Prólogo, Destrucción de la vida burguesa
Datos recientes de una encuesta realizada en la pequeña ciudad de V. d. L. arrojan una cifra alarmante. El exponencial crecimiento de la demanda de lotes para construcción de vivienda alerta sobre un posible desabastecimiento de agua potable en los meses venideros a la vez que advierte sobre la destrucción completa del entorno en cuanto a sus reservas de fauna y flora. En un porcentaje elevado los nuevos propietarios han emigrado de la capital del país buscando algún paraje solitario en qué pasar sus años de retiro laboral. En la mayoría de los casos estas viviendas son abandonadas casi al poco tiempo de ser habitadas por sus propietarios en espera de alguna oferta inmobiliaria que en alguna medida revierta la enorme inversión realizada. Casi todos huyen presos del pánico ante la creciente inseguridad. Otros objetan el que la vida en estas tierras no es lo que imaginaban. En la mayoría de los casos de propietarios registrados no se tienen noticias de sus nuevos destinos. Se presume que muchos intentan recuperar su anterior vida citadina, otros en cambio ante el fracaso de reanudarla en alguna medida, optan por alguna nueva vida en un destino prometedor del caribe o tal vez intentan encontrar algún país vecino en que puedan asentarse otra vez y retomar su vida ordinaria.
Una casa inmensa, muebles, un jardín interior, cactus, piedras, disposición de múltiples lugares para recibir a los amigos. Cuartos de huéspedes para instalar a los hijos y sus respectivas esposas, y los niños. Un enorme comedor. Una vista hacia las montañas. Algo parecido a un paisaje japonés. Bruma. Un estudio de lectura. Filas interminables de libros, de discos, de películas. Un rinconcito donde se encuentra improvisado un oratorio. Talleres para desarrollar algún arte manual. Y el tedio. El profundo aburrimiento de una vida que ha perdido su cauce. Constatación de algo que nunca sucede. Esa idealidad y soledad que se viene a buscar en estas tardes recostadas contra el cielo son insostenibles para este hombre en que las reservas de soledad e idealidad se hallan al límite. Entonces no basta con partir. No basta el viajar ni el regresar, ni el refugio. No basta emprender un viaje turístico. No existe exilio alguno para aquél que vencido por su deseo de sentido emprende la huida.
¿Qué es la criollización?
David Foster Wallace habría sido más ruidoso y más preciso, no habría hablado de identidad sino de default, de configuración natural por defecto, un set de opciones predeterminado del sistema operativo.
Imagino a Edouard Glissant (Sainte Marie, Martinica 1928 – París, 2011) recibiendo a la multitud. Una enorme masa apenas diferenciada de gentes de todas las latitudes, trajes de colores, sonrisas, atuendos vistosos, muchas lenguas. Lo que queda todavía de algún exotismo incierto. Estrasburgo, 1996, Instauración del Parlamento internacional de escritores.
Edouard Glissant se acerca al micrófono. Ovación. Muchos han venido de todos los rincones del planeta para oírle. Entonces comienza su discurso. Su Tratado de todo el mundo.
En algún rincón he de arrellanarme para escuchar sus palabras. Después pacientemente intentaré reconstruirlas. No he traído mi grabadora, por un momento pensé en transcribirlas. Pero dispongo de poco tiempo para el envío de este artículo y una transcripción puede ser extenuante.
Glissant nos mira atentamente. El evento ha de significarle un momento trascendental. Si todavía esta palabrita puede aparecer aquí inocentemente. Con los años presumo que el Tratado será su pieza más importante. Por ahora ha recibido guiños importantes de los franceses, en especial Derrida. Para quien no termina de inquietarle esa prodigiosa vivacidad de su escritura que él en cambio ha venido gestionando tras años de limar su filosofía. También se de una oferta que le ha hecho la universidad de Nueva york para dictar un curso de verano.
En el 2008 Edouard Glissant habrá de venir a Cartagena de Indias. Un momento memorable para los discursos poscoloniales que habrán inundado la casi totalidad de la escena del arte contemporáneo. Pero de aquí a esas fechas estas palabras de Glissant son todavía incomprensibles. Rumores de una filosofía que se presume ajena, en estas tierras colombianas todavía presas del furor de una Cultura de Academia.
Ahora que han pasado casi dos décadas e infinidad de generaciones de artistas, Glissant se ha convertido en todo un acontecimiento, una fuente indispensable para la puesta en marcha del más reciente arte.
Escuchemos que dice, no sin recordar que nos encontramos distantes de este momento y lugar. Estamos en Estrasburgo en 1996. Por estos años, en Colombia apenas si comienza a detectarse uno que otro comentario sobre arte decolonial. Aunque ya ha emergido con fuerza un grupo adalid de la posmodernidad, que pugna por abrirse algún espacio y que por ahora es una moda, casi tan solo la jerga de un grupúsculo de amigos que se traen algo entre manos. Yo los vi venir. Con sus trajes negros cortados en el más impecable e imperturbable rigor de líneas rectas. Negro y blanco. Prohibición de todo objeto, de todo hacer. Se trataba tan sólo de una alquimia del pensamiento. Una puesta en marcha del concepto. De una filosofía. Del lujo del pensar. De algo que estaría siempre adelante, en la vanguardia, venciendo toda resistencia. Buscaban lo impresentable. En mi casa por ejemplo descubrieron un mueblecito que había sido fabricado de manera descuidada y al que yo llamaba el púlpito. Encima había unas carpetas en croché y un juego de té amarillo. El grupo quiso conocer la historia y procedencia del mueblecito y su colección de objetos de familia que en ese momento debió parecerles adecuado a sus teorías. No miraban los cuadros o los dibujos. Buscaban algo. Algo que para el resto de sus semejantes, los artistas de su generación parecía incomprensible. Miraron el mueblecito en cuestión y reflexionaron, quizá lo imaginaron en la escena pero desistieron, tal vez comprometía alguna representación de lo familiar que no sabrían cómo relacionar. Después crearon un espacio a espaldas de la carpintería donde yo vivía en el barrio La Macarena. Y la escena del arte contemporáneo colombiano tuvo su nacimiento. Aunque podrían rastrearse innumerables genealogías. Pareció emerger por fin. Era por estas fechas. A comienzos de los 90′. Se llamaba Gaula y eran Jaime Iregui, Amparo Vega, Carlos Salas, Danilo Dueñas, tal vez eran ellos solamente, quizá otros más, no sé, recurro a mis recuerdos imprecisos. Y claro está, estaba también la voz retrasmitida del entonces legendario Lyotard que poco después también pisaría estas tierras.
Pero regreso a Estrasburgo. A mi cita con Glissant. Es decir a mi cita con sus palabras.
Alguna vez el mestizo quiso resguardase de su color para ser otro sin comprender que lo que verdaderamente lo preservaba de ser otro era su mestizaje. El hombre del sur, el hombre del archipiélago comenzó por ser mestizo. Comenzó a existir cuando se supo mestizo. Es decir comenzó por ser un ser inatrapable y que apenas se dejaba asir en esa acepción misteriosa que contempla su mixtura, su origen equívoco, todo lo que se antepone al deseo de pureza. Algo que ha defraudado las definiciones previsibles para pasar a ser lo no definible ni identificable ni abarcable. En la realidad contundente del mestizaje, a mitad de camino entre una cosa y otra, a punto de ser, en ese desdibujarse continuo, el mestizo es algo que es inimaginable. Algo cercano a la invención. A la invención del ser y de su esencia. Porque el mestizo no es algo corpóreo ni algo dado, sino lo inclasificable, lo que viene a sacudir a las culturas de la tradición. A los absolutos de la Historia. Entonces el mestizo ya no es esencia ni ser. Sino la refutación de esa posibilidad de creer, que sea posible definir al viviente, abarcarlo en la identidad. En el concepto de identidad. El mestizo no es nada, nada que pueda compararse con otra cosa, o clasificarse. Precisa de un nuevo léxico. De una nueva voz. Una voz que viene de otras latitudes y otros deseos, esa voz no es una síntesis, entre lo conocido y lo nuevo, porque el mestizaje es lo indeterminado en la voz. Algo que nace por primera vez sin necesitar de la dialéctica, sin necesitar ninguna lógica. Todo lo subvierte porque a nada se opone. Entonces para nombrarlo se requiere de muchas voces. Se requiere de la gritería, del ruido del mundo. De lo insospechado. Del caos. A qué podría llegar toda lingüística, porque en una voz el mestizo deja oír todas sus voces al unísono, como un gran desorden que alterara el orden lingüístico, la identidad de todo dogma. Y sin embargo al nombrar ya está todo. Porque en su nombrar todo está en todo porque no hay nada vetado ni cerrado. Por eso la relación. El lugar común y no la idea, porque con el lugar común por primera vez se escuchan todas esas voces que fueron apagadas por la idea, por el sistema. El lugar común es la huella. La huella de sus lenguas que se fue borrando en la traducción. La estética de la relación es poder recuperar lo incierto y por lo tanto no cabe en un sistema, no es traducible, sólo puede ser una aproximación, un accidente. La Estética de la relación es la estética del lugar común. De la huella. La Estética de la relación es Criollización.
Es tan indeterminado el mestizo que no tiene raíz y por lo tanto carece de identidad. El mestizo no está destinado a formar nada, ningún sistema. El mestizo no es nada, no tiene ninguna identidad, ninguna raíz, ni el imperativo de preservar su ser. No se ve a sí mismo como un ser que piensa y que por ende existe. Porque no es en la identidad de nada, el mestizo es esa deriva del siendo, esa relación con otro, con todo, como desaparece y deja de ser. A esa deriva Glissant la llama siendo, una voz casi inaprehensible del verbo ser, una huella inusitada que se cuela en la conjugación del verbo ser. Entonces pierden importancia las nociones que definen al mestizo y que vendrían en su auxilio. En esa relación continua que es su deambular el mestizo es esa huella. El mestizo es el hombre de la relación, el que está en continua relación, y es así como se sabe y se piensa. Entonces no se trata de una estética, la Estética relacional, sino de una forma de vida, la forma en que la vida está siendo. Ese es el mestizaje. Y el hombre en ese estar siendo, no es un ser separado sino una relación, un mestizo. Nada que pueda ser parametrizable. Ni totalizable. El mestizaje es lo que escapa a la síntesis, a la necesidad de totalizar. No hace parte del mundo porque el mundo es la falacia del querer saberse una síntesis. El sueño totalitario de una síntesis. Y precisamente el mestizaje es lo que escapa a la necesidad dialéctica, para desbordarse como un caos en el que ninguna lógica podría operar.
No hay esencia hombre, ni humanidad sino mestizo.
No hay identidad del ser, sino la relación del siendo.
No hay síntesis, ni totalidad, sino caos.
No hay una raíz única, sino rizoma.
No hay originalidad, sino lugar común.
(Esto comienza a parecerse a un teorema)
A este siendo del mestizo, Glissant lo llama Poética de la relación, y es y puede entenderse como la forma en que la totalidad del mundo se disuelve, porque es apenas una idea. La idea del mundo como totalidad se desbarata ante la contundencia de un caos que es inatrapable en el concepto y que necesita de otras lenguas. A esa necesidad la llama Glissant multilingüismo. El multilingüismo es ruido. El estrepito de una improvisación, una pasión desbordada. Creación. En esa lengua del colono, en esa voz de la totalidad del mundo, la voz del mestizo es una huella. La huella que va dejando su pasar, la huella de los que fueron. Y es esa huella y ese dejar huella lo que hace de su voz una singularidad, y lo que permite entrar en la relación con todo. Entonces no se recurre a la Historia. Lo que se registra es la huella, la huella de todo lo que va siendo y que pone en relación.
La práctica de esa vida, la práctica de esa poética viva es la criollización. La criollización es la práctica de la estética de la relación. La criollización no es una ética porque se exime de toda necesidad de elección. La criollización es el siendo en el todo mundo pero no como totalidad en que el proceso es uniformar y perder los matices. En la criollización no hay ni evolución ni superación. No se pretende un estadio mejor. No es un humanismo porque no busca ninguna perfectibilidad del humano. Es precisamente una refutación de cualquier estadio de perfectibilidad, de desarrollo; lo que perdura es la huella, la ramificación al infinito de esa huella, de esos lugares comunes, de esa estructura fractal, de ese caos sin previsión. Uno podría imaginarse, infinitos lugares comunes desperdigados por doquier, casi imposibles de rastrear o de poder prever hasta dónde se expanden.
En la Estética de la relación no hay valor que necesite ser sostenido. Sin valor no hay sistema moral. No existe ningún referente para el caos mundo. Nada se elige, ningún poder, ninguna Ley, ningún proceso de editorialización de la experiencia. Y sin embargo existe siempre la preeminencia del lugar común. Y aunque sea una voz repetida hasta la saciedad, es una huella imperturbable que siempre reaparece; llega con la frescura de cosa fresca, inédita.
La huella es una voz que habla de cara a todas las voces sin ninguna preferencia. Sin ninguna renuncia. Es todos los matices, todos los accidentes. Todas las acumulaciones de que es posible una lengua. Entonces no se trata de la claridad de un discurso o de su coherencia. No se persigue ninguna claridad. Porque no existe un modelo de referencia. Se recurre a lo que hay, el lugar común, la huella de los dioses, las pisadas, lo que se encuentra diseminado en el desperdigamiento. Porque aquí no hay una tierra firme, ni territorio, ni continente. Sería un exabrupto pensar siquiera en levantar un mapa, una cartografía, una etnología o cualquier registro de que es adicto occidente. Existe si la isla, tierras inciertas, el archipiélago.
La estética de la relación es esta idea de archipiélago. Desperdigada, sin identidad, diversa.
Una idea que ni siquiera podría pensarse como estética. ¿Cómo pensar la huella? ¿A qué remitirse? Entonces es esa estética que reniega de si, sobreponiendo la relación, lo que hace que todo principio de identidad se diluya, y naufrague el pensamiento y se sostenga sólo ese desperdigamiento en el todo y en los otros.
Pero entonces lo que las reúne no es la tolerancia, esa superioridad que presa de un dogma accede a legitimar la diferencia. No hay compasión, no hay ningún otro necesitado porque en el siendo lo que sucede es la vida viviéndose, entonces nadie podría detenerse en el otro, en el sentimiento por el otro, en la valoración y necesidad del bien común. En esa vida del siendo, el todo en el todo se despliega sin ninguna preferencia, sin ningún protocolo preliminar, se está sin obediencia, sin poder y sin castigo. Situaciones impensables para el mundo de la identidad y de las tablas de la ley y de toda cultura del Libro. En la relación nada se elige, se trata de una pervivencia del lugar común, del choque de culturas, sin espera de ninguna síntesis. Sucediéndose en la simultaneidad, al infinito.
Glissant creía que el mestizaje era imparable, que el continente terminaría fracturándose en un archipiélago imprevisible, que las huellas de esas lenguas hablarían viva y vivazmente en las lenguas oficiales.
¿Qué queda de esta idea? ¿De este ideal?
Un cartapacio anillado bajo el brazo de un curador donde Glissant entra en mixtura con Wenjamin, y Deleuze, con Derrida y Bourriaud. Un nombre exótico en la cita de un catálogo. Un ansia de libertad insatisfecho.
Porque es un hecho que la criollización es una práctica artística más. Un hecho cultural y una moda. Quizá en el peor de los sentidos, un lugar común.
Claudia Díaz, julio 2015