Cuando se habla de «espacios independientes» en el arte, la historia suele contarse en clave anecdótica: quién los fundó, dónde funcionaron, cuánto duraron. Pero lo verdaderamente decisivo no está en esas coordenadas biográficas, sino en las dinámicas que activan: prácticas de autogestión, tensiones con la institucionalidad, maneras de habitar la precariedad. Si se los mira desde ahí, lo independiente no aparece como un estado fijo, sino como un campo en disputa, que cada generación reinventa a su manera.
En el terreno de la autogestión, estos espacios nacen de una urgencia: crear condiciones mínimas para la práctica artística sin someterse al aparato institucional. No se parecen a empresas culturales ni a plataformas profesionales. Son más bien infraestructuras provisorias, levantadas con lo que se tiene a mano: recursos personales, afectos, amistades que sostienen tanto como el dinero. Esa economía relacional es lo que marca la diferencia. No responden ni al mercado ni al Estado; sobreviven en esa red de apoyos informales que, precisamente por su fragilidad, abre la puerta a la experimentación más libre.
El otro polo, inevitablemente, es la institucionalidad. Los espacios independientes existen en contraste con museos, galerías o centros culturales que operan bajo lógicas más rígidas de legitimación. Pero esa oposición nunca es estable. Muchos proyectos que nacen en la orilla «independiente» terminan profesionalizándose, buscando alianzas o aceptando apoyos oficiales. Ahí se asoma el dilema que ha rondado siempre este debate: ¿cómo sostener la independencia sin caer en el riesgo de convertirse en lo mismo que se quiso cuestionar? Al final, más que un estado, la independencia es un gesto: una forma de hacer, de inventar experiencias colectivas que no caben en la normalidad institucional, como sugiere Reinaldo Laddaga en su «Estética de la emergencia».
Y está la precariedad, que lejos de ser un accidente, es casi su condición natural. Casas improvisadas, bodegas adaptadas, garajes convertidos en sala. Presupuestos mínimos y, sobre todo, horas infinitas de trabajo no remunerado de artistas y gestores. Esa precariedad puede leerse como síntoma de exclusión: prueba de que el arte contemporáneo sigue siendo marginal en contextos donde las instituciones no dan suficiente cabida. Pero también puede verse como potencia: obliga a improvisar, a inventar metodologías y formatos que no podrían existir en un museo. Lo precario, paradójicamente, abre posibilidades. Y aquí lo decisivo no es la solidez de la infraestructura, sino el surgimiento de comunidades que ensayan modos de estar juntos en condiciones de inestabilidad.
Con los años, estos vectores -autogestión, institucionalidad, precariedad- han mutado, empujando a los espacios a nuevos terrenos. En un momento se trató de dar visibilidad a lo que no estaba representado; luego, la pedagogía se volvió prioridad, con talleres y escuelas experimentales que suplían lo que la educación formal no ofrecía; y más recientemente, muchos de estos proyectos se han desplazado hacia lo común: huertas, cocinas, bailes, prácticas de cuidado que desbordan la idea de «espacio expositivo» y lo transforman en lugar de encuentro cotidiano. El arte contemporáneo ya no se define por objetos autónomos, sino por la creación de «ecologías de prácticas» donde se entrecruzan saberes, afectos y cuerpos en un tiempo compartido.
De este recorrido no emerge una línea evolutiva clara, sino más bien un ciclo vital. Cada espacio nace de una urgencia, se sostiene mientras dura la energía colectiva, se transforma cuando cambian las condiciones y, tarde o temprano, se extingue. Pero esa temporalidad no es un fracaso: es parte de la lógica misma. Lo independiente no busca permanencia, sino interrupción; no promete estabilidad, sino intervalos donde se ensaya otra manera de estar juntos.
Por eso, cuando preguntamos «¿qué pasó con los espacios independientes?», la respuesta no debería ser un simple listado de cierres, sino una reflexión sobre cómo el arte se produce y circula en contextos atravesados por la fragilidad institucional. Al final, la independencia no es un lugar al que se llega, sino una práctica crítica frente a los marcos dominantes: un pulso intermitente que, cada tanto, abre la posibilidad de reinventar territorios que se manifiestan como comunidades emergentes en las que se anticipan mundos posibles que, aunque efímeros, dejan entrever otras formas de lo común.
***
Quien quiera profundizar sobre las prácticas artísticas autónomas, espacios gestionados por artistas y fricciones con lo institucional, le invitamos a revisar este dossier de esferapública que amplía y problematiza lo expuesto en el texto.
Dossier independencias:
- De artistas para artistas: Crónica viva de (deriva sutil en torno a) los espacios alternativos (independientes, autogestionados, autónomos) en Bogotá
- Por las galerías: atlas de las galerías y espacios autogestionados en Bogotá 1940-2018
- Autonomía y sujeción: el arte y los artistas en el contexto de la gestión creativa
- El discreto encanto de lo independiente
- Antagonismo y fracaso: la historia de un espacio de artistas en Bogotá
- Estética de la emergencia
***
Pensar la escena es un proyecto de esferapública que reflexiona sobre situaciones y casos de la escena del arte local.