Es curioso que una palabra con una estética tan atractiva –tanto auditiva como visualmente– y que hace alusión a la esencia misma de las personas, a su identidad, esté asociada con episodios tan lamentables.
Shibboleth (‘espiga’, en hebreo) es el nombre que recibe algún tipo de santo y seña con el que una persona demuestra su pertenencia a un grupo. Una contraseña cuyo desconocimiento puede constituir una desventaja, a veces mortal, para una persona; perjuicio ya presente en la proveniencia misma del término.
Según narra el libro de los Jueces (Antiguo Testamento), después de la derrota que los galaaditas infligieron a la tribu de Efraím, aquéllos implementaron una especie de prueba para identificar a los supervivientes y aniquilar, así, a toda la tribu. La prueba fue muy sencilla, aunque no por ello menos cruel: si se sospechaba que una persona era descendiente de Efraím, se le exigía decir una palabra que contenía ‘sh’ –fonema imposible de pronunciar para esta tribu, ya que su lengua carecía de él–. La palabra era shibboleth y cuarenta y dos mil efraimitas, si el relato no es apócrifo, murieron degollados por pronunciar, en su lugar, ‘sibboleth’.
Shibboleth es también un poema de Paul Celan. En éste, desde tierras lejanas y ajenas a su querida Rumanía, encarcelado, el poeta expresa la palabra shibboleth a manera de verso conjurador. Intenta evocar su patria, volverla a ver, sentirla, para mantenerse allí, seguro, en el seno de su recuerdo. Esta palabra también puede aludir, de este modo, a un beneficio personal: puede funcionar como un código secreto mediante el cual una víctima retorna a la paz que le ha sido arrebatada. Por lo menos fue así como, en medio del Holocausto, muchos judíos invocaron un shibboleth, como única forma de contrarrestar el salvajismo nazi.
En este mismo contexto –en el Holocausto– podemos ver que la segregación judía también constituye una prueba que, por parte de los nazis, implementa su propio shibboleth: uno que ya no solo utiliza un criterio lingüístico sino que se extiende a la identificación de todo un conjunto de rasgos físicos –propios del pueblo judío, y ajenos a un pretendido modelo alemán–.
De aquí que, más que a un ‘santo y seña’ o ‘código secreto’, shibboleth pueda referirse, en un sentido más general, a cualquier tipo de marca con la que pueda reconocerse la pertenencia a un grupo. Un shibboleth muy particular lo encontramos en nuestros rasgos físicos, color de piel, formas de hablar y de pensar, de actuar y de vestir, en nuestras creencias y gustos, entre tantas otras cosas que constituyen nuestra identidad.
Shibboleth es, finalmente y en este sentido ya más amplio, una obra de la artista bogotana Doris Salcedo. Una gigantesca grieta de 167 metros a lo largo del suelo que, en el año 2007, hizo lucir el Turbine Hall de la Tate Modern de Londres como si hubiera ocurrido un terremoto. Con esta ‘forma’, la arquitecta quiso representar un espacio negativo que aludiera, a su vez, al gran vacío existente en nuestra historia: al de la insondable diferencia que separa a los blancos de todos los demás; al vacío de la segregación racial. Una historia que, según ella, aunque corre paralela a la historia de la modernidad, constituye su lado oscuro y no narrado.
Salcedo, valga decirlo, es la misma artista que colgó unas sillas de madera sobre la fachada del nuevo Palacio de Justicia. En esta imagen, puntos de vista opuestos colisionan violentamente generando separación, discontinuidad y violencia. Porque la silla de madera es un elemento propio de un espacio interior y fue expuesto a la intemperie, para marcar, mediante esta yuxtaposición, el acto violento al que la obra hacía referencia: las víctimas del Palacio de Justicia. A ellas y a todas las demás víctimas de la violencia en Colombia son a quienes Salcedo ha dedicado toda su obra, porque, según dice: “por más molestia que esto represente para muchas personas en Colombia, no podemos dejar de contar nuestra historia negativa, la historia de los vencidos”.
Es curioso, entonces, que una palabra con una estética tan atractiva –tanto auditiva como visualmente– y que hace alusión a la esencia misma de las personas, a su identidad, esté asociada con episodios tan lamentables. Esto es quizás porque esta palabra, con todo lo bello y vital que pueda representar, es sinónimo de segregación; acción que, paradójicamente, emerge de nuestra misma identidad: de todo aquello que somos, que queremos ser y que, a nuestro parecer, los demás ni son, ni llegarán a ser.
No creo, sin embargo, que la segregación sea un mal con el cual tengamos que vivir. Tampoco creo que se trate de un asunto de ignorancia y que, en consecuencia, su solución esté en la educación. Por lo menos no en una educación entendida en términos de teoría. Porque los comentarios más excluyentes y descalificadores que sobre determinados grupos o personas puede uno escuchar provienen, justamente, de individuos con niveles educativos y estatus sociales nada despreciables. “¡No nos van a ganar estos negros hijue…!” –exclama con frecuencia el refinado hincha frente a un gran letrero que dice: “Say no to Racism”–.
Creo que al racismo y a la segregación, en general, no se les combate con invitaciones y mucho menos con imperativos. La exclusión, como cuestión de gusto estético que es (ante todo), se combate con educación artística: ¿por dónde más podría venir la relativización del gusto sino es por vía del mismo gusto?
Si bien es cierto que la grieta abierta por la exclusión, tal y como la plasma Salcedo, es cada vez más ancha y una mayor fuente de violencia, no menos cierto es que podemos construir puentes e, incluso, cubrirla de una manera gradual educando emocionalmente el gusto estético de las personas. Así, que nuestros shibboleths’s sean un motivo de orgullo, como todo aquello que hace parte de nuestra identidad, y que no sean, a su vez, una causa de exclusión y de violencia es una tarea propia del arte –de la implementación educativa que hagamos de él–.
En alguna de sus conferencias, Doris Salcedo afirmó: “(…) matar es una manifestación del poder absoluto y no hay nada que el arte pueda hacer contra el poder absoluto”. En un pensamiento posterior, sin embargo, ella misma parece tener una visión más constructiva de su labor como artista: “El arte tiene un poder enorme –dice ahora–, tiene el poder de devolver al dominio de la vida, al dominio de la humanidad, la vida que ha sido profanada”.
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Julián Cubillos*
P.S.: Hay quienes no están de acuerdo con que el premio Velásquez haya sido concedido a Doris Salcedo, quienes consideran exagerado el discurso del príncipe de España en el que manifestara (en la ceremonia de entrega) una similitud entre el trabajo de ella y la mirada con la que Goya analizó, hace doscientos años, el mundo de su tiempo. Hay quienes encontramos apenas justo este reconocimiento, y lo celebramos como un logro no solo de ella sino también como un reconocimiento a las víctimas del conflicto armado en Colombia: a quienes ella ha dedicado este premio y toda su obra.
* publicado por Semana, 06 de julio de 2010.