Apreciada(o) Pançaroski
Uno de los síntomas más comunes en la sociedad urbana luego de la llegada de la Revolución Industrial fue la aparición de un tipo de psicosis sin brotes de violencia. Desde que se logró identificar como cuadro patológico, comenzaron a verse con bastante asiduidad ciudadanos que conformaban una vida normal y tras sufrir un hecho violento desencadenaban una crisis y debían ser sometidos a terapia.
Muchos son los síntomas que afectan a esta clase de psicóticos no diagnosticados, entre ellos la multiplicidad de personalidades. En pocas palabras, se puede decir que su malestar obedece a una incomodidad existencial, que no puede satisfacerse en la asimilación de lo corriente y aburrida que es su miserable, desafortunada y patética existencia, por lo cual inventan otras identidades. Este tipo de enfermos son frecuentes en los medios literarios y artísticos, y a muchos de ellos se deben algunas de las mejores piezas de la especie humana. Le recomiendo muy especialmente la lectura de algunos escritos realizados por los pseudónimos creados por el infaltable Pessoa, la narración que Vila Matas construye para un personaje que no vive sino solamente para el universo literario o, incluso las biografías de Samuel Beckett o Antonin Artaud. Ahora bien, si desea ampliar su conocimiento sobre este tipo de locura, le recomiendo que lea un librito de Dany-Robert Dufour, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2002 bajo el título de «Locura y democracia, ensayos sobre la forma unaria». Allí podrá engolosinarse con el sufrimiento humano, tanto como dejar de ver (si quiere) de manera fanática, condescendiente y suspicaz cualquier referencia a un síndrome psiquiátrico en un texto de crítica de arte.
Volviendo a la creación de personalidades, también vale la pena que revise su propia posición y piense si su lugar de interlocutor(a) sin rostro le resulta tan beneficioso al ejercicio de la actividad crítica «en su conjunto» o si sólo satisface sus ansias de figuración impune, atacando a quienes desee sin perder nada en el intercambio. Es bastante posible que, si no quiere dar la cara, bien puede estar protegiendo un enorme rabo de paja.
De otra parte, permítame decirle Señor(a) Pansarosqui que al señalar que una obra como la de Ávila Leubro funciona al develar la insuficiencia y estupidez de la actividad cotidiana al insertarse dentro de uno de los lugares emblemáticos de la sociedad contemporánea es un acto semejante al monólogo de un suicida que obedece a la total lucidez que le da la consciencia de su desamparo. El acto de Ávila Leubro es claro, sobrio y no esperanzado. A eso no le veo ningún chiste. Creo que, por el contrario, personajes como el que usted representa, ven con asco cualquier referencia no aséptica hacia la desesperanza y por lo tanto, rechazan con virulencia el que alguien señale algo como incapaz de despertar optimismo. Su proactividad no tiene límites y ante esto Natalia Ávila Leubro sabe, antes que usted y que yo, que su actividad no es especial, ni exclusiva, ni única, ni feliz, ni satisfactoria. Al quedarse durante un mes en un muladar como Salitre Plaza, no espera nuestros golpecitos en su hombro. Y, creo, no le importan demasiado.
Guillermo Vanegas