1.
No tengo un televisor de pantalla plana y de alta definición. Aunque el mío es pequeño y ancho sirve bien para lo que necesito y quiero, ver películas y alguno que otro programa. Pero cada vez que veo en éste un comercial de algún televisor de gama alta me confundo. En ellas se publicita una imagen de alta calidad, un sonido sin igual y se promete una experiencia interactiva única. Lo que me desconcierta es que esas imágenes de definición superior las veo en mi televisor de caja; se publicita algo que sobrepasa el medio. Es una mentira, pero esto parece no importar. Se promete un tipo de imagen mediante efectos y sonidos, no por lo que es.
Yo veo bien esas imágenes publicitadas de alta calidad a pesar de mi miopía y astigmatismo. Veo como en ellas el contenido del aparato sale de la pantalla, aludiendo a que esa experiencia es verdadera (la selva invade la casa, el mar inunda el “living room”). Hoy se busca que la realidad sea más real, más definida de lo que es, y que sea en tercera dimensión. Esto no es algo nuevo. Alfred Hitchcock hizo películas que se proyectaron en 3D como “Con M de Muerte” (1954), al igual que muchas otras de la época. Esta estrategia de mercado se hizo por miedo a que los espectadores se volvieran sólo televidentes. La facilidad de los estadounidenses de posguerra de poseer un televisor en cada sala de estar hizo pensar que no era necesario volver a cine. Por lo tanto, el séptimo arte tuvo que recurrir a una experiencia que la televisión no podía satisfacer: la tercera dimensión.
En la década de los 50 el efecto de tercera dimensión se creaba por medio de la superposición de dos proyecciones, y las gafas de un lente azul y otro rojo que fundían la imagen. En el momento de grabar, una cámara registraba lo que vería el ojo izquierdo, mientras que otra haría lo mismo para el ojo derecho. Esto limitaba cierto tipo de tomas, como las de primer plano. Era imposible filmar algo que estuviera muy cerca y Hitchcock quería hacer en “Con M de Muerte” una toma de un dedo marcando un número en un teléfono. Su idea sobrepasaba el medio. Sin embargo, el cineasta llegó a una solución ingeniosa: hacer un dedo y un teléfono gigante para la escena. Así logró hacer lo que buscaba para que la imagen saliera con éxito de la pantalla.
2.
Pero para crear impacto en el espectador no sólo es necesario apelar a lo espectacular o a la tercera dimensión, también se recurre a lo sentimental. La realidad colombiana no necesita de gafas y televisores especiales, pues basta con mostrar imágenes impactantes y un narrador con voz decorosa. Esto pasa con el invierno actual. En cualquier medio se solicita la bondad de los ciudadanos para ayudar a las víctimas de la ola invernal. El clima es el enemigo perfecto para unir una colectividad, subir impuestos y buscar cambios. No se le puede odiar, no se le puede matar, y no se puede entrar en guerra con él. Sin embargo, el clima siempre ha estado y siempre ha cambiado. Lo único que demuestra esta situación es el escaso orden, la mala planeación, el atraso de infraestructura, y la pésima prevención. Pero el sentimentalismo hace que esto pase a un segundo plano, pues se busca una ayuda inmediata.
Todos los colombianos tenemos que apoyar con donaciones, es nuestro deber. Donar lo máximo, no lo mínimo. Ayudar. Ser conscientes del desastre natural. Ver la realidad y hacer algo, no quedarse sentado. Ese es el tipo de ideas que promueven los medios, el estado y la empresa privada. Sin embargo, Rodolfo Arango escribió lo siguiente en su columna del 16 de diciembre: “Las donaciones, por el contrario, degradan y minimizan a quienes las reciben. Más vale tener un Estado fuerte y participativo que uno subordinado a la caridad privada o extranjera, con manifiesta incapacidad para potenciar las capacidades individuales y realizar proyectos comunes que enorgullezcan a la colectividad”. Las donaciones pueden llegar ser peligrosas, pues legitiman la mediocridad y benefician más a los organizadores que a las víctimas.
3.
Hace poco Antonio Caro donó su archivo personal a la Biblioteca Nacional. Ésta se encargó de encuadernar cuidadosamente el material y la Galería Casas Riegner adelantó una publicación muy bien hecha sobre su contenido. El gesto de Caro es generoso, dona sus fuentes primarias (algo que no se ve mucho) y cualquier investigador o curioso puede ir a leerlas. En una entrevista realizada por El Tiempo, el artista dijo :“no quiero que mi archivo se pudra en mi casa”, y los hizo públicos. La Biblioteca Nacional tiene la difícil tarea de preservar archivos, libros y documentos variados, que van por ejemplo desde la biblioteca personal de José Celestino Mutis, hasta los archivos del artista citado. Es una ardua labor que no es reconocida.
El pasado 14 de diciembre se organizó en la Biblioteca una conversación entre Antonio Caro y Lucas Ospina “como acto de entrega” del archivo. Sin embargo, la conversación giró en torno, en su mayoría, a los agradecimientos de Caro. Parecía que la donación lo había limitado a rendir cuentas con los personajes y hechos fortuitos que lo llevaron a donde estaba sentado ese día en la tarima. “Gracias a tal persona estoy aquí”, “si no fuera por éste o aquel no me encontraría aquí”, fueron frases recurrentes por Caro, al igual que “no vamos a hablar de eso” o “reserva del sumario”. Algunas veces no quiso hablar de temas que habrían enriquecido el acto, hacerlo más interesante y menos protocolario (como sus años de estudiante y un percance que tuvo en Paraguay).
Era la primera vez que iba oír a Caro hablar en una tarima, había visto algunas de sus obras, y leído algunas entrevistas. Su trabajo siempre me gustó, primero porque me llamaba la atención a simple vista y luego porque profundicé en su contenido. En la noche de la conversación él dijo cosas muy interesantes, por ejemplo, que el artista parte de lo ya hecho y que son contados los genios que parten de la nada. Sin embargo, parecía que el artista y el “donador” eran distintos, no por agradecer, pues es entendible, sino por la evasión. Optó por un tono correcto y propio de un discurso, pero no se arriesgo (como lo ha hecho con sus obras). Espero algún día volver oír a Antonio Caro, de pronto en un ambiente más informal, donde no evite temas y el artista y el que habla sean uno solo.
Andrés Pardo
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