Hace unos años, al recorrer colecciones particulares en Colombia mientras desarrollaba una investigación sobre arte local, una pieza que encontré varias veces llamó mi atención. Se trataba de una hormiga compuesta en fibra de vidrio por dos moldes de cráneos contrapuestos unidos por un empalme que hace de torso, cubierta en una textura de arenas y carbón y patas hechas de ramas secas de arbustos de jazmín que sabía, desde la primera vez que pregunté por ellas, eran piezas de Rafael Gómezbarros. Lo que no supe hasta conocer al artista, era que estos solitarios invasores (por lo general, en los espacios en que las había visto, era una o a lo mucho dos hormigas) formaban parte de una instalación que ha sido emplazada varias veces desde su primera versión en 2008. Con el título de Casa tomada (el mismo del cuento recogido en el Bestiario de Cortázar), desplegadas sobre las fachadas o en espacios interiores, miles de ellas habían sido colocadas como una suerte de plaga nómade que devora los espacios que ocasionalmente irrumpe: una poderosa metáfora, silenciosa e irreversible, capaz de depredar simbólicamente algunos de los monumentos o emblemas que se suponen entre las “cosas estables”. Así, la marabunta se ha emplazado en varios lugares: desde su inicio en el Altar de la Patria en Santa Marta o la Aduana de Barranquilla, a la Galería Alonso Garcés y el Capitolio Nacional; y se ha incluido también en intervenciones internacionales como la Trienal de Caribe en Santo Domingo, la Bienal de La Habana o la Saatchi Gallery en Londres.
Lo que transmiten estas piezas en gran número es una sensación de asedio, como un presagio de que quienes permanecen en un lugar pueden ser removidos y enfrentar forzosamente la vida errante que mueve el paso marcial, aparentemente desordenado, de estas mismas incursiones de víctimas (convertidas así en victimarios). El artista vincula lo itinerante de su propuesta con la idea del viaje, de la migración y el desplazamiento incluso globales: en un momento en que el planeta atraviesa la peor crisis de refugiados desde la Segunda Gran Guerra y se ha reconocido a Colombia como el país con el mayor número de víctimas de desplazamiento forzado interno a nivel mundial (siguiendo un informe de 2012 del IDMC), es claro que el conflicto y la muerte son los principales motores de estos flujos poblacionales. Al comentar una serie anterior, denominada Sonajeros, en 2003 (realizada también con dos moldes de cráneos humanos contrapuestos y unidos con cuerdas y fibra de vidrio a modo de instrumento musical algo macabro), Álvaro Medina señala una suerte de relación orbital, de “muerte versus muerte”, donde las formas “se atraen y rechazan como estrellas gemelas que rotan, interminablemente, la una frente a la otra”. La terrible imagen de un solo cuerpo dominado por una oposición medular o constitutiva está también en sus hormigas: no parece fácil identificar el cráneo que hace de cabeza del que hace de abdomen; cual representación bizarra de la espiral de violencia sin quicio de los últimos decenios. Recordé entonces un pasaje de un libro canónico para la filosofía, donde Arthur Schopenhauer ejemplifica la lucha universal por la dominación ¾que supone una escisión de la voluntad¾ tomando ejemplos del mundo animal: entre los más impactantes (o absurdos), está un insecto conocido por su extrema agresividad, oriundo de Australia: la hormiga-bulldog (Myrmecia), que al ser cortada en dos “(…) se produce enseguida una batalla entre la cabeza y la cola; la primera aferra con sus mandíbulas a la segunda, y esta a su vez se defiende bravamente con su aguijón. Por lo general, la lucha dura cerca de media hora, hasta que ambos contendientes mueren o son separados por otras hormigas.» (mi traducción de El mundo como voluntad y representación, tomada de una edición en italiano de un libro originalmente en alemán).
Pero hasta aquí, comento de una propuesta en instalación de la que he visto piezas, pero ningún emplazamiento, todavía. La exhibición más reciente que Gómezbarros presenta en el Museo Bolivariano de Arte Contemporáneo en la Quinta de San Pedro Alejandrino —y que simultáneamente se puede ver también en Bogotá, en LA Galería—, ha coincidido en inaugurar, en su versión de Santa Marta (a inicios de octubre de este año), con la reunión realizada en ese mismo lugar entre los titulares de las carteras de defensa de Colombia y Venezuela: uno de los varios encuentros suscitados desde fines de agosto por la crisis fronteriza, en la que centenares de colombianos, en su mayoría despojados y expulsados por la guerra interna, venían siendo deportados del país vecino y obligados violentamente a regresar. En esta, su más reciente exhibición, algunas nociones comunes, entendidas como suelo o terreno fijo, son intencionalmente removidas: bajo el título Desconfío de las cosas estables, el artista reúne piezas en cerámica, cemento y yeso, conformando instalaciones que aluden a una fragilidad o vulnerabilidad constitutivas; un componente acaso dúctil, más humano y voluble, que está en la base de aquellas cosas que suponemos fundantes, sólidas o invariables y que, por ello mismo, no lo son.
En dos conjuntos de repisas adosadas al muro, Gómezbarros dispone, para una de estas instalaciones, un número amplio de cráneos humanos hechos en cerámica: en un lado, tanto la estantería como las piezas han sido pintados en negro y del otro, en blanco; aun cuando en ambas plataformas pocas se mantienen enteras o intactas. La mayoría tiene una visible abertura: ya de ranura y corte limpio o en violento tajo que los deforma o aplasta (como si antes de cocerse en el horno la arcilla hubiera recibido un golpe de machete). “Atrapados en un encantamiento de patrones”: el despliegue museográfico, tipo almacén o depósito, nos sugiere, aún si como parodia, cierto rigor de ciencia. Puede pensarse en el gabinete de un antropólogo forense: las osamentas, acaso extraídas de un desorden o ruma anterior, se exhiben dignamente organizadas y colocadas sobre el mueble para cumplir con el mínimo precepto modular que exige un archivo. No obstante, la presencia de las repisas o compartimentos, aun si la tarea es ayudar en el proceso de asignación de identidad a los cadáveres, logra darle una pátina homogénea y rasa a los restos. Una al lado de la otra, esa invariable estructura ósea multiplicada, que articula y sirve de “andamio” para sostener la flacidez de vísceras y tejido muscular del cuerpo restante, (en efecto ocurre así en la memoria civil de los estamentos burocráticos del Estado) parece merecer ante todo un número y acaso, posteriormente, un nombre: en la mirada de la administración pública, la siempre adherente e inclusiva muerte supone diluir las diferencias que suelen imponer distancias inconciliables más frecuentes entre los vivos. No obstante, el concepto de “patrón”, entendido como modelo o molde seriado en una producción, y también como la norma, el mando o autoridad que los protege o defiende, en los que el título hace énfasis, es un comentario sobre esta matriz ósea, en un primer momento desprovista de señas particulares: Gómezbarros usa solo dos cráneos como patrones para generar sus réplicas. Pero también introduce una acepción o uso del término, en su raíz latina, que en la literatura de ficción los hechiceros usan para traer a un guardián o custodio protector (como el “expecto patronum” invocado por Harry Potter para repeler a los Dementores en El prisionero de Azkaban): el vínculo inesperado con un mundo de conjuros, de poderes “sobrenaturales” u “ocultos”, sugiere para el artista el modo de empaque o presentación con el cual se reviste el funcionamiento de una ideología (o falsa conciencia), como si se tratara de un prodigioso acto de magia. Los patrones de pensamiento o de buenos modales como parte del amplio repertorio del “deber ser”: el imperativo categórico que las sociedades ponen en marcha para reproducirse así mismas, condenando fuera de ellas toda forma de incumplimiento o desviación. Varios de los tajos de la estantería negra sostienen óvalos en láminas que se incrustan en los cráneos: algunas con superficies opacas, semi-opacas, translúcidas o reflectantes, insertadas como programas informáticos directamente en el cerebro; mientras en la estantería paralela, de cráneos y repisas en blanco, estas placas son acrílicos translúcidos con colores tomados del modelo CMYK, utilizado para medios industriales de impresión (las diferencias de pigmento son ahora la aplicación de cuatro capas base, en distintas proporciones). En la era de los pixeles, Gómezbarros arma un tinglado que desmantela el teatro multicolor, presentándolo como una variante compleja de esa oposición de estanterías, sin escalas de grises.
Otra instalación está compuesta por varios columpios donde las gruesas sogas se amarran a apoyos de cerámica, realizados a partir de moldes que han sido calzados sobre brazos seccionados, colocados como los “asientos de dos o cuatro manos” utilizados en primeros auxilios para sostener y transportar a una víctima, lesionada o enferma, cuando no se cuenta con el equipo o camilla para su mejor y más seguro desplazamiento: diseñados para que dos socorristas trencen sus miembros (ya agarrándose mutuamente de sus antebrazos, cuando usan dos, o cerrando los dedos alrededor de sus propias muñecas, en el caso de usar los cuatro) y trasportar así, sobre esta espontánea silla, articulada con el enlace de sus extremidades, a un/a convaleciente que viaja sentada/o en ellas. En estas versiones huecas, ligeras, dejadas en primera cocción (biscocho) y con rebordes de empalmes de moldura desprolijos, se destaca la fragilidad de un soporte que no podría resistir el peso de un cuerpo sin romperse: un modelo lúdico o paródico cuyo título, “Somos humanos”, hace énfasis en la condición particular de una asistencia precaria o insuficiente, que se mueve en el aire con algo de ironía recreativa y que puede leerse como una versión artificiosa e infantilizada de la simulada asistencia o solidaridad ante la urgencia: en verdad, nos están meciendo.
Para LA Galería, el artista añade a la propuesta en sala una ruma de puños igualmente calcados y vaciados en cemento (esta vez con moldes de alginato que permiten una sola copia por matriz), reuniendo así decenas de piezas directamente copiadas sobre modelos vivos. Estos puños son emplazados como un montículo que se apoya sobre una columna: escombros o fragmentos remanentes de lo que podría haber sido una multitud combativa de la cual ha quedado solo el símbolo macizo de la protesta. A diferencia de la anterior, en esta otra instalación, titulada “Pujanza”, no hay artificio. Sin embargo, aun cuando todas estas manos cerradas son como piedras compactas y sólidas, no hay tampoco asomo de gesto triunfalista, sino una suerte de vigor paródico, sostenido con obstinación en medio de la ostensible ruina.
El conjunto de propuestas reunidas parece colocado adrede bajo el signo de la sospecha: como si asomara en ellas el proceso de un desencanto medular que toma distancia tanto de la utopía como de la distopía: aun en su impecable despliegue, las obras se desenmarcan de los rieles, casillas o armazones que articulan interiormente la ciega expectativa por las promesas institucionales (que hoy parecen una suerte de industria). El “desencanto”, sin embargo, no tiene aquí relación con el hastío, la decepción o la indiferencia: se trata, precisamente, de “deshacer el hechizo” que cubre un mundo que se despliega ante los ojos como una moldura o como un ideal que el artista supone, en un sofisticado proceso de síntesis, poco más que un artificio de sombras. En su nueva alegoría de la caverna, Gómezbarros lleva a cabo un procedimiento que se acerca al que Karl Marx usaba para explicar cómo los objetos salidos de la línea de ensamblaje de fábrica habían empezado a “comportarse” como mercancías, concentrando una atención sobre ellos (como si adquirieran vida propia, de modo más o menos “mágico”) y haciendo uso de una cierta autonomía con la cual ocultan el proceso mismo de su producción (esto en el primer libro y capítulo de su monumental análisis de El Capital). Un secreto a voces que ha generado la enajenación propia de una sociedad, ya completamente entregada a un consumo escasamente crítico.
Sin que el artista suscriba necesariamente las referencias a Schopenhauer o Marx (o a Harry Potter), lo que hay aquí es un ejercicio maestro de representación visual de cosas que normalmente carecen de representación. Un despliegue ingenioso e incisivo donde la des-ilusión y el des-encanto son acciones motivadoramente revolucionarias que materializan en nuevas formas la idea del velo corrido o el registro de la película en backstage: se trata de develar los secretos de una función de prestidigitación, el ardid de un truco muy antiguo varias veces reactualizado. En la instalación “La desilusión de los ancianos”, emplazadas dentro de una sala levemente oscurecida, Gómezbarros coloca de modo más espaciado una serie de manos de yeso unidas en pares, también entrelazadas como una sola pieza. Algunos elementos presentes en otras instalaciones comentadas líneas arriba, se repiten: la propuesta se sostiene sobre una estantería con soportes apuntalados en los muros, como en la primera, pero a diferencia de la instalación “Somos humanos”, aquí la unión de las manos, calcadas en cada caso de una sola persona, se da solo en los pulgares, haciendo que estas tengan contacto en el pliegue articular de las muñecas, permitiéndoles extender las palmas y los demás dedos. Una lámpara con base de prensa, acoplada a la repisas, se articula al lado de cada una de ellas buscando el mejor ángulo para su iluminación.
En el momento en que esta muestra abre sus puertas en Bogotá, el mundo parece el escenario menos apropiado para los discursos de paz, mientras en Colombia, estos tienen una presencia estelar: de un tiempo a esta parte, ellos se han convertido en un programa oficial que se dispone a cerrar una etapa de más de medio siglo en conflicto. La “paloma”, como símbolo multiplicado en todas esas proyecciones sobre las paredes, convierten, en parte, ese discurso en un juego infantil sacado de un teatro de sombras, incapaces de levantar vuelo. Tanto las siluetas icónicas como las estructuras que las hacen posibles se destacan en simultáneo, sin plegarse a un discurso en favor de la guerra: como un Dziga Vertov del Siglo 21 (pienso en su obra épica El hombre de la cámara), estas imágenes de Gómezbarros toman distancia del simulacro nacional o, más bien, le permiten a este compartir el protagonismo con el desengaño, bastante vigente entre las/os ciudadanas/os que han sido testigas/os de varios procesos y diálogos de paz, como si se tratara de un único desfile (o un mismo circo). La proeza acaso completamente prodigiosa, fuera de todo embrujo o fraude, es intentar construir, tanto con la ilusión como el des-encanto ¾ambos elementos contrarios y constitutivos de otra ficción que llamamos cuerpo social¾, la Colombia inminente del post-acuerdo.
Emilio Tarazona
Museo Bolivariano de Arte Contemporáneo, Santa Marta
(1-10-2015 – 29-1-2016)
LA Galería, Bogotá
(5-11-2015 – 29-1-2016)