2666: la desaparición de los telépatas
En 2666 hay un pasaje extraordinario en el que Roberto Bolaño narra cómo al invadir el continente americano los colonizadores se encontraron con que los nativos disponían de algún oculto mecanismo de comunicación que les permitía conocer prácticamente al instante lo que ocurría en cualquier otro lugar del continente, teniendo en ello un arma de información –o contrainformación, podríamos decir ahora- excelente e imposible de combatir o neutralizar. Fuera cual fuera la tropelía realizada por los conquistadores, su noticia se trasladaba de modo casi instantáneo a todos los rincones y pueblos indígenas, que poseían de este modo una red de información mucho más eficiente que ninguna de las que los invasores eran capaces de implementar. Por más que éstos intentaron localizar el lenguaje utilizado no lo lograron. Poco a poco fue cobrando cada vez más verosimilitud la leyenda de que existía una red de telépatas, descendientes sagrados de dioses, que se comunicaban los acontecimientos –o diría: los conocían simultáneamente- a una velocidad que ninguna tecnología contemporánea ha sido todavía capaz de alcanzar.
La leyenda se convierte enseguida en un argumento esencial de la novela, ya que ésta nos narra cómo uno de los protagonistas –Amalfitano, un huraño profesor de filosofía interesado en Duchamp y la matemática del límite- empieza de pronto a escuchar en su interior pensamientos venidos de alguna otra parte, para enseguida descubrir que, muy probablemente, y a través de una investigación que le conduce al hallazgo de un documento de época, es descendiente lejano de algunos de los héroes legendarios a los que las tradiciones y leyendas atribuían la cualidad telépata.
“Sólo después del año 1700 –cuenta el documento encontrado- se percataron los españoles del envío de mensajes por medio de las ramas. Estaban desconcertados por el hecho de que los araucanos sabían todo lo que pasaba en la ciudad de Concepción. Aunque lograron descubrir el adkintuwe jamás lograron traducirlo. De la telepatía no sospecharon jamás”.
Añade más adelante Bolaño las conclusiones que de la lectura del documento extrae su protagonista filósofo:
“Por lo que se concluía que, 1: todos los araucanos o buena parte de ellos eran telépatas. 2: la lengua araucana estaba estrechamente ligada a la lengua de Homero … 7: por el contrario, la comunicación telepática nunca fue descubierta, y si en algún momento dejó de funcionar fue porque los españoles mataron a los telépatas. 8: la telepatía, por otra parte, permitió que los araucanos de Chile [supongo que no necesito recordarles en qué país nació Bolaño] se mantuvieran en contacto permanente con los emigrantes de Chile desparramados por lugares tan peregrinos como la poblada India o la verde Alemania. 9: ¿se debía deducir de todo esto que Bernardo O’Higgins también era telépata? ¿Se debía deducir que el propio autor del documento, Lonko Kilapán, era telépata? Pues sí, se debía deducir”.
Lectura y telepatía: Benjamin vs Dan Graham
Toda la escritura de Bolaño –quizás diría incluso que toda escritura lo es, por lo menos y de una u otra forma la novelística- es telepática. Acaso lo fascinante del episodio mencionado sería que, precisamente, al respecto se hace autorreferencial –como es ciertamente inevitable en un buen filósofo duchampiano. Incluso diría que más que autorreferencial el pasaje es autogenerativo, a la manera del Schema de Dan Graham: produce aquello de lo que habla: la telepatía en la escritura. Sigue el pasaje:
“También se podía deducir (y, con un poco más de esfuerzo ver) –subrayo el entre paréntesis- otras cosas, pensó Amalfitano mientras se tomaba concienzudamente el pulso y observaba el libro de Dieste colgando en la noche del patio trasero”.
Puede que no para ustedes, pero para cualquiera que venga leyendo el pasaje entero, el pensamiento se carga inmediatamente de imágenes, de ideas, de contenidos que –en realidad- más adelante se confirman (o defraudan). La escritura hace rápidamente telepatía –lo que significa que deja escuchar (ver, dice Bolaño) incluso aquello que no dice, aquello de lo que todavía no ha hablado. Lo que resulta curioso es que, dependiendo de la forma en que nos lo tomemos, este enunciado, esta tesis –que la escritura sea telepática- podría parecernos bien disparatada –irrevocablemente falsa- bien vacía, por, al contrario, excesivamente obvia –por irrevocablemente verdadera.
Hay un conocido pasaje en que Benjamin defiende –expone- la creencia en que podría aprenderse un idioma desconocido si se mirara con suficiente insistencia y concentración un texto escrito en él. Alguien podría pensar que ello estaría relacionado con un gran poder deductivo, pero se equivocaría: más bien lo está con esa otra convicción de la que advierte en Calle de Dirección Única: que la lectura es siempre alucinógena (sic), que no hay droga capaz de inducir iluminación profana mejor que ella. Que toda escritura porta una carga de contenido que requiere del ejercicio alucinatorio –eso que llamamos lectura- para advenir, para tener lugar en, digamos, el pensamiento. Por supuesto que detrás de todo esto lo que tenemos entonces es una cierta teoría del conocimiento -que se desarrolla simultáneamente como una teoría de la escritura, y otra de la lectura.
Tomar entonces el pasaje –la novela entera, incluso- de Bolaño como una alegoría de la lectura en el sentido de Paul de Man, no sería desacertado. Lo que Bolaño nos está contando –quizás me atrevería a decir telepatizando– es que efectivamente leer, pensar un contenido a partir de que los ojos recorren una sucesión de signos, de marquitas negras trazadas sobre fondo blanco (o el oído escucha una de sonidos, quizás yo también les estoy ahora telepatizando a ustedes un pensamiento), de que leer es el resultado de una operación productiva: se piensa un pensamiento en este lado que, podríamos decir, mima reproduce o mimetiza otro que, antes, se produjo en el otro.
La escritura no es más que un médium y la lectura el procedimiento psi mediante el cual viene a cobrar cuerpo, en nuestro espíritu propio, el fantasma que en sus garabatos –en la materialidad absoluta de sus gestos mudos- vocea secretamente un pensamiento, el contenido de significancia que destila en la oscuridad radical y ciega del significante –tomado como puro garabato, como algo que en sí mismo no puede decir nada, pero sí dejarlo hablar.
La cuestión entonces –la cuestión de la telepatía, vale- tiene que ver con dos cosas: primera, cómo el significado comparece como fantasma allí donde no está –o cómo lo que no habla habla- y, segunda, cuál es su temporalidad. O dicho de otro modo: si en la telepatía se produce realmente simultaneidad, sincronía entre distantes, o tal vez anticipación. Pero no, no nos anticipemos, no me telepaticen: vayamos por partes.
Primera: de cómo lo que no habla, habla.
O quizás sería mejor decir: de cómo “lo-que-no-habla” piensa. Y dice. Pero también, y además, de cómo lo que habla dice algo otro, algo más, que lo que dice. Y ya puestos, de cómo entonces un texto tampoco dice nunca entera y realmente (todo) lo que dice.
No es extraño entonces que para Freud la reflexión sobre la telepatía se cuele en el núcleo mismo de los ensayos principales sobre los que se apoya toda su teoría: los ensayos metapsicológicos. Y no es extraño porque efectivamente lo que se funda en la posibilidad de la telepatía –de la que como es sabido finalmente Freud se declaró creyente- es precisamente la posibilidad misma del inconsciente, de la máquina que fabrica pensamientos sin ser, todavía, un yo, un sujeto constituido. Para Freud, en efecto, la telepatía es el resultado de un trabajo equiparable al del sueño, al “trabajo del sueño”. Si recordamos uno en el que el efecto telepático es crucial, lo veremos. Por ejemplo aquél en el que un padre sueña que su hijo se le acerca y, sacudiéndole, le dice: “padre, ¿no ves que ardo?” . Despertado por el fantasma parlante de su hijo –telépata, sin duda-, el padre se da rápidamente cuenta de que en efecto, el hijo arde muerto en su ataúd en la habitación de al lado, porque una de las velas encendidas a su alrededor ha caído sobre su cadáver, de cuerpo presente.
¿Qué es lo interesante de la historia? –por supuesto nada “paranormal” nada “metapsíquico”, podríamos decir. Sino el hecho de que en relación con una percepción sutil –que no es necesario explicar: un aumento de calor, reflejos de luces en el cuarto próximo …- se construye todo un “trabajo” literario, narrativo, que rápidamente –diría que llegando incluso a anticiparse a la propia percepción que lo origina- da cuerpo a un conocimiento que se constituye en crucial –por representar una “emergencia” en la que, a la vez, algo emerge- para la vida psíquica del sujeto. Independientemente de que en sí misma esa “anticipación” constituye como veremos la forma temporal propia de lo telepático –podríamos decir que cercana a la de la premonición, en una microinstantaneidad que se adelanta a su propio suceder en el tiempo del acontecimiento “histórico”- lo importante es cómo se constituye aquí una doble trama, una doble estructura de memoria-red.
La primera pone al sujeto en relación con la colectividad de la que se distingue-indistingue –la red de las relaciones en cuya trama se gesta su ser específico, el tejido de su “historia épica” en palabras de Lacan. La segunda, al acontecimiento detonante de la percepción emergente con la propia red que forma su narrativa. Digamos que una red de “trabajo” mítico –u onírico- que relacionando cada elemento del sistema interpretativo con los otros construye una unidad verosímil de sentido. Así, cabe decir que la telepatía –como el contenido latente mismo del sueño- sólo se elabora en el tiempo posterizado de la interpretación. Pero en tanto ésta es construida, aunque de modo todavía no autorreflexivo, en el propio momento del acto psíquico –sueño o impresión telepática- podemos decir que éste en sí mismo es ya un acto pensante: tanto el sueño como la impresión telepática tienen esta naturaleza ya elaborada (por los trabajos del sueño o el mito) de formas de lenguaje, de pensamiento, constituido.
Lo que en la realidad misma de la experiencia psíquica no es más que una carga-fuerza que pone la señal de alerta en relación con una percepción inconclusa, insuficiente, de algo que interesa a la red social del sujeto frente a sus afectos, es construido como una narrativa hilada, como un relato, por un proceso interpretativo ultrarrápido y que en realidad se adelanta –en el reordenamiento lógico que de ello fabrica el sujeto como sujeto intérprete- incluso como percepción anterior. Esto es la telepatía. Digamos: saber que se sabe lo que no se sabe, escuchar cómo lo que no habla nos dice que sabemos lo que no sabemos que sabemos …
Segunda: del tiempo lógico de la telepatía como anticipación de la certidumbre
O, con más precisión, debería tal vez decir: del tiempo lógico (de la telepatía) como conocimiento anticipado de lo que ya se sabía antes de saberlo. Pero la forma corta es más adecuada, y no sólo porque se trata de un título. Sino porque en él al menos alguno de vds habrá podido reconocer el de un conocido ecrit lacananiano, que comienza con la historia de un grupo de presos a los que se ofrece una posibilidad de escapar de su encierro por la adivinanza compleja del color que les marca, deducido a partir de la observación del que portan los otros (digamos, por la autodeducción del ser de la diferencia propia a partir del re-conocimiento de la de los otros).
Lo que el pasaje lacaniano pone en evidencia es cómo la adquisición de una certidumbre en cuanto al conocimiento de uno mismo –la autorreflexión en que se cumple una adquisición de identidad- no se limita a una ecuación lógica precisa, con un grado de exactitud absoluta. Sino que ésta depende de la percepción ultrarrápida de nuestra imagen –como la de su recíproca otredad– funcionando en aquél al que nosotros mismos percibimos como otro. Aquí se abre una doble dinámica decisiva, que antes que nada tiene que ver con la velocidad de lo que está en juego: para efectivamente ganar en el juego-sofisma propuesto es imprescindible que seamos los primeros en adquirir certidumbre respecto a quienes somos, qué seña portamos, cuál es la cualidad que nos distingue, cómo conocemos la que erigimos en diferencia propia.
El problema es que sólo podemos situarla en relación a la percepción de ella que el otro tiene, y a cómo en virtud de ello actúa –para él mismo intentar anticiparse a la nuestra. Es así que se abre una carrera fulminante de reciprocidades que es la que justamente propicia el proceso tele(sim)pático, bajo la forma de una propagación instituyente. De tal forma que, espontáneamente, es la forma de una socialización –de una constitución colectiva, simultánea, sincronizada- la que hace posible ese efecto de autopercepción a través del otro en el que se instaura como postulación, como gesto decisor, (o quizás debiera decir decisionista), la autoasignación de una u otra diferencia regulada –en la relación al grupo, al conjunto de los otros en sus movimientos recíprocos- en el momento en que “simultáneamente” se pone en juego la suspensión de la incertidumbre.
No hay por tanto adquisición fundada de certitud lógica, no hay conocimiento seguro y bien fundado –del ser que uno mismo es. Sino una negociación ultrarrápida y permanentemente revisada del juego de reciprocidades, de mutualidad, que únicamente es cortado por efecto de un ejercicio de voluntad afirmativa que resincroniza instantáneamente, en cada momento, la economía de reciprocidades de la propia colectividad.
Para saber si soy A o B tengo que atender puntualmente a cómo aquellos a los que percibo como As o Bs me ven a mí: pero para saber cómo me ven a mí necesito esperar a percibir cómo se mueven, cómo actúan en relación a la propia percepción que tienen de “cómo yo les veo”. Para entonces, y claro está, ya tengo que haberme movido (de otra forma, ni ellos pueden saber qué ellos mismos son, con un grado de certidumbre suficiente, y yo mismo ya no tendría forma de ganar en el juego). Tanto para ganar, como para proporcionarles a ellos una información sin la cual tampoco ellos podrían hacerlo, en algún lugar debe de suspenderse la incertidumbre “lógica”, debe convertirse en supuesto saber, en conocimiento, en pensamiento, lo que ciertamente no lo es.
Lo que únicamente es un proceso de percepción intensiva de la otredad se constituye, de ese modo y por efecto de la cadena de percepciones sincronizadas de sutiles micromovimientos recíprocos, en forma y ejercicio de una sinestesia colectiva –en la que, energética e instantáneamente, se desarrolla un proceso instituyente de sujección socializada (sin el cual ninguna afirmación de identidad propia o particular posee base real de certidumbre). Proceso que en realidad es del orden del deseo, de la vida de los afectos: que tiene la forma de una dinámica constelada por el sumatorio difuso de la trama de reciprocidades de autoafirmación -de la voluntad-, como proyección negociada de los fantasmas mutuos, de las imágenes de otredad que se dan por buenas sin más fundamento que una sospecha que necesitamos dejar rápidamente atrás en beneficio de la eficacia de la actuación. Es esa suspensión precipitada de la incertidumbre la que produce como saber –o hace pasar por saber, por pensamiento- lo que no pasa de ser en realidad mero presentimiento: para en ese ceremonial devenir escalofriante ejercicio –fiduciario, mitopoético- de reconocimiento, de participación ritual en la concelebración del advenir un “yo” , únicamente en la turbia constelación de un nosotros.
Lo que llega a convertirse en forma elucidada de un pensamiento se origina así como una pura tensión afectiva abstracta –la proyección de una forma deseante cuyo objeto último es el reconocimiento del ser que la efectúa-; lo que llega a convertirse en estatuto de afirmación diferencial de una particularidad de experiencia –en vida de sujeto- no es más que la propagación de un torbellino de fantasmas en un cuerpo social, en el entorno de un paisaje de reciprocidades relacional –ante el que se efectúa una tensión de anticipación, que necesariamente se sincroniza innumerablemente, con una velocidad de refresco imposible de contabilizar, de percibir, de numerar. Con la velocidad misma del tiempo continuo, (a)histórico, absoluto –al que un balcón intemporal y eterno, extendido a todos los lugares, de repente, nos asoma.
Coalición 2.0: teoría de las multitudes interconectadas
La forma que adquiere este (no)saber es anticipatoria, proyectiva, utopizante diría. Nada de lo que en él se produce estaba ya, sino que adviene, se pone allí. Y se pone como algo que proviene del propio futuro posible (entrópico) del sistema, de un topoi que seguramente era (si quisiéramos adivinar qué) su espontánea dirección de caída –digamos de distensión. Así, un doble movimiento de compresión –esa ecuación de carga por la que el juego se atrae como un sofisma abstracto, irresoluble, dictado con la forma del zugzwang (el que mueve pierde)- y distensión inmediata como forma de (no)respuesta cumplida, decide la lógica funcional de este operar. Sístole y diástole, compresión y distensión, inspiración y expiración, eros y tánatos, algo captura la constelación del juego diferencial de las partes como el magnetismo centrípeto de su nube molar, para de nuevo, e instantáneamente, dejarlo distenderse, propagarse en una dispersión en deriva hacia sus infinitas líneas de fuga.
Coalición se llama el resultado momentáneo de la ecuación centrípeta, el momento vectorial de una fuerza de mutualidad que depende del ponerse en el mismo lugar –el mismo plano de consistencia- una multiplcidad itinerante de diferencias, de altos y bajos de intensidad, el momento electrificado de una tensión de potenciales entrelazados. Coalición, o podríamos decir momento multitudinario, tensión de una gregariedad anumérica que cobra cuerpo instantáneo en la forma de un movimiento constelado, compuesto, como dirigido por una voluntad unánime. Pero sería un grave error tomar esta colectividad emergida y autoinstituyente como otra cosa que ese mero momento de fuerza, el provisorio cuerpo virtual –cuerpo sin órganos, máquina abstracta- de una unidad funcional (y estremecida) de acción y (no)conciencia, máquina de movimiento fulgurante que se efectúa, apenas instantáneamente, entre las líneas del tiempo.
Y sería un grave error porque nada en ello se estabiliza, nada cobra cuerpo simbólico, nada cristaliza en la forma de una identidad cumplida, cerrada, en la clausura de un nombre propio. No: esto no escenifica una u otra identidad colectiva fijable, no es el nombre de un Sujeto de la Historia trascendente y autónomo, recursivo, anclado a una u otra bioterritorialidad –aquí no hay nada de nación, de etnia, de clase, de unidad de destino en la historia, nada de todo eso. No: aquí no hay más que un momento de giro, una economía de afectos censada por lo inaprensible de un tiempo-intensivo, el requiebro de un puro dibujo aéreo que reúne y dispersa en décimas de segundo una multiplicidad indeclinable de movimientos autónomos conjugados, de trayectorias convergentes en instante de negociación magnética, de líneas de vidas cruzadas que son, a cada momento y simultáneamente, líneas de encuentro y líneas de fuga.
Este es el escenario de una figura en cambio biopolítica, efímera, negociada instante a instante en el curso de una acción posible –y que se ejecuta, a la que se da lugar. En constante construcción, nada adquiere aquí carta de estabilidad, territorio, pasaporte o acta de diputación o parlamento. Sino, como mucho, carta de naturaleza sobrevenida, derecho consuetudinario, fuerza de colegiación y vida compartida. Estamos aquí en el escenario en que la ciudad es entendida como pura constelación fractal de los afectos, de las potencias de obrar. No importa que ésta no disponga de un cuerpo propio, de una materialidad –o territorialidad- específica: no hay fronteras ni biología, sino la pura transitividad negociada de los movimientos respectivos, un espacio relacional y en curso, una mera esfera-publica, un lugar de dialogación muda desplegado por propagación, por puro contagio de los afectos, en esa economía de anticipación al reconocimiento del otro que fluye constante e infijable como un pulso instantáneo y siempre en caída, siempre en tránsito entre sus momentos de compresión y distensión, de eros y muerte.
La ciudadanía que aquí se efectúa no pide ni otorga nombres: fluye líquida en la tensión de contagio de una dinámica de los afectos propagados (allí donde ellos se procuran crecimiento, fuerza mutua). Todo aquello que recorre los cuerpos y los precipita más allá de sí para volcarlos a la potencia de uno sin órganos, tensional, aquel no-cuerpo (o cuerpo del socius) en el que las potencias de obrar de todos los que lo integran se multiplica exponencialmente, con la fuerza de cada nodo en su cruce con todos los otros. No: esto no es la fría estadística de esa grosería que llaman un estado de opinión. Acaso, y como poco, es una efervescencia histórica, un incendio eleusino de pasiones de vida, de mejor vida, de vida más noble, más alta. Acaso, podríamos decir, un estado de pasión, una fluídica de los afectos que se mueve a la velocidad de una sola ecuación implacable: la del deseo en sus composiciones recíprocas, en sus innumerables travesías de lo ciudadano, a cada instante negociadas. No, aquí no hay intelección colectiva, sino pura afección compartida, tele-pathía colectiva.
Revolución y telepatía: el inconsciente político
Y la pregunta, entonces, podría ser: qué clase de saber constituye éste, que es fruto –decimos- de una pura telepatía colectiva –de un estado que es mera coalición epidémica de estados afectivos, propagación y flujo a distancia de las empatías –en el escenario de un cuerpo sin órganos, de un puro plano de inmanencia abstracto- y no pensamiento lógico, formalizado, enunciado autorreflexionable.
Diría que se trata de un pensamiento estructuralmente negativo, un pensamiento acerca justamente de lo que en cada tiempo no hay –un pensamiento inducido precisamente por lo que no hay. La telepatía –como expresión de imaginario colectivo- es siempre un pensamiento de ese orden, un pensamiento que se constituye en el otro lado de la insuficiencia con que nuestro deseo –un deseo infradelgado, pero al mismo tiempo inclaudicable- expresa su absoluta inconformidad con el mundo que tenemos, con la forma de vida mermada que se nos quiere entregar como vida –suplantada por la vileza empobrecida que, en cada construcción efectiva del mundo, naufraga en lo falso.
Máquina abstracta, quien en esta forma de pensamiento-afecto habla es entonces el anhelo incolmable de algo otro, de vida auténtica, la pasión incontenida de magnificencia, de plenitud –que surca y atraviesa todos los momentos de la historia como un hilo rojo, para encender en ellos la vecindad de un mismo impulso revolucionario. Quien en esta forma de pensamiento-afecto habla es la misma ecuación de reciprocidad que instituye como sistema de ciudadanía el cuerpo sin órganos de una multiplicidad innúmera, aquella imitatio afecti que Spinoza imaginaba como utopía política radical: la ciudad como enjambre mismo del espíritu coaligado de los hombres insobornables.
Este saber-(no)saber es entonces bandera y máquina de guerra antes que pensamiento propiamente, antes que saber constituido. Es cupiditas, pasión encendida antes que objeto o lugar formulado. Es el reverso del saber constituido, es la forma en que habla lo que carece de lugar propio, de voz legítima: algo a lo que entonces, y quizás, podríamos llamar el inconsciente político de cada tiempo, para reconocerlo en el nuestro.
Es, en última instancia, maquinografía y gramática nebulosa de la reciprocidad, incendio de un deseo de absoluto que no toma otra forma que la de un vuelo movedizo, fugaz, plasmado en una sucesión indecisa de formaciones flotantes -del imaginario colectivo. Que no dice sino, acaso, exigencia de una vida más alta, más verdadera: la negativa inclaudicable a conformarse con nada menos.
Es, acaso, el estallido y la fuerza de una tensión de pensamiento sinergizado en la complicidad de los muchos, allí donde su multiplicidad postula una gestión inexorablemente inclausurada –y por tanto siempre abierta a la deriva, a sus derivas. Acaso el producto de una memoria intensiva que no es menos la ecuación de interacción de los otros para con sus otros que el recuerdo entonces invertido de un anhelo de futuro que desde siempre, y como conciencia de incompleción fatal, late como pulsión y fuerza política en el silencio de lo que, en cada tiempo, habla con la voz de un fantasma invicto. Acaso aquel espectro que desde la lejanía de un tiempo por venir, nos interpela con la fuerza de un destino amado, con la vocación de merecimiento de un nombre que aún, que todavía, estamos ciertamente muy lejos de tener derecho a portar. Acaso, simplemente, el de humanidad.
– José Luis Brea