Salí del apartamento en donde vivo con rumbo al Museo del Banco de la República de Bogotá, para ver la exposición de Graciela Sacco. El día estaba soleado, al menos por un breve momento, pues no tardaron las nubes en difuminar la luz. Pronto el día se tornó gris y una ligera lluvia empezó a caer. Esto no detuvo la agitada y bulliciosa vida de la carrera séptima de domingo, lugar por donde me encontraba caminando. Algunos vendedores taparon su mercancía con plástico grueso que aún dejaba entrever los productos que promocionaban con gritos o grabaciones. Bufandas, películas, peluches, relojes de pared hechos con acetatos y libros estaban regados por el asfalto. Los sonidos y olores cambiaban a medida que daba cada paso. Un grupo de Heavy Metal dejaba atrás a unos bailarines de salsa, para ser sucedido por la grabación de un vendedor de mango, para ser opacado luego por otra que exaltaba: “¡Chocolates americanos a mil!”. El olor de arepas calientes se mezclaba con el olor de fritanga, hamburguesas y perros calientes. El camino era un delirio furioso, había exaltación que en cada paso reafirmaba que la calle tiene carácter y que está viva gracias a los usos que se le dan, usos que reflejan un contexto donde se sobrevive a punta de rebusque. El camino era laberíntico a pesar de que era recto, puesto que algunas personas se aglomeraban para ver un acto callejero (ya fuera un hábil bailarín de break dance girando sobre su cabeza o un grupo de jugadores de ajedrez enfocados en su juego, muy a pesar de la algarabía). Los sonidos iban cambiando a media que me acercaba al Museo y dejaba atrás el paso peatonal. Las grabaciones que exclamaban la venta de distintos productos por una módica suma se tornaron en los ruidos de motores. Pequeños buses aceleraban en angostas calles en busca de pasajeros, y pitaban si alguno se atrevía a cruzar la calle y entrometerse en su camino. Cuando llegué al Museo el sonido se aplacó.
Atravesé un pequeño patio en donde parejas se abrazaban y posaban para tomarse fotografías. Seguí caminando y llegué finalmente al lugar de exposición. Abrí la puerta y la cerré tras entrar (tal como era pedido con una brevísima instrucción). Lo primero que vi fueron unos pedazos de madera rústica colgados sobre la pared, que ocultaban unas pequeñas pantallas brillantes que mostraban unos ojos. Mientras veía esto empecé a oír un ruido gutural y grotesco, que parecía no pertenecer a un espacio expositivo. Parecía que alguien estaba engullendo vorazmente, una y otra vez. Lo visual quedó opacado por lo sonoro, y quise buscar la fuente de quien masticaba con la boca abierta. El origen era un video de la serie Bocanada, que mostraba una secuencia de una boca que se masticaba a sí misma repetidamente, devorándose tras cada movimiento de quijada.
Fragmentos del cuento La Carne de Virgilio Piñera acompañaba el canibalismo insaciable. En este texto se narra la historia de los habitantes de un pueblo que se mutilan a sí mismos para alimentarse con su propia carne. Tras alejarme unos pasos empecé a oír otro sonido, esta vez de una metralleta. La repetición del sonido gutural se fue mezclando poco a poco con la insistencia de la ráfaga de balas. Éste último sonido se originaba en un angosto espacio oscuro, cubierto por maderas rústicas que dejaban entrever un fondo negro. Siluetas blancas de balas se dibujaban sobre el fondo oscuro tras cada chasquido del disparo (representando así su paso) hasta que toda la pantalla quedaba blanca. Por un brevísimo momento la pantalla permanecía iluminada, hasta que nuevos disparos generaban siluetas negras. La pantalla pasaba así a tener fondo negro poco a poco, pero sólo por un instante pues nuevamente empezaban los disparos que pintaba la proyección de blanco. Estas dos obras se percibían primero por el oído, debido a que generaban un quiebre sonoro con el silencio que puede ser usual en espacios expositivos. Ambos videos apelaban a la insistencia, a un acto que se ejecutaba repetidamente de manera circular: La boca se devoraba una y otra vez, y la metralleta disparaba sobre sus propias balas una y otra vez.
Continué mi recorrido por las distintas salas y vi obras que apelaban más a lo visual. Imágenes de manifestaciones, donde alguien se encuentra en el momento exacto de tomar impulso para lanzar algún objeto, estaban impresas sobre fragmentos verticales de madera (que a su vez estaban apoyados sobre la pared). Luego, en un cuarto más oscuro, se encontraban imágenes similares, pero esta vez estaban impresas sobre fragmentos de acrílico transparente que colgaban del techo. Una luz ampliaba la imagen y la proyectaba sobre la pared. No era una proyección uniforme, pues el ángulo de los fragmentos hacía que se deformara ligeramente. Estas imágenes, que denotan una tensión social, se convertían en un ejercicio sobre lo material y lo inmaterial. Las imágenes impresas sobre madera eran más rígidas en este sentido, pues se encontraban sobre una superficie sólida que cubre, mientras que las segundas eran más maleables (el resultado puede cambiar debido a la posición de la fuente de luz o del acrílico mismo). Las imágenes usadas en estas obras congelaban una situación que no es contemplada con detenimiento en su ejecución. En un momento así no habrá quien se detenga a apreciar la forma en que un objeto es lanzado. Es un momento que obliga a la distancia y genera alejamiento. Sin embargo, Sacco escoge este momento para observarlo a través de distintos medios.
En otra sala, ya en otro piso, se encontraba la definición del término “Tensión Admisible”, que se refiere al calculo hecho por los ingenieros para determinar la “resistencia de los materiales entre sí a la hora de realizar una construcción. ¿Cuánto puede soportar una estructura antes de derrumbarse?”. La artista representa dicha tensión en su obra, y se sirve de metáforas para aludir a ella. ¿Hasta cuándo una boca se puede devorar a sí misma? ¿Hasta cuando una metralleta puede disparar sobre sus propias balas? ¿Hasta cuando pueden resistir estas acciones antes de desfallecer? Dice Sacco que al conocer esa formulación no pudo dejar de relacionarla con el conjunto social y las relaciones humanas, y que la veía todos y cada uno de los rincones de la cotidianidad. La exposición de Sacco me hizo pensar constantemente en mi recorrido previo al Museo. Las obras no generaban resonancia en mi únicamente a partir de las metáforas que empleaba la artista, sino a partir de la experiencia previa que tuve antes del ingreso al espacio de exposición. Pude establecer relaciones entre mi recorrido y lo que veía. Los videos (que apelaban a la insistencia del acto de engullir y disparar con un fuerte componente de sonido) me acordaban de las grabaciones insistentes de los chocolates americanos a mil, que parecía nunca acabar, y de las bandas musicales que tocan día tras día las mismas canciones, o de los bailarines que rebuscan con los mismo pasos.
El sol había regresado cuando salí de la exposición. Decidí tomar el mismo recorrido de vuelta, volví a ver los buses que desafían al peatón, vi los mismos bailarines de break dance y el grupo de jugadores de ajedrez, olí las arepas, la fritanga, las hamburguesas y los perros calientes, oí las grabaciones de los chocolates americanos a mil y la de los mangos, oí las mismas bandas al pasar, y vi las bufandas, las películas, los peluches, los relojes de pared hechos con acetatos y los libros sobre el asfalto (pero esa vez sin plástico protector). Llegué al apartamento y el sonido se aplacó. Abrí la ventana y el ruido de la ciudad volvió a entrar, y ahí empecé a escribir este texto.
Andrés Pardo