Una imagen es una imagen -y apenas nada. El eco sutilísimo del paso de una energía que (se) ha dado (a) luz sin apenas haberse hecho materia, que se ha hecho pensamiento sin cristalizar –ni por un instante- en signo, que se ha hecho intensidad social sin apenas haber rozado lo real del mundo construido ni poder ser objeto tendencioso de recuerdo o archivo –por los poderes que gestionan y administran la interesada construcción de lo público.
Uno nunca sabe dónde ellas –las imágenes- habitarían más cómodas. Quizás en los rebotes de la luz entre las cosas, entre los seres del mundo –acaso flotando en la inmemoria de la nada, reverberando en las durezas que restan en lo ciego. Quizás mejor en las proyecciones que como fogonazos de deseo produce en la oscuridad nutricia del pensamiento la querencia del estar, del ser, para los hombres. O quizás, quién sabe, en los blasones y emblemas que entonces levantan unos entre otros, unos para con o contra otros: interfaces para el reconocerse comunes, homólogos y / pero diferentes, pertenecientes a un mismo pero distinto ser destino unido y compartido, virutas estalladas de una fuerza de comunidad siempre en fuga diaspórica, como las mismas estrellas en el tiempo eterno e inmóvil del universo.
Una imagen es siempre algo que ya no es, que quizás nunca ha llegado a ser; como mucho la memoria leve que ése no haber llegado nunca del todo a ser deja, como estela fugaz.
i. primer escenario: las imágenes de cosas
Primer escenario: ese extraño paraíso borgiano de los ecos de todo en todo, como un aleph oscuro, como una mónada leibniziana de mil ventanas –pero todas ciegas. Cada cosa o rincón –cada punto intensivo- efectuado como pura noticia de los que le envuelven y encaran, de todos los otros a los que mira y “percibe”, de los que tiene noticia. Puede que lo que existe en el mundo sea sobre todo esta ecuación sumarísima de luz, de luces rebotadas, esta tramoya de espejos infinitos. Todo se revierte luz, todo se envía noticia a través de ella, unos objetos a otros. Incluso sin que en punto alguno haya “conciencia de conciencia”, en todo punto hay receptores de su noticia. El ser del estar de todos los objetos se da este testimonio de luz, como si “todo” –árbol, lámpara, calle, cielo- pudiera ver a “todo” –coche acaso, edificio, mesa, gafa-. Pero este “ver” que es puro –y mero- rebote de la luz de cada objeto en cada otro objeto, la espesa urdimbre que entrama ese entrecruzarse infinito, no sé si constituye imagen, un algoritmo calculable y sometible a ponderación (un número ordinal de cierta y delimitada cantidad de forma, golpes discretos de luz) o más bien un cataclismo imponderable, pre- o post-gracianiano.
Tiene algo de eso, sí, de un puro caos, de una suma que imaginada como totalidad sólo puede intuirse negrura, suma invisible. Y allí nada logra ordenar, todo tiene y no tiene al mismo tiempo un tamaño y su contrario, o sus dispares, todo se da y no se da al mismo tiempo y en todos lugares, pura virtualidad, como si sin la antena interpuesta que –minúsculo orificio- filtrara en un ojo –mecánico o no- ese caos de haces para reconducirlo en cono, nada sería imagen de nada, sino el mundo todo proyección en revuelo y caos de todas las imágenes que todos los objetos –que todas las cosas- se arrojan al rostro unos de otros …
Qué caos de universo, qué turbulencia magnífica, estallada, como un mälstrom sin centro –o que tuviera cientos de ellos dispersos en los bordes de su mismo embudo, periferia siempre alejándose y siempre cayendo, agujero negro en el que ese torbellino de haces de luz sucumbe como por irradiación excesiva, luminosidad infinitamente entrecruzada, más eco y más presencia de la que vista alguna, mirada alguna, podría soportar. No, no intentemos imaginar cómo las cosas verían a las cosas, qué clase de imágenes serían ellas –para ellas- puras.
No: ellas nos necesitan –acaso necesitamos nosotros pensar que ellas nos necesitan- o nos aceptan al menos para poder llegar a ser por un momento imágenes, necesitan nuestra torpeza, nuestra mayor lentitud, nuestro limitado estar “en posición”, en ojo acristalado –mermados, en un lugar. Sólo como en ojos de animales –en localizaciones, arrinconada al fondo o al otro lado de esos micro-orificios -u ocelos- que producen foco, para lanzarlo en su otro lado a pantalla, podemos imaginar esa turbia vegetalia, ese ser magmático de todas las cosas como jardín acuático de las imágenes del mundo, de todo, de las cosas …
ii. segundo: las imágenes mentales
Para lo que aquí nos interesa en cambio, el ver es siempre y en todo caso de la naturaleza con la que una impresión causada en la retina rebota, como la piel de un tambor, produciendo una vibración activa –que es, fantasma en la máquina, lo que llamamos imagen. Acaso una impresión como la que, juego de niños, origina un descuidado frotarse los ojos: luces que brotan de dentro afuera, internándose por el camino tunelar de lo negro que separa la hondura invisible del cuerpo ciego necesariamente para sí, oscuro, ignoto, hacia ese exterior en el que el que habita, en cambio, no está. Aquí toda comparecencia de imágenes es producción: un juego –como de niños, sí- de interioridades que quisieran abrirse paso, acaso el flujo de exteriorización que es promovido desde un gran sintetizador generatriz.
Aquí las imágenes sólo se deben a sí mismas, sólo saben de sí mismas, entregadas a juegos secretos, clandestinos, en los que apenas nada nos es dado escudriñar. Sabemos que todo lo que allí ocurre tiene que ver sobre todo con el deseo –y casi nada con las ideas ni con la representación. No, no hay nada de real en las imágenes cuando hablamos de su oscura vida interior, mental –el campo neblinoso de un puro inconsciente activo. Tampoco nada en ellas tiene que ver con el sentido o el concepto: su movimiento es del orden de una pura maquinografía abstracta, intensiva, que calcula innumerable los golpes casi azarosos mediante los que acaso prodigiosamente se restituye a cada momento –lo que a cada momento se desequilibra. Digamos, esa componenda permanente de lo orgánico que es capaz de saber –sin saber- de sí, por la que a cada estado descompensado –que es el que aqueja a su sistema cada unidad de tiempo siguiente a la anterior- busca recuperar su equilibrio: decirse “esto soy”.
Claro que es entonces de la afección y del desgarro que significa ser de lo que allí trata, de cómo sólo se llega a ser el que se es dejando a cada instante de ser el que nunca se ha sido. Aquí todo es pasión y economía sobrepujada del deseo, potencia de gozo ilimitable, un constante desbordamiento que no conoce estaciones, paradas, otros aquietamientos que el inmensurable del equilibrio de sí ganado al sueño o al éxtasis, momento de pequeña muerte apenas presentida que es rápidamente y de nuevo seguida por un trenzado implacable de lujurias y extravíos, de amores y pérdidas completas, por el arquitrabarse que ensaya entonces todas las conexiones y pone en juego todas las mezclas, recorta, recombina, pega y funde siempre, promiscuo, en todas direcciones, sin consentirse freno. Es con todo esto –con esta pujanza febril del ser que no se aquieta en sí misma, sino que en todo momento se abalanza a los abismos potenciales que le trazan como otro que lo que es– que la imagen tiene algo que ver, algo en litigio, algo en alcance: no con el pensamiento o la realidad, no con la idea o la representación, sino con el deseo –con el fantasma, con la irrupción de lo que no es (y acaso querría ser) en lo que es.
Qué gran equívoco entonces haber pensado la imagen como espejo –del mundo. No, ellas no los habitan, sino el interior de las factorías gestoras del inventar, de la poiesis, una antropología pura de lo que no hay, no había –sólo hay imágenes para los hombres, y porque ellos nunca han sabido conformarse con el ser –con ser lo que hubieran sido si lo hubieran hecho. No, no sirven las imágenes sino al trabajo sutil y la producción esforzada de las máquinas del deseo, facturas de la materia del sueño más turbio –el del no ser la nada-, decantaciones de una fantasía pura, siempre productiva. Rige allí evadido el orden del mathema pero sólo en tanto él se desliza implícito e incontenido a la complejidad un punto mayor que es la lógica borrosa del phantasma -pues en su dominio, en efecto, todo se puede: todo es susceptible de ser querido. En su rebote, jamás mero reflejo: sino captura y producción, intercalado, interferencia, trabajo de realidad aumentada, producida, economía de pulsión que opera como esas nuevas cámaras que al mismo tiempo que reciben -procuran proyección. Que responden al constante deseo de invadir el mundo, de llenarlo de lo que el carecía, de transportarlo al orden de lo querido –de lo soñado. Las imágenes, más voluntad que representación, como nuncios y testigos de nuestro estar cansinamente incómodos en el mundo –tedio, tedio en la nada: siempre pidiendo más. Siempre queriendo, siempre queriendo más … ellas –fuerza pura: nadie sabe lo que puede una imagen– únicamente para nosotros, humanos, tan demasiado humanos …
No hay pues otro estudio de la visualidad que la antropología, no otra antropología que la fantasmática, no otra fantasmática que la analítica pulsional de las máquinas del deseo … toda iconología sería siempre (o nada) una analítica –una geometría de planos y fuerzas- del amor, de la dificultad imposible y la querencia invencible … del llegar a ser sujeto.
y iii. (tercer escenario) las imágenes como interfaces de lo colectivo
Pero aquí –en el lugar del nosotros- todo se pacta, todo se socializa, todo se domestica. Allí donde ese confrontarse con la potencia pura del deseo infligía a las imágenes un encargo doloroso –el de soportar la infacturabilidad de un yo, de su querer ponerse allí donde un ello apenas era- toda una cinemática de la claudicación sentencia un destino mermado: menos vida, menos fuerza del pensamiento, menos potencia de gozo, menos intensidad de existir, un empobrecimiento de las formas de la experiencia que consagra en su inaceptabilidad la forma mediocrizada de la vida real, de la vida que vivimos. Lógica del espectáculo o inmundicia del pacto en torno a la fábrica de las formaciones de imaginario podrían ser los nombres de esta conspiración de usuras por la que incluso las imágenes acaban sirviendo a aquello que nos expropia lo que nunca deberíamos consentir perder. No: aquí hasta la imagen es vuelta cómplice de aquel encadenamiento enfermizo que negocia y desplaza el total de las energías psicobiosociales al servicio de la forma omniabarcante del logos, de la representación, del capital –todas las de una potencia inagotable de deseo a su regulación por la lógica condensada y fraudulenta de la mercancía.
Y esto es lo que aquí está urgentemente en juego: el desarrollo de un contraempleo de las imágenes que las devuelva a su fuerza propia –allí donde ellas se elevaban como inquietantes cantos de guerra contra la representación, himnos de una poética estremecida y oscura que lograra ahora atraer su darse hacia la forma y el régimen que despliega tomada en su materialidad extrema, armas de una política implacable que movilice y libere sus potencias de resistir a cualesquiera pretensiones de estabilidad de las economías del sentido –algo que desate y verifique de nuevo y cada vez su extremo y loco poder. Decantadas frente a esas economías dominantes, las imágenes no son –no deberían consentirse ser- en nada memoria, aquietamiento o signo, condensación en sentido de las puras potencias de entretejer intensidades, sino una lúbrica movilidad por las escalas emboscadas de la diferencia libre, indómita. Nunca herramientas de acrisolamiento, de homologación, de reconocimiento: sino fuerzas de fractura que, como movimientos tectónicos en la profundidad ígnea en que balbucea apenas aquello que, en su estratégica mudez, algo dice, algo piensa o algo sabe, atraigan y proyecten arrasadores desórdenes fractales sobre la superficie anodina de los imaginarios pactados, dormidos, domesticados.
No, no es poco lo que en ello está en juego. De un lado, la política de una gramatología pendiente: la apuesta mayor por una ontología del acontecimiento –para la que todo pensamiento es (o vuelve a ser) desliz errático, flujo puro, y toda imagen entonces una mera imagen-tiempo, una antimemoria activa, un contrasigno implacable, un puro diferir y aún un puro diferir de sí -roturado en el curso mismo del acontecer. Y de otro, y simultáneamente, una política de las colectividades, de las formaciones de sujección, allí donde ellas resisten y revocan cualesquiera lúgubres promesas de identidad –alucinadas proyecciones de la volátil persistencia retiniana de lo visto, de lo imaginado- para activarse en cambio y únicamente como tensiones trazadoras de una ecología aviesa de los devenir-sujetos, de las multiplicidades, allí donde lo que llamamos fuerza de comunidad no empeña otra cosa que el entramado agonístico de las alteridades, la espesa emboscadura en guerrilla y mutualidad de las diferencias libres.
Y claro está que esto sí representa un tomar partido –en el dominio de las imágenes. Uno que es un hacerlo, precisamente, a la contra de esa docilización que les secuestra todo su potencial intrusivo, inasequible y rebelde, para cautivarlas una vez más al servicio de las formaciones de imaginario instituidas. Contra ello, acaso la pertinaz insistencia en la resistencia que ellas –a la legibilidad y toda regulación calculada- oponen. Corriendo antes el riesgo de la nulidad, del no ser nada y no decir nada: excepto, y nunca es poco, su inclaudicable negativa a dejarse tomar por ese poco de ser que es cómplice turbio del más inaceptable existir mermado, de la vida decaída, de la pobreza de experiencia que fragua y cristaliza los mundos de vida como conspiración de necedades triunfante sobre toda aspiración a un algo más, a un poco más.
Una imagen es una imagen es una imagen –y, acaso, ése algo más, apenas nada.
– José Luis Brea