Anónimo, An Old Water Color of Bogotá (detalle), sin fecha. Paisaje con techos rojos, curaduría Unidad de artes y otras colecciones, museo de arte Banco de la República, Bogotá, 18 de Marzo – 1 de Junio.
Hace varios años, Nicolás Gómez, integrante del equipo curatorial responsable de esta exposición estaba trabajando en otra curaduría. Junto con Felipe González y Julián Serna propuso el diseño actual de la sección dedicada al arte moderno en el Museo Nacional. Entre las múltiples decisiones que tomó junto con sus colegas estuvo la de abrir la sala oponiendo campo y ciudad. Su intención era la de revisar la forma en que los más importantes artistas del período representaron los cambios visuales que impuso el desarrollo urbano. De hecho, ese capítulo de la exposición cerraba con una demostración de empatía hacia la movilidad como bien más valioso del urbanita promedio. En el plan original, los espectadores debían continuar el recorrido hacia el fondo de la sala encontrándose con un automóvil de la época. El carro nunca subió, Beatriz González se quejó de ello en público y la muestra quedó trunca. Una buena idea cuyo desenlace reveló las dificultades de la modernización.
Queda claro que a Gómez le preocupa el modo en que los productores de imágenes conciben y se relacionan con su entorno sin atravesar la digresión política. De hecho, no deja de introducirla en esta muestra. Sin embargo, por reiteración habla de problemáticas no exclusivas a la construcción visual. Al concentrarse en un grupo más o menos homogéneo de artistas, esta curaduría ofrece un balance adicional.
En primer lugar, indica que la distancia profesional existente entre amateurs y académicos estaba incluso en el uso de ciertas técnicas. Las acuarelas y las fotografías buscaban logros diferentes a los de las pinturas y dibujos. Mientras las primeras intentaban ofrecer un conocimiento positivo sobre temas específicos, como ubicar hitos, registrar cambios orográficos; los segundos reflejaban acercamientos expresivos. Donde unas ponían información, otros sensación. En este aspecto, la pintura de la intersección de la avenida Caracas con calle 42, despierta una alta frecuencia de suspiros.
De hecho, también es posible complejizar el inventario de modelos visuales de los autores seleccionados. Si los artistas se esforzaban por demostrar un adecuado, si no el mejor, uso de la retórica impresionista, los autodidactas trataban de emular la aparente neutralidad del repertorio científico. De este modo, muchas de las pinturas muestran una Bogotá vista a través de lente francés; al tiempo que las fotografías parecen encargadas para acompañar un reportaje económico de United Press.
En tercer lugar, hay una serie de decisiones que enriquecen la experiencia museográfica. Si bien toda exposición será estudiada en sus catálogos, tener la posibilidad de verla personalmente es un factor que pocos espacios de Bogotá tienen en cuenta. Aquí, la iluminación rebotando contra paredes pintadas de rosado, la acumulación de obras detallistas en un mismo marco, la cercanía de piezas visualmente afines, el incremento de tamaños a medida que se acerca la cronología de las obras, la separación estratégica de acuarelas que se emplearon para dar contexto, funcionaron para transmitir la idea de que el interés de sus curadores era proponer un diálogo productivo con el pasado.
Frente al imaginario premoderno que marca la muerte de Bogotá a las 11 de la mañana del 9 de abril de 1948, y no mira hacia ella más que para quejarse de sus alcaldes de izquierda, aquí se ofrece una interpretación alternativa. Al contrario de las variaciones pesimistas decoradas con fotografías patinadas de color sepia, donde no hay lucha (ni armonía) de clases y todos parecen listos para trabajar, esta exposición plantea una hipótesis mucho más productiva. Bogotá no era una ciudad bella en el pasado, más bien quienes la pintaron se encargaron de crear una serie de alteraciones visuales que triunfaron como representaciones modélicas. De ahí que este villorrio remecido por la incontrolable y afortunada llegada de campesinos dispuestos a vivir mal en barrios sin servicios públicos, y millonarios dispuestos a vivir más o menos en las planicies del norte, pasó a ser evaluada en retrospectiva. Siempre que se pensaba en la Bogotá ideal se hablaba de “la ciudad de los tranvías”, “la ciudad de la sabana pintoresca”, en últimas, “la capital”. A ella, por ejemplo, viajó mi padre cuando decidió que quería ser dueño de su propia vida. Y, bueno, lo logró. Hasta crió un crítico.
Este argumento se refuerza con la constante ausencia de personajes humanos. Dejando de lado la inclusión de representaciones costumbristas se recuerda aquí la denuncia que suscribiera Nicos Hadjinicolau contra el artista burgués. De más está decir que los artistas colombianos de la primera mitad del siglo XX eran burgueses, que Páramo, Trujillo et al. fueron portaestandartes de los condicionamientos de su clase y que esa fue una circunstancia de la que no dudaron en sacar provecho. Sin embargo, lo que resulta de interés aquí es el modo en que cumplieron con el axioma del historiador de Salónica: en sus ciudades no hay nadie, y quienes aparecen son manchas.
Sin embargo, hay una portada diseñada por Sergio Trujillo para un medio editorial, que elude este argumento y da el salto a la vida real. En ella la gente camina en los andenes, de hecho pareciera estar de afán. Su visión es tan realista que podría pensarse sin esfuerzo que allá también los conductores parqueaban donde les daba la gana y disfrutaban lanzándole sus carros a los peatones. Una delicia de ciudad.
— Guillermo Vanegas