Tras leer a mediodía el comunicado de Lucas Ospina en el que se atribuye la autoría del texto firmado por el Comando Arte Libre S-11 me quedé pensando, como siempre de manera difusa, alrededor de algunos aspectos de su declaración que me parecen problemáticos y que, creo, debe intentarse confrontar para sacar de allí algo distinto al desplome de una mitología transitoria que el texto constituyó y que ahora se vino abajo:
En tercer lugar está la situación policial, suficientemente descrita en el comunicado de Lucas y en torno a la que no hay más que decir si no se quiere confundir el texto con el robo.
En segundo lugar estaría la ficción construida por el texto, en torno a la que se inventaron héroes, hazañas y villanos, con lo que algunos llegamos a resultar alumbrados por una vela que iba para otro santo. Sin embargo, esa mitología desplegaba un espectro valioso de posibilidades de acción que repercutían en Lo Real, y que invitaban a asumir una posición en torno al espinoso asunto del robo que todos conocemos, en el marco de una institución a la que también, desgraciadamente, vemos pavonearse impunemente. De alguna manera, esta ficción le daba alas a la constitución de un proceso crítico valioso que no se hacía menos real por no corresponderse con el robo que intentaba atribuirse. Había en el manifiesto del S-11 una pulsión real que buscaba la emergencia de todos los desechos escondidos bajo el piso institucional y que, en el fotomontaje, se le devolvía en la cara a toda la administración distrital. Había allí una importante reflexión en torno al retorno de los fantasmas de la historia y a cómo en algunos momentos éstos podían contribuir a la gestión e indigestión de una causa específica y a la comprensión del presente. Era una explosión de mierda reprimida la que teníamos ahí, y en la que no sólo estaba presente la espada de Bolívar y toda la práctica simbólica del M-19, sino también las figuras de la ANAPO y la familia Moreno (ahora en el poder), ligadas entonces a los orígenes del movimiento subversivo. El texto, más allá de la risa, empujaba un componente onírico que hacía posible la llegada de aquello que no podría llegar a pasar. En resumen, pues, constituía un manifiesto real que ejercía una crítica poderosa a la pasmosa irrealidad de la administración cultural de la ciudad, y es por eso que
En primer lugar, resulta inadmisible la reducción del texto por su autor a la condición de chiste, y su igualación con ciertas estrategias mediáticas de imitación con fines de esparcimiento. Comparar el manifiesto del S-11 con el fingimiento presidencial de La Luciérnaga sólo contribuye a expandir una percepción, ya generalizada en la opinión pública, de que la actividad artística contemporánea no es más que un chiste flojo sin consecuencias ni repercusiones y que, por ello, no puede construir un espacio crítico de la supuesta verdad institucional. Al escudarse en que toda la finalidad del escrito era paródica, es decir que desplegaba una imitación burlona de una fuente particular, y entendiendo que esa fuente era el comunicado del M-19 en el que se atribuían el robo de la espada de Bolívar, termina parodiándose no a los componentes burocráticos a los que el texto de Ospina alude, sino al texto del M-19 y al componente histórico al que hizo nacer mediante el robo de la espada, esto es, la posibilidad de ejercer sobre la realidad nacional una eficaz torsión de sentido y una reivindicación de la acción política a través del secuestro de un elemento simbólico. Esta historia, un poco olvidada hoy, por lo menos hasta el momento de la reiteración que hiciera Lucas, posiblemente señalaba también la confianza en la posibilidad de integrar la acción política y la práctica artística, confianza que ahora, tras la parodia, el chiste y la travesura seguirán cada cual por su camino.
Estoy convencido de que la apropiación de Ospina es Real en tanto denuncia de una serie de arbitrariedades que todos vemos con frecuencia en la FGAA y las instituciones distritales de cultura. Creo también que plantea un modelo comunicativo al que se le debe buscar el modo de hacerse viable y eficaz y, por último, creo que sigue constituyendo un llamado a la acción crítica. Uno en el que el humor no se contradice con la verdad sino que la empuja. Por ello no debe aceptarse su transformación en ningún “Dejémonos de vainas”.
Convertir este acto en la travesura de un niño necio sólo contribuye a dejar por el piso la dignidad de las ideas planteadas, la de la persona que las puso a circular y la del campo artístico bogotano, que terminó más cagado de lo que ya estaba por dárselas de chistoso.
¡Con la audiencia, con la imagen y sin poder! ¡Presente, presente, presente!