En un viejo sketch de Plaza Sésamo, dos personajes entran en una habitación vacía. Traen algo metido en una bolsa de papel, y ese algo resulta ser una papelera que acaban de comprar. Contentos por la adquisición, los personajes intentan depositar la bolsa, ahora convertida en una bola gorda de papel arrugado, entre la pequeña caneca, pero no lo consiguen: esta cesta tiene el agujero hacia abajo. Consternados por esta constatación, Rafa y Waldo -digamos que esos eran sus nombres- emprenden una frenética serie de intentos por conseguir meter la bola de papel en el recipiente. Intentan, por ejemplo, cubrir con la caneca ese deshecho de bolsa tirada en el piso, como si quisieran abrigar a un desamparado o esconder al indeseable. Sin embargo, al levantar la caneca, confiando en que el papel, por algún motivo, habría accedido a escalar el interior de la cesta o levitar hasta su techo (que en todas las demás papeleras, tarros, vasos, cestos y ánforas sería su piso o su base, pero no en ésta) comprueban con espanto que el papel sigue ahí, reposando inerte sobre el mismo suelo, y que la cesta está vacía. Otros experimentos tienen lugar, cada vez más llevados por la desesperación, hasta que, vencidos, arrojan la caneca a un rincón, y se van a comprar una nueva, que sí tenga el agujero hacia arriba.
Esta situación, absurda desde el comienzo, plantea una pregunta obvia: ¿por qué Rafa y Waldo no voltearon la cesta para que, invertida, quedara el agujero hacia arriba y, en consecuencia, con la parte cerrada en la base, pudiera reposar allí la bola de papel?
Se podría decir que estos dos tipos son idiotas faltos de toda lógica, y quizás tendríamos razón al afirmarlo. Porque nosotros, siempre somos capaces de poner la basura en su lugar, y si compramos una caneca que tiene el agujero hacia abajo, solemos ponerla patas arriba para obligarla a funcionar, aunque sea a su pesar.
Pero, tal vez a Rafa y Waldo no les parecía bien voltear la caneca en contra de su voluntad. O, quizás, confiaban en que funcionaría aún con su particularidad. Quizás Rafa y Waldo tenían fe en el acuerdo que el papel y la cesta suscribirían para que éste decidiera anidar en aquella.
Siempre queremos meter la bola en la caneca. Y cuando no lo conseguimos, tendemos a sentir sobre nuestros hombros el peso del fracaso: nos vemos torpes y desbalanceados, perdiendo de inmediato la confianza, pues nuestras vidas deberían ser articuladas por la perfección del cálculo, no por la certeza del descache.
Muchos de nosotros, ni siquiera con canecas de las que tienen el agujero hacia arriba, somos capaces de encestar a distancia las bolas de papel con precisión. Al final, preferimos pararnos, ir hasta el sitio donde descansa la papelera y depositar nuestros apretujes de papeles directamente en la boca del recipiente para que se los trague.
La persistencia del fracaso no es, quizás, la forma óptima de nuestras vidas.
Pero hay quien se obstina, y sigue tirando infructuosamente un papel tras otro sin llegar jamás a enchocolar alguno. Sin alguna vez encestar. Al final, tras incontables papeles, todo el espacio está plagado de basuras, bojotes, bollitos; de arrumes de notas, proyectos fallidos, cartas nunca enviadas y cuentas sin pagar. Entonces, debemos alejarnos de allí y ya no volver, porque la repetición de nuestro fracaso ha dicho ya todo sobre nosotros, haciéndonos prescindibles.
Sin embargo, en esa acumulación de intentos desesperados, en las arrugadas bolitas de nuestra incapacidad de encestar, quedan la evidencia de una despreocupación y la confianza sin restricciones en el testimonio que de nosotros dará lo que nunca pudimos.
Al final de la escena, la cámara enfoca la caneca, que ha caído invertida de su posición natural, mientras oímos cómo Rafa y Waldo van saliendo del cuarto. Alguno de ellos, teniendo la bola en sus manos arroja el papel hacia atrás, como despreocupándose por completo de su existencia. La bola, como cabe esperar, cae limpiamente en las fauces de la cesta.
Ese triunfo involuntario ha desdibujado por completo la belleza de sus fracasos.
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