En la esquina de la carrera 11 con calle 86, en Bogotá, un artista montó una gran obra de arte: la pieza se instaló en un local esquinero de cristal, perfectamente iluminado. Se trata de una composición de automóviles de lujo con una gran pintura de una cotizada artista, es decir, el artista no solo hace instalación sino también curaduría, apropiación y hasta performance (como se verá más adelante).
Los ítems expuestos son objetos prefabricados y de marca: la pintura es de la artista colombiana Ana Mercedes Hoyos y los cuatro carros último modelo son de la casa Audi (dos blancos y uno rojo adentro del «almacen», y uno prieto afuera, a la entrada, recibiendo al espectador). Obviamente la invocación al “ready made” duchampiano resulta inevitable y la mención del concepto de fantasmagoría de Marx puede ser útil, aunque también es más que evidente la vindicación irónica al Manifiesto Futurista de 1909, donde un grupo de artistas vanguardistas europeos prefirieron el vértigo de la máquina a la contemplación sosegada de una pieza clásica de estatuaría griega: “Declaremos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva; la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras… un automóvil rugiente, que parece correr sobre una estela de metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia”.
El artista ha sido cuidadoso en los detalles, el espacio de su gran instalación semeja el local de venta de una franquicia exclusiva de automóviles de alta gama y tiene todos los elementos para darle verosimilitud al teatro de su performancia: logo en neón, escritorios bien dotados, secretarias, ejecutivos de venta, clientes, muestrario de colores en latón, celador y empleada de servicio de color. Todo un ballet al ritmo de la pantomima de los negocios, por ejemplo, mientras un cliente se toma un whisky, y una agraciada secretaria taconea el granito, la sirvienta se toma un tinto contemplativa.
Impresiona la imagen dialéctica que logra esta escenografía, la yuxtaposición de los dos tipos de símbolos, la conjunción de lo artístico y lo automovilístico, la evocación sutil pero decidida de símbolos con una carga semántica de esclavitud y de símbolos donde es autoevidente la libertad. El artista sabe bien lo que quiere hacer: generar en espectadores y espectadoras la experiencia de un shock emancipador, un estadio donde quedan atrás las barreras raciales y falologocéntricas de opresión. Una afrodescendiente logra ingresar a un espacio antiguo de exclusión y superada la historia —porque este es el fin de la historia—, y gracias al hechizo de lo simbólico, ella mira en la misma dirección a la que apuntan promisoriamente los cuatro carros expuestos, el más allá del almacén.
El punto neurálgico escogido para mostrar esta instalación no ha podido ser más acertado, un punto de alto tráfico automotriz que en horas pico produce un atasco interminable; así las cosas, y por contraste, los carros expuestos representan el libre albedrio y la elegante dignidad que un régimen visigodo de transporte les ha querido arrebatar. Y mientras el arte está ahí, a la vista, miles de ciudadanos y ciudadanas desfilan a paso lento, enlatados en buses destartalados, busetas altaneras y pequeños micros, son un público cautivo —incluso de afrodescendientes—, que ve en esta vitrina una promesa de felicidad: los carros, la pintura, pierden su carácter mercantil, devienen en materia expresiva, vehiculan una instalación emancipadora que se suma a todos esos actos de resistencia con que las prácticas artísticas se toman la ciudad. Sale el arte de los museos, cuestiona los medios tradicionales y encara a hombres y mujeres, y niños y niñas, donde menos lo esperan.
En esta obra ambiciosa, silenciosa en su autoría pero llamativa en su impecable ejecución, lo afro no es la contraparte necesaria del etnocentrismo occidental ni tampoco su amenaza (como quisieran verlo ciertos críticos identitarios de la escuela del resentimiento). Una intuición luminosa se revela y supera la sospecha inicial: el local no es el escenario de ventas producto de un plan racional de promoción que instrumentaliza la crítica y canibaliza el arte como mero símbolo de estatus y decoración, el contrapunto entre ambos símbolos va más allá y logra su objetivo, lo humano escucha a lo humano, lo humano responde a lo humano, lo humano se funde en lo humano, la otredad se disuelve: el otro soy yo. A la larga, todos somos solo uno, esta instalación nueva y liberal nos pone a mirar al mismo lado. A esta altura poco importa dar a conocer el nombre del artista cuya mano invisible está detrás de este monumento contemporáneo, detrás de este poético artilugio amalgamador: su nombre es Mercado, Mercado Mercado.