A propósito de la exposición Manifiestos, de Jaime Iregui, realizada en Odeón, Bogotá.
“El espacio se produce como se produce una mercancía”.
Henri Lefebvre
Bogotá, una ciudad manifestada. Sobre los Manifiestos como enunciación.
En el marco de los Manifiestos lo único que prevalece es la ciudad, todo lo demás ha desaparecido, la vida, sus habitantes. Queda sólo la enunciación. La ciudad tendrá ese destino, existir sólo como enunciación, como un enunciado.
Lo que constatan los Manifiestos es que Bogotá es una enunciación.
Entre gentes que son Don Nadie el único existente es la ciudad.
Cuando la vida se enajena y se queda sin circunstancias, las únicas circunstancias, los únicos existentes son las señales de tráfico, el nombre de las calles, el decorado urbano.
La oscuridad. La noche es la constatación de una vida sin existentes. Sin relieves. Una vida cuya única constancia son el paso del tiempo y el registro meteorológico. Las señas que dan un cierto relieve. A la inercia.
Lo único que tenemos es un mapa preciso de la ciudad. Las circunstancias han desaparecido. Los únicos existentes son estas proclamas en voz alta. Estas enunciaciones anónimas, arrojadas sobre los cientos de transeúntes, arrojadas sobre un río represado en cemento al que denominan Eje ambiental. En la Jiménez, frente a Odeón.
La sociedad del espectáculo, allí donde todos van a reconocerse como pueblo culto. Todos concurren a la cita que habrá de acreditarlos como ciudadanos del mundo. Como cosmopolitas. Su anonimato tendrá un nombre. Un rol social. Participarán de ese acuerdo cultural que los acredita como ciudadanos del mundo.
El público ni siquiera consta de un nombre. Es el existente. La x de una ecuación necesaria. Intercambiable. El requisito para hacer del espectáculo, un espectáculo.
Hablar ese presente como el personaje de los Manifiestos es ya un pasado remoto. Una voz que no se sostiene. ¿Dónde se encuentra esa voz? Entonces descubro que el tiempo presente de los Manifiestos, del que vocea en la calle a viva voz, es un engaño retórico. Y que el instante que no tiene voz, ni tiempo alguno es irregistrable. Todo en los Manifiestos es una narración. Una ficción. Un narrador omnisciente que elevado sobre un parapeto teatraliza al pregonero de tiempo atrás. Cuando en derredor suyo se aglomeraba la multitud y su pregón alertaba sobre los eventos. Hoy hace parte del desorden, del desdén de los que se precipitan calle abajo, calle arriba, apenas cerciorándose de la voz, de la cadencia monótona de esa voz. Esa cinta sin fin de un enunciado que habrá de proyectarse de manera inverosímil en lo que buscaría ser un tempo continuo en la sala de exhibición.
Lo único cierto o real son las señas de las calles donde se aposta el voceador de los Manifiestos. Personaje burlesco que quizá manifiesta el caos, debe levantar su voz por encima de ese caos para intentar ser escuchado acaso por la multitud.
Su pregón monótono se superpone apenas al ruido. Y lo vemos, quedan los registros en red. En la carrera décima, a la altura del Centro Internacional. En la Jiménez, en frente de Odeón. En la carrera séptima con calle 19. Las Calles todavía son registrables.
Las vidas de las personas son planos no manifiestos, asuntos sin importancia. Quedan en cambio los registros y las señas de las calles. Carrera séptima, Eje ambiental, Avenida 19.
En su momento, significó leer unos Manifiestos que a manera de prolegómenos de la ciudad moderna aparecieron en la revista Proa.
Odeón, posponer la visita. Odeón, cerrado el fin de semana y los festivos. Un espacio para el arte con horarios de oficina. Extraña asociación para el estado del arte. Sólo puedo regresar hasta el miércoles. La escritura en espera. El encuentro con lo manifestado. Con lo no manifestado. En tanto, asistir a la muestra desde la pantalla que registra de otro modo y en otro tiempo, los Manifiestos. Pero que permanece en esta perpetuidad simulada y controlada de la red, de la mediación artificial. De todos modos estoy cerca, tendré que regresar otra vez para cerciorarme, en tiempo real, de lo sucedido en esta sala.
Los Manifiestos, recordar que todo comienza por ser lugar.
¿Desde dónde se manifiesta Jaime Iregui?
Jaime Iregui, Odeón.
Jaime Iregui, se manifiesta sobre los Manifiestos aparecidos en la revista Proa, años 1946, 1947.
Antiguamente Odeón fue un Teatro o pretendió serlo, un complejo teatral muy ambicioso, pero fracasó y fue abandonado. Sus muros registran el abandono y la ruindad de nuestras políticas culturales de un Distrito llamado Bogotá, alguna vez se lo intentó rescatar y funcionó un café y un restaurante, recuerdo que en los 90´ hacían proyecciones de cine a media noche. Pero luego todo se malogró y el espacio se transformó en una ruina.
La muestra.
“Tres sólidos platónicos adosados a los muros laterales. Los sólidos como principios organizativos, como ideas e ideales de orden y perfección”.
¿Del Manifiesto de la revista Proa, a la acción del voceador sobre la calle, qué se juega?
En la sala al fondo, la proyección de un video donde se ve la acción del voceador recitando su parlamento, los Manifiestos de Proa. Es otro contexto, no la revista sino la calle, no la década de los cuarenta, sino este 2016. Y la Jiménez se llama ahora, o pretende llamarse Eje Ambiental. Aunque el ambiente es irrespirable y queda poca constancia de lo vegetal y del agua.
BOGOTA PUEDE SER MODERNA
Manifiesto.
Estos Manifiestos de Proa, voceados, proyectados, fotocopiados, estos manifiestos puestos en contexto, mediatizados, son el tema o motivo de exhibición. Se exhiben en la Sala Odeón. Un Manifiesto hecho objeto de exhibición. Mediatizado. También teatralizado en la calle. ¿Un performance? Un doblaje de los Manifiestos aparecidos en una revista llamada Proa. Y no deberíamos olvidarlo, estamos asistiendo a su Representación.
Bogotá puede ser Moderna, dicen Los Manifiestos de Proa. En la calle, escuchamos el pregón del voceador enunciando esta sentencia; simultáneamente, en la sala, en la oscuridad de esa ruina del antiguo Teatro Popular de Bogotá, El TPB, un aparato reproductor reproduce la escena del voceador en la calle. Fantasmalidad pura. Es una reproducción que intenta simular el tiempo real. En realidad se trata de los silencios de red.
Esa cinta sin fin desprovista de alma ¿Acaso una proyección tiene Alma?
Pero registra el recuento de un evento, un evento de personas reales que en los años 40 se manifestaron en Proa; y el registro, la reproducción técnica del registro de este montaje de lo manifestado, se transforma en su réplica, y a su vez simula la manifestación de lo manifiesto, pero no debemos olvidarlo, es un doblaje, una compleja duplicación de una cierta materialidad que alguna vez fue tinta, que alguna vez fue un impreso, facsímiles de una manifestación. Lo que vemos y presenciamos es su reproducción. Los silencios de red. El tiempo de los Manifiestos fue otro, hoy son su puesta en escena. Una sala en ruinas, una calle, tal vez la misma calle, pero en otros tiempos, una proyección; los sólidos adosados a las paredes cerciorándonos de la coseidad de este momento de proyección. Otro contexto, 2016, Odeón. Afuera la circulación de Transmilenio. La calle es real. Pero los Manifiestos ya no son tinta sobre papel. Son fotogramas a una velocidad que simula el movimiento, el tiempo real; son el producto de una técnica. Una captura que representa a un voceador parapetado en su butaco, pregonando. La gente pasa de largo, están acostumbrados. Pero la proyección no nos permite divisar la escena completa; el hombre que registra la escena, quizá es Jaime Iregui, el artista, el artífice de esta representación, su productor. No podemos saberlo, el registro esconde esta verdad, este perfecto andamiaje en que por un momento creemos que alguien realmente se manifiesta.
Es un doblaje, una representación, una escena.
Tampoco se trata de una investigación, en el pasado, en el 2006, Jaime Iregui escribió un documento de su investigación sobre estos asuntos de Proa, “El Plan B: la Carrera Séptima como Manifiesto Moderno”, en el texto resultante Jaime comparaba el papel de Proa con el papel de un curador de una muestra quien para establecer su propia mirada daba lugar a su versión de ciudad moderna, ese documento del 2006, perfectamente podría funcionar como el guión de este teatro de hoy. Como la curaduría y producción que Jaime Iregui ha realizado con los Manifiestos. El teatro de los Manifiestos de Proa. Su puesta en escena.
La fantasmalidad de esta manifestación trucada en teatro se suma a la fantasmalidad de un teatro en ruinas.
Es lo sólido disolviéndose en el aire.
El valor de uso de la palabra manifestada trocándose en puro valor de cambio, los silencios de red, la pérdida de toda corporeidad, la pura manifestación del medio. De los medios.
No hay Manifiesto sino réplica.
Un ejemplo de la reproductibilidad.
De los tiempos de la reproductibilidad.
Pareciera no haber nada. Tan sólo el fantasma.
Una época de un arte hipostasiado. Su fantasma.
Aspectos caóticos del espacio; el portero a la entrada, le explico o intento hacerlo, la sala vacía; en la pared de enfrente, apenas tenuemente iluminadas, cuelgan unas tablas con ganchos prensiles como las que debieron usar esos arquitectos manifestantes para tomar sus notas sobre Bogotá. Las tablitas prensan fotocopias de los Manifiestos; alguien me dice que puedo llevar alguna hoja, se trata de material para el público. En frente, en la penumbra, la proyección; la sala se llena con la monotonía de un parlamento voceado en una calle, y continúa sin fin, precipitándose en el tiempo ciego e ilímite de la proyección; adosados a las paredes los sólidos intentando crear alguna consistencia.
Alguien podría confundirse y tomar por objeto primero el simulacro, alguien podría pensar que Jaime Iregui se manifiesta, obviando por completo el mecanismo de la mediación. Es otro momento. El tiempo de los Manifiestos parece haber caducado. Esto es sólo su reproducción. Otro podría pensar que se trata de una investigación de un artista interesado en la complejidad de los temas urbanos. Todos estos son los malentendidos a que puede llevarnos la mediación. En realidad estamos en una sala, y al fondo la representación, un teatro en que se pone a prueba nuestra comprensión del doblaje de la realidad.
Entonces quizá necesitamos la distancia. El recurso de la distancia para comprender a cabalidad. El distanciamiento necesario para comprender que estamos en presencia de un mecanismo. Que no hay Manifiesto ni manifestante. Está en cambio su representación. Los artilugios ilusorios de una puesta en escena. Ningún evento. Ninguna experiencia. Al fondo la proyección perpetuando los que alguna vez fueron los enunciados de un Manifiesto, de un grupo de arquitectos manifestándose en una publicación; a un lado los sólidos geométricos adosados a las paredes ¿decorándolas? atrás, las tablas con copias de los documentos, colgadas de las paredes y tenuemente iluminadas. ¿Y el público? Preso quizá por la ilusión de la proyección, apenas si acierta a darse cuenta del engaño.
El mecanismo. El doblaje que ha venido a presenciar.
Después, en el silencio del regreso, el espectador habrá de preguntarse por el sentido de esta producción, por la resignificación que podrían tener estos Manifiestos de Proa, por la escena en que reaparecen en Odeón, año 2016, diciéndonos lo nuevo.
Claudia Díaz, abril 5 del 2016.
1 comentario
El burrro hablando de orejas
Respecto a las criticas de José Roca al MAC en sus 50 años que en Arcadia dice que es un Museo de barrio, la fundación del sr Roca es una fundación en otro barrio marginal, rodeada de zapaterias y talleres de mecanica.