Me atrae esta dirección de la práctica artística: contemporáneamente a las hipótesis apodícticas del grupo Duplus en la exploración de “un más allá del dispositivo de exhibición”, experiencias como las de Laboratorio Baigorria, Provisorio/Permanente, las instalaciones de Adrián Villar Rojas, Charlie Herrera o Mariana Tellería, los espacios de Oligatega Numeric –pienso ahora en El Enorme-, las habitaciones nevadas de Kacero y emprendimientos como Rosa Chancho (quienes nunca dejaron de repensar el espacio desde decenas de escorzos diferenciados), actuaron en un fecundo sentido inverso: proyectando sus energías en (diversas) radicalizaciones (algunas de ellas subrayadamente trash) de las estrategias de montaje.
Abandonar los interiores o remixarlos: dos poéticas antagónicas de interactuar con el espacio, que como sabemos, no es otra cosa que ideología de artista.
Pero lo cierto es que vivimos en tiempos anfibios: ¿qué sucede cuando ese otro remix del espacio sucede tanto en estado digital como analógico? ¿Con qué políticas formales remixamos el bazar? Si de espíritu hacker se trata, el bazar del mundo (gracias Eric Raymond) será nuestro desafío.
Hace un tiempo, el infatigable Enrique Aguerre nos informó sobre la reciente acción reorganizadora (¿desorganizadora?) post-land art del artista danés residente en Berlín Tommy Støckel en Second Life. Aguerre: “A partir de freebies -que en este caso son objetos 3D que se pueden obtener en forma gratuita en SL- Støckel interviene el paisaje natural -sí, me gusta lo de paisaje natural- convirtiendo al mismo en una suerte de pelotero apocalíptico contrastado con el sonido de pajaritos varios.”
Y es que el diseño de ciertos muy producidos lands, como Industrial Voodoo (Cyber Harajuku) resultan asimismo grandes instalaciones virtuales que, aunque no presentadas específicamente como obras, sin dudas poseen todos sus más inmediatos atributos.
Asimismo, como certeramente nos advierte Lorena Betta, “los proyectos culturales anfibios que utilizan la virtualidad como plataforma de experimentación para enriquecer sus prácticas, encontrar otras formas de creación artísticas, experimentar con entornos de producción colaborativa e intercambiar know how, sobreviven a Second Life.”
Por esto, mientras seguimos craneando la interacción anfibia del fabbing como herramienta instalativa, Pablo Mancini me propone comenzar a investigar uno de los problemas más acuciantes de la ecología informática que no puedo sino pensar en cruce (y sobreponer) con una de las zonas más límites de la cultura pop:
la (ultra) producción de basura hardware y sus tematizaciones en la cultura y teoría trash.
Sin dudas, repensar y reutilizar las obsolencias del hardware es parte del ADN de la cultura arduina. Y en un mundo (bazar) anfibio ¿cómo no advertir el terrorífico potencial estético de estos gigantes golems de basura de la Era Digital? Si les interesa indagar sobre lo interpelante de este soporte brutal, no dejen de pasar por acá, también por acá y acá. Toda tecnología deja sus marcas, pero éstas bien pueden mutar en combustible arduino.
Por supuesto, nada lejos se encuentran de los paisajes post-industriales de J. G. Ballard, especialmente de su clásico La exhibición de atrocidades, cuyo título ya funciona como un programa y toma de posición. Ya sabemos, esta novela experimental fue publicada en 1969 (fecha clave, “justo cuando la guerra estalló”, como dice Iggy Pop) y tres años mas tarde el escritor de Shepperton debutó como curador en el News Arts Laboratory de Londres presentando una exposición de automóviles chocados que no fue sino el más potente preanuncio de Crash, otro de sus polémicos textos editado un año más tarde. Ahora bien ¿no se trata de un preclaro antecedente de instalación trash-hardware?
Nota Bene: estas líneas, que acabaron de leer, pertenecen al posteo número 99 de Cippodromo.