluminación, desde el comunicado de prensa hasta el precio a la venta, desde lo que dijo el artista en una entrevista hasta lo que no quiso decir, no desecho nada, yo quiero comprender. Ensayo en el ensayo sin nunca saber bien qué hace un ensayista, cada vez que firmo soy yo mismo pero a la vez soy otro, soy muchos, porque escribir es la oportunidad de ser otro, y ese editor secreto que me ayuda a editar mis textos soy yo mismo, así sea yo u otra persona, y la crítica que me hacen es solo una extensión del mismo ejercicio de escritura, porque si fuera los otros me criticaría de igual manera, pues uno vive en guerra consigo mismo y con el mundo, y nadamos contra la corriente, como el salmón, bajo la promesa de un contagio constante de rejuvecimiento.
Escribo porque voy a una exposición de arte y creo que nadie va a escribir sobre lo que está ahí, o lo que está escrito es predecible, un ejercicio verbal más más cercano a las relaciones públicas que a un ejercicio amplio de interpretación. Siento que la misma libertad que tuvo el artista para hacer esa exposición es la misma libertad que tengo para escribir.
Voy a una la exposición y alguien a la salida me pregunta por mi opinión, y respondo que todavía no sabe qué pienso y que solo voy a saberlo cuando escriba. Escribo un texto, lo publico. La vida sigue, es parte de la eterna conversación.