Sobre la ciudad de las sombras. Dos curadurías independientes en BOG25

En La ciudad de los espectros: Bogotá ante el tiempo, por ejemplo, la obra de Jonathan Chaparro, del Colectivo Tráiler, de François Bucher o de cualquiera de los artistas participantes, se plantea una pregunta sobre la diferencia radical entre la idea o imagen de ciudad que proponen los curadores independientes y la que sostienen los curadores oficiales al representar una ciudad como Bogotá.

Álvaro Cabrejo Torres, en OVNI

La estación Las Aguas de TransMilenio sirve de separador entre dos exposiciones: del lado oriental, La ciudad de los espectros: Bogotá ante el tiempo, curaduría de Julián Serna; y del otro, OVNI – Objetos Visibles No Identificados, de Ana María Cifuentes. Ambas hacen parte de la convocatoria de curadurías independientes de la Bienal Internacional de Arte y Ciudad BOG25.

La pregunta que surge al recorrerlas es qué tan felices se sienten los curadores independientes respecto de su participación en la Bienal: ¿existe realmente articulación, diálogo, vasos comunicantes? ¿O la relación se asemeja a la de una familia en la que algunas obras resultaron mejor “alimentadas” que otras, en términos de presupuesto, recursos, apoyo institucional y condiciones de visibilidad previstas desde las mediaciones pedagógicas?

Si BOG25 adquiriera forma humana, ¿qué tipo de cuerpo encarnaría? ¿Qué obras y artistas ocuparían los órganos más visibles y cuáles quedarían en las zonas que, socialmente, deben permanecer ocultas o menos expuestas? Sea cual sea el cuerpo resultante de esta especulación argumentativa, lo cierto es que ambas curadurías reúnen artistas y obras que dialogan con la ciudad desde una “cierta mirada” que caracteriza o suele reconocerse como parte del arte que circula en Bogotá. Me refiero a que los artistas que participan, por años, han mirado la ciudad además de habitarla; en esa medida, las obras no “aterrizan” en Bogotá en calidad de turistas. Por el contrario, aportan signos de residencia respecto de las lógicas de habitar Bogotá.

En La ciudad de los espectros: Bogotá ante el tiempo, por ejemplo, la obra de Jonathan Chaparro, del Colectivo Tráiler, de François Bucher o de cualquiera de los artistas participantes, se plantea una pregunta sobre la diferencia radical entre la idea o imagen de ciudad que proponen los curadores independientes y la que sostienen los curadores oficiales al representar una ciudad como Bogotá. Como señala su texto curatorial, “esta exposición se plantea como una reflexión sobre la relación entre la ciudad y el tiempo, basada en un recorrido por las formas en que, durante las dos últimas décadas, las artes visuales han registrado las transformaciones urbanas desde la noción del espectro.” En ese sentido, el encuentro con los espectros exige tiempo: son obras y artistas que han requerido un tipo de atención y de observación especial, hasta alcanzar este encuentro. Desde ahí, cada obra responde de forma particular a esa invitación retrospectiva y prospectiva de la curaduría, al tiempo que comparte una experiencia desilusionada, pero comprometida con la ciudad.

El espectro, en estas obras, aparece como una huella en la memoria que obliga a no estar del todo feliz, a caminar con cuidado, a disfrutar de una belleza que surge entre las grietas de los andenes o de las alcantarillas a las que se les ha robado la tapa para venderla dentro de la economía de la subsistencia en medio de la precariedad. Una ciudad en la que los proyectos de desarrollo se sirven de cuadras enteras de casas familiares como si fueran postres en el menú de una cafetería de barrio; una ciudad en la que todo está “en proyecto”. En ese sentido, el espectro no remite a un pasado que se resiste a irse, sino a un futuro que se percibe complejo, una ilusión convertida en maqueta de corte láser: bonita, pero imposible de habitar.

Del otro lado de la estación de Las Aguas se llega a la Alianza Francesa, donde se ubica el espacio asignado a la BOG25. La primera reacción es pensar que en este hall —que en realidad pertenece a la cafetería— intentaron acomodar, como mejor pudieron, las obras, aunque resulta evidente que necesitaban un lugar más adecuado. Ahí vuelve la pregunta por el cuerpo y por el tipo de órgano o parte que representa esta curaduría, que propone una mirada sobre una Bogotá recorrida a pie, observada desde la ventana de un TransMilenio a veinte kilómetros por hora o experimentada en medio del trancón.

En ese recorrido aparecen las distintas formas de OVNI: Objetos Visibles No Identificados. Los artistas que participan en esta muestra integran, en su mayoría, colectivos, lo cual resulta aún más interesante: Colectivo Bricolaje, Colectivo Cambalache, Colectivo Instituto Bogotano de Corte en colaboración con Konvertible, y el colectivo de colectivos conformado por Cositas bien nais (Luisa González y Santiago Hurtado) + rainbowslash2009 (Catalina Moreno y Samuel Galeano) + trabajajajar (Daniel Vallejo y Juliana Villabona).

Entre los materiales de las obras hay inflables, monumentos blandos cubiertos de gelatina de pata, video, fotografía, cerámica y el diorama sicalíptico de Leonel Castañeda Galeano. Es en esta obra, con la advertencia “para mayores de 18 años”, donde la curaduría materializa su sospecha: “una inquietud sobre el carácter liminal del arte en el espacio público, que habita los bordes entre lo cotidiano y lo extraordinario, lo permitido y lo disruptivo, lo visible y lo inadvertido.” ¿Cómo juntar prácticas y reflexiones tan distantes como las del Instituto Bogotano de Corte y las de Leonel Castañeda? La respuesta excede las obras y remite más bien al tipo de relación con la ciudad, con los pulgueros, con el intercambio de imágenes y objetos por fuera de los circuitos del arte; por fuera de la norma o, mejor, por debajo y a través de ella. Las formas de rebusque y subsistencia que producen quienes organizan en sus chazas los objetos que venden informalmente, aparecen aquí como una clave del tipo de experiencia que las antecede. Es precisamente una ciudad en la que lo no identificado refiere también a las personas, a las formas de habitar y ser parte de un lugar donde lo reconocido es desafortunadamente: un privilegio de la minoría.

Cuando se lee en el sitio web de la Alcaldía la información sobre las curadurías independientes, resaltan algunas frases compuestas con adjetivos complejos: “sensible y plural”, “vista desde sus márgenes, fisuras y potencias”, “polifónico ensayo curatorial”, o aquella que afirma que “lo urbano no es un fondo neutro, sino un territorio en disputa, memoria, deseo y transformación”. En ese mismo registro se lee: “En sus diferencias, comparten una misma intuición: que el arte, cuando nace del cruce entre lo sensible, lo político y lo comunitario, puede abrir umbrales de percepción para imaginar, en medio del caos urbano, otras formas de vida.” Y entonces, se entiende la importancia delegada a esta convocatoria: los efectos y los significados que se les atribuyeron debían encarnar la polifonía, revelar las fisuras, la pluralidad o la ausencia de neutralidad del espacio urbano. Lo cual implicaría, volviendo a la pregunta por el tipo de cuerpo que conforma BOG25, que las curadurías independientes son —o deberían ser— el corazón de la Bienal, o mejor, el rostro que la selfie institucional atesore como evidencia de esta primera versión. Sin embargo, algo parece no encajar con su importancia, y esto tiene que ver con el tipo de espacio asignado. Aun en mejores condiciones, las obras en el Colombo se sienten apretadas, demasiado cerca unas de otras, con estrechas posibilidades de recorrido si se tiene en cuenta el interés multitudinario que le interesa a los organizadores de la Bienal. En OVNI, el espacio, además de inadecuado para las obras de la curaduría, resulta insuficiente. Por eso terminar preguntando ¿Cuál fue el criterio de selección de estos espacios?