Dentro del marco del MDE15, fui invitado a hacer una residencia en Taller 7, como curador del Museo La Tertulia, pensando en que tuviera una primera introducción a la escena artística local en Medellín. Se plantearon citas con distintos grupos de artistas en las que a partir de una revisión en grupo de sus portafolios, se llevara a cabo una conversación sobre las distintas temáticas comunes. A la vez se planteó un encuentro con los otros curadores invitados, para pensar la puesta en público de las investigaciones de cada uno. El ideal habría sido poder estar todo el mes en Medellín, pero por las obligaciones con el Museo, se redujo a tres visitas, enmarcadas en dos momentos cruciales de la historia de Medellín como escenario del arte: la apertura del nuevo edificio del MAMM y la inauguración del MDE. La visita intermedia, de carácter casi místico, tuvo lugar durante el eclipse total de luna, y tuvo dos momentos, una cena llena de humo, baile y ruido, y una noche en la montaña, de silencio, historias y caminata: dos eventos de hospitalidad.
Las reuniones con artistas se dividieron en cuatro grupos. Un primer grupo de artistas de carrera intermedia, con interés en una aproximación diferente a la investigación en la historia de la ciudad. En la conversación, encontramos pronto cómo los tres compartían una forma muy particular de semiótica, de lectura de los signos, y de puesta en escena de imágenes (donde se mezclan los medios y los formatos, los espacios y las superficies). Cada uno con estrategias muy singulares de hacer hablar a la historia, de relacionarse con las calles y las personas. Esa primera conversación marcaría las demás conversaciones y guiaría mi mirada.
Me reuní también con un grupo de artistas de interés más pictórico. Allí el esquema de conversación de ver imágenes en el computador, y de conversación en grupo resultó menos eficiente. Las pinturas eran muy difíciles de ver en la pantalla, y en realidad eran pocos los temas comunes. Quizás el único era las correlaciones entre su tenaz dedicación a la pintura, y los trabajos tan distintos que tenía que realizar cada ganar un sueldo, donde de todos modos se podían ver sutiles relaciones con su principal interés artístico. Pero para una real aproximación a su trabajo sería necesario hacer visitas de estudio.
Visité Por estos días, un espacio independiente donde tienen estudio distintos artistas jóvenes. Su proyecto común es una propuesta que con su frescura renueva la escena nacional de este tipo de lugares, donde se destacan sus proyectos de comidas comunales, que son una muestra de su forma a la vez dulce e inteligente de plantear formas de hospitalidad, y sus proyectos editoriales (en particular La Faltante) dejan ver los modos actuales en que los grupos son capaces de superar la individualidad con gran naturalidad. Pude conversar también con cada uno, para ver cómo si bien todos tienen líneas muy diferentes de trabajo, pero comparten una actitud de cuidado y generosidad.
Por último, me reuní con el grupo de residentes en Taller 7, que me permitió dar una primera percepción a la dinámica del espacio. Un grupo de residentes muy heterogéneos, pero cuyas investigaciones convergieron en una muestra interesante de distintas aproximaciones a una ciudad nueva. Fue notorio el interés por recorrer las calles y hacer un trabajo a partir de los encuentros. Se sintió de manera muy fuerte la buena relación entre los distintos residentes y la manera de apoyarse unos a otros en sus proyectos. La muestra final fue muy sencilla, pero se evidenció muy bien que la experiencia había sido honda, y el espacio muy propicio para el desarrollo de sus proyectos personales (y las vidas de cada uno).
Por la noche, fue la presentación de los trabajos y festín. El primer festín en Taller 7. Una de las artistas, Paula Niño, sembró en el patio de atrás un guanábano, evocando el famoso Guanábano del centro de Medellín, y la peregrinación constante de la fiesta entre el Guanábano y Taller 7.
Entre una y otra conversación “laboral” cafés, desayunos, comidas o cervezas con los miembros de Taller 7, en donde a pequeños mordiscos pude ir acercándome a la historia y las dinámicas del espacio. Fueron días muy duros para Adriana (Pineda). Mauricio (Carmona) apenas llegó el último fin de semana y le tocó echarse al hombro días muy intensos. Julián (Urrego) hace maromas para ser siempre el mismo y hacer tantas y tantas cosas y cuidar de todos. Los tres mosqueteros de una aventura que está por escribirse.
El viaje siguiente, en la conversación con los otros curadores, Wallace Masuko y Eva Bañuelos, compartimos la sensación de una gran vitalidad del momento artístico más allá del marco institucional en Medellín, y del rol que juega Taller 7 como punto de encuentro y de intercambio. Con Wallace comenzamos para buscar puntos comunes en nuestros proyectos. Yo había quedado muy impresionado en mi reunión con el primer grupo, en particular con Sebastián Restrepo y David Escobar, con la sensación de que compartíamos una forma particular de enfrentarnos a los eventos y los hallazgos, una actitud quizás sobre-interpretativa, incluso paranoica. La idea de ver siempre algo más en lo que se ve, de no ver las cosas con la lectura que asumimos como normal, sino como si nos hablaran: algo que llamé “viendo señales”.
Y justo “señales” es el nombre que unificaba para Adolfo Bernal sus trabajos, trabajos que venían obsesionando a Wallace desde hace tiempo, y a los que pensaba dedicar su residencia en Medellín. Así, que ese día de encuentro con Wallace nos dedicamos a compartir las señales, esa serie de puntos en las biografías de cada uno que nos unían: en particular, aquello que estaba marcado por el signo del “diablo”. Yo había hecho hace poco una exposición con ese personaje en el nombre (evocando más que nada su ausencia) y Wallace llevaba ya años evocando (e invocando) su presencia. Y es más, el título de la exposición que curé “el diablo probablemente” era robado de una película de Bresson, que Wallace lleva un tiempo trabajando con miras a realizar una intervención en las calles de París donde fue filmada.
Con Wallace y Eva les preparamos una comida a algunos de nuestros anfitriones. Wallace hizo el menú e insistimos en cocinar al fuego. Armamos tremendo humero que puso nervioso al anfitrión, así que bajamos el fogón al patio del fondo. Recuerdo sobre todo el viaje de los tres a comprar los ingredientes. Y en ese viaje la compra de las flores que marcarían la celebración.
La noche siguiente, la “señal” era el eclipse de luna, evento único en años, y que subimos a ver a la montaña a la casa de los de Plathoedro (gente de una hospitalidad y una generosidad sin límites, cuyo trabajo tengo pendiente conocer). En una caminata Wallace comenzó a trasmitirme esa manera tan particular suya de leer, escuchar, oler, y en general, fundirse con el mundo. Tengo pocas claves, pero allí pude ver cómo su obsesión con el diablo, con Duchamp, Bresson, y en particular con Bernal, nos habla de una manera única de relacionarse con el arte, con una comunicación con otros de manera muy particular. Wallace consigue de alguna manera ser un medium. Y uno puede ver cómo piensa con los poros.
A partir de allí, desde Cali, mi conversación con Sebastián Restrepo y David Escobar tuvo lugar por correo electrónico y los tres nos sorprendimos de los puntos en común. Los correos que nos enviamos parecían cartas de las de antiguo, y las historias personales, los proyectos y las referencias de lecturas se cruzaban de manera natural. Un mismo interés por la semiótica, vista sobre todo como una mirada de investigador policiaco ante una realidad que no deja entenderse y siempre nos reta con la maldad que exhibe impúdicamente.
Y el Crimen de la Aguacatala, mítico crimen de la ciudad de Medellín que tuvo lugar en el siglo XIX, resultó un punto común del trabajo de los dos artistas de Medellín, que me permitió adentrarme en sus maneras “criminalísticas” de adentrarse en la historia y todas las redes de conexión (esos rizomas deleuzianos) que cada uno sabe crear a partir de su erudición, su paranoia y su habilidad poética y plástica. Sebastián y David, dos investigadores únicos, que como los detectives salvajes de Bolaño, saben leer las señales y armar sus propios textos cargados de lucidez y de locura.
Para la presentación en Taller 7 el fin de semana de la inauguración del MDE, armé una versión impresa en pares papeles semitrasparantes de fragmentos de nuestra conversación que dialogaran de manera natural con la puesta en escena del archivo de Bernal que estaba montando Wallace. Una suerte de teoría semiótica confusa que diera pistas a quien las quisiera encontrar para apropiarse de otra forma de esas señales de Bernal que Wallace estaba disponiendo de manera tan completa y generosa.
Plantear toda la situación como una “escena del crimen” e invitar a los visitantes a leer las pistas, a dejarse creer que el diablo recorría los corredores. Porque en realidad el diablo estaba allí. Wallace estaba poseído. Más que una exposición lo que había montado era un ritual. Estaba invocando a Bernal, que veíamos proyectado enorme una y otra vez repitiéndonos como entre “rana” y “jinete”, justo en la mitad de esas dos palabras, allí estaba la imagen. ¿Cuál imagen? El fantasma.
De nuevo el festín. El festín loco, dionisiaco. Wallace tan efusivo y tan parco, conduce la fiesta y a la vez se esconde. Habla y habla pero no habla con nadie. Y se dedica a preparar caipirinhas para emborrachar a todo el personal. Le pinta una señal en la frente a cada visitante. Hace un logo para la exposición a partir de la A y la B de Adolfo Bernal y diseña las guirnaldas a partir del logo y hace un grafiti sobre la pared del patio:
NERVO
CHICOTE
Marcando el espacio y dejando huella (Taller 7 está lleno de huellas de eventos del pasado). En la tipografía de Bernal. ¿Es una señal de Bernal o de Masuko? ¿Poseyó el primero al segundo? ¿El segundo se apoderó del primero? Como se perdieron los límites ya no podremos saberlo. Una curaduría como pocas, en la que el arte del artista en lugar de quedar congelado, envitrinado, en realidad es “animado”.
Wallace, gracias al juicioso y generoso trabajo de Melissa Aguilar que viene estudiando desde hace tiempo el archivo de Bernal, pudo disponer en toda la casa de Taller 7 buena parte de su material de trabajo que muy pocos han visto. En sus hojas de cuadernos podemos asomarnos a la combinatoria de su creatividad. Los pares de palabras públicos, los afiches conocidos, son el resultado de un depuramiento meticuloso de una búsqueda manuscrita. Y todo se dispone para que en los días siguientes los visitantes intervengan el archivo, lo copien, lo multipliquen.
Pero esa noche, más que nada, somos testigos de la obsesión, de la obsesión de Masuko por Bernal, y de Bernal por ese más allá al que se aproximaba a partir de su más acá: de Medellín, sus calles y sus montañas, de las palabras y el milagro que sucede al combinarlas. Las palabras que pegaría por las calles. Los ritos que llevaría a las montañas. MEDELLÍN es el texto de su cartel. El lugar donde en la loma inscribe en la cancha de fútbol la flecha. Y desde donde invoca el cometa con el fuego, y llama a un nuevo tiempo con la música del amanecer.
La fiesta en Taller 7 tenía que llegar al amanecer y los visitantes hicieron parte hasta el fondo del ritual sin darse del todo cuenta qué estaba sucediendo, pero participando con todo su cuerpo.
Yo he de confesar que no llegué al amanecer, después de bailar y tomar con todos, a las 4 de la mañana, me encerré en mi cuarto a intentar dormir. En el corazón del festín y del ruidajo.
De las horas que siguieron, no olvidaré la conversación matutina de aquella chica que raspó la fiesta hasta ya bien alto el sol y el artista peruano que residiendo en la casa se había ido a dormir mucho más temprano y buscaba desayuno. Ella quería más y más fiesta, más y más música. Y él, que quería un poco de paz, tan inteligente y tan hábil con las palabras, supo calmarla. Supo hacer una conversación donde parecía imposible.
Y él le decía: “Bien está lo que bien acaba”
Y ella respondía: “¡Pero nada acaba!”
Al salir ya me encontraría sólo con los restos del festín. Y con el artista peruano, Juan Javier Salazar, como testigo sabio de toda la situación.
Porque habíamos sido testigos de un momento mítico. Algo que sólo podía suceder en un lugar como Taller 7. Un lugar donde en realidad no se puede separar el arte de la conversación y de la fiesta, del anochecer y del amanecer, de los papeles y las paredes, de las calles y los interiores, de lo que pasa adentro y lo que pasa afuera, de los cuartos y las salas de exhibición, de los montajistas y los artistas, de los artistas y los amigos, los curadores y los artistas, los artistas y los poetas, los dibujantes y los visitantes. Casi todos borrachos, casi todos eufóricos y exhaustos. Casi todos contentos.
En ese domingo, el día siguiente del ritual, el tiempo había quedado trastocado. Pero ese domingo, de todos modos, de nuevo Julián llevaría a los nuevos visitantes a estar un rato con la Dani. Ese domingo tampoco iría yo a donde la Dani. Porque tenía algo más que hacer.
Eso que no me había dejado estar todo el mes allí, eso que no me había permitido en realidad estar ahí, hacer parte. Toda esa vida en Cali que no me había dejado estar del todo en Medellín.=
Yo había estado allí como testigo. Y había llegado cansado y me había ido cansado. Yo siempre había estado demasiado ocupado. Y sin embargo, me habían sabido sacar de mi lugar. Me habían sabido mostrar cómo el arte estaba en otro sitio.
Allí estaban todavía las flores que habíamos comprado con Wallace y Eva. Eran parte de la exposición, junto con las nuevas flores que trajo Wallace para su adorado Bernal.
Alejandro Martín Maldonado
Octubre-Noviembre 2015